Cantinfleando, que es gerundio

La palabra que más le gustaba decir a mi mamá era la palabra: ¡NO! Y con el tiempo, esta palabra, se fue multiplicando. No, no es que me dijera que NO a todo, sino que antes de decir cualquier cosa, mi mamá anteponía el NO para todo. Ay no, no, no, no, no, no, no, no, ...

La palabra que más le gustaba decir a mi mamá era la palabra: ¡NO!

Y con el tiempo, esta palabra, se fue multiplicando. No, no es que me dijera que NO a todo, sino que antes de decir cualquier cosa, mi mamá anteponía el NO para todo.

—Ay no, no, no, no, no, no, no, no, no me muero de ganas de darte un abrazo… (Juro que he llegado a contarle 15 “no” antes de que empiece una oración).

Toda mi infancia y mi adolescencia viví confundido porque no sabía si lo que quería era darme un abrazo o no dármelo.

—No, no, no, no, no, no, no, no, no te imaginas el castigo que te espera cuando llegue tu papá a la casa.

Qué ganas daban de contestar:

—Pues no, por supuesto que no me lo imagino mamá. Los únicos que se imaginaban castigos y torturas eran los de la Santa Inquisición, pero como ni tú ni mi papá son católicos, dudo mucho que me vayan a aplicar el “aplastacabezas”. (El aplastacabezas, era un instrumento que primero rompía la mandíbula de la víctima, después le hacía brechas en el cráneo y, por último, el cerebro se “escurría” por la cavidad de los ojos y entre los fragmentos del cráneo).

—Mira Héctor Suárez Gomís (¿existirá alguna mamá que no le diga el nombre completo a su hijo cuando lo está regañando?) ¡no te quieras pasar de listo con tu madre!

—Entonces sácame de la escuela y ya no me lleves a mis clases extraescolares de Historia Universal y de Historia del Arte. La que me dijo que si no era el más listo del salón me tiraba los dientes, fuiste tú, ¿no? Ah, pues ahora te aguantas. Pero si quieres, soy medianamente listo (o sea un imbécil) y me creo los cuentos esos de que si veo la televisión de cerca, me quedaré ciego, si hago bizcos y me da un aire, así me quedaré para siempre y si me masturbo todos los días, me vuelvo menso.

Nunca entendí por qué, en la siguiente situación, los hijos éramos los idiotas:

—¿No me pasas la esa que está en el ese?

—¿Qué es la esa y dónde está el ese?

—¿Qué eres idiota Héctor o de plano nada más me quieres hacer enojar? ¡Te estoy pidiendo la esa que está en el ese! Yo hablo muy clarito. La esa es la cosa que me pongo para taparme cuando hace frío y el ese es el coso donde siempre la pongo. ¡No te rías! ¿Qué crees que soy tu burla? Ándale, haz lo que te digo porque hoy mi paciencia no tiene ganas de ser paciente.

¿Su paciencia no tenía paciencia? Claro y yo era el imbécil por decirle a mi hermana “¡Métete pa’dentro!”

Nadie como mi mamá para elevar el nivel intelectual y filosófico de cualquier discusión:

—A ver Hectorito (Ya cuando un padre de familia dice tu nombre en diminutivo es porque está próximo a florearte el hocico) ¿qué no sabes que mi esa es el coso ese que me regaló tu abuela en el viaje ese que hicimos a la playa esa del lugar ese del Mediterráneo donde pescaban los peces esos que tanto le gustaba comer a tu papá, con su amigo ese que vive en Mallorca?

Así nomás como simple “nota al pie”,  juro por lo más sagrado que a mi mamá, Cantinflas nunca le pareció gracioso.

Tan fácil que habría sido decirme que quería la pashmina que había dejado colgada en la lámpara de pie que estaba en el estudio, ¿no?

Y a ti, ¿cuántas veces te pidieron la “esa” que estaba siempre en el “ese”?

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