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Nacional

Poder y deseo: rompe la tradición; cancilleres y candidatos

Tras sexenios apartados del juego sucesorio, un canciller está entre los participantes más activos de la contienda por la Presidencia

Pascal Beltrán del Río y José Elías Romero Apis | 26-09-2022
Poder y deseo. Ilustración: Horacio Sierra

Capítulo 11

Después de muchos sexenios mexicanos de estar apartados del juego sucesorio, ahora un canciller se encuentra entre los más activos participantes de esa contienda sexenal.

     Ya desde el sexenio pasado, Enrique Peña Nieto abrió las posibilidades de la Cancillería para incorporarse a una liga de la que, inexplicablemente, se encontraban excluidos. La mejor prueba es que su canciller inicial fue acondicionado por voluntad presidencial para entrar al juego.

     Así, José Antonio Meade pasó de la Cancillería a la Sedesol, dependencia muy equipada para dotar de vinculación popular a los futuros candidatos. Para ello fue creada en 1992. Con ello, además, quedó clarísimo que Meade estaba en las intenciones sucesorias de Enrique Peña.

 

Desde luego, allí habría continuado para desde ese sitio ser postulado como candidato presidencial, tal como lo fue. Pero el imprevisto descalabro de Luis Videgaray obligó a Peña para echar mano de su candidato para regresarlo a la Secretaría de Hacienda. Era una rotación muy segura puesto que el futuro candidato ya había desempeñado exitosamente el ministerio de los tesoros.

Pero lo importante para nuestro asunto es que un canciller se convertiría, por vez primera de la historia, en un candidato presidencial del partido gobernante.

Dijimos que antes de Meade los cancilleres no jugaban a la sucesión presidencial. Formaban parte de ese grupo que no son invitados a participar, sino tan sólo a espectar.

Esos espectadores son los que han inspirado el viejo adagio de que más vale perder que no jugar. Triste es el niño que perdió en el juego. Pero más triste es aquel al que los otros chiquillos no le permitieron integrarse en el juego. De esa misma manera y quizá con la misma murria fue que Emilio Rabasa vio cómo José López Portillo venció a Hugo Cervantes del Río, que Bernardo Sepúlveda se enteró de que Carlos Salinas había pasado encima de Manuel Bartlett y que Fernando Solana observó cómo Luis Donaldo Colosio arrollaba a Manuel Camacho.

Pero, de aquí nos surge una primera interrogante que consiste en la razón por la que funcionarios tan importantes y casi siempre tan acreditados no tenían pase de acceso al principal espectáculo de la política mexicana. Es como oír el Cascanueces por la radio o como leer la Eroica en una novela o como ver al Quijote en una escultura. ¡Vamos!, es como ver comer helados.

Y nos hemos encontrado que una primera razón puede ser de naturaleza histórica y, por cierto, de consecuencias muy injustas.

Desde 1896, el sustituto presidencial por disposición constitucional fue el secretario de Relaciones Exteriores. Poco después de dicha reforma, el presidente Porfirio Díaz designó como canciller a Enrique Creel, quien ya había sido gobernador de Chihuahua y embajador ante Estados Unidos. Quizá Díaz quiso poner en la primera línea sucesoria al político chihuahuense, pensando en las posibles jugarretas de su avanzada edad combinada con su querencia presidencial.

Por cierto, que dicho gambito no benefició a Creel puesto que, al estallar la revolución maderista, renunció a la Cancillería tan sólo dos meses antes de que Díaz renunciara a la Presidencia. Con ese motivo, el presidente designó a Francisco León de la Barra, quien asumiría la presidencia sustituta, gobernaría durante la transición, observaría la elección maderista y entregaría el Poder Ejecutivo en los más pulcros términos constitucionales.       

Pero resulta que en 1913 era presidente Francisco I. Madero. Al infidente Victoriano Huerta se le ocurrió dar un golpe de Estado para encaramarse en la Presidencia de la República. Para ello, lo primero fue asesinar al presidente y, de paso, al vicepresidente quien, en esos tiempos, era constitucionalmente el automático sucesor presidencial.

Al quedar vacante el Ejecutivo y la primera sucesión, a falta de éstos asumiría directamente el canciller o secretario de Relaciones Exteriores. En ese entonces, lo era un tal Pedro Lascuráin, que todo el tiempo histórico futuro no le alcanzará para que cesen las maldiciones, las guasas, las leyendas y hasta las injurias sobre tan inservible personaje, dado que se convirtió en un lacayo del usurpador.

Después del magnicidio doble, ocupó la Presidencia de la República por tan sólo 45 minutos, tiempo suficiente para designar como canciller precisamente al propio asesino Victoriano Huerta, renunciar a la Presidencia y, con ello, convertir al traidor en el titular del Poder Ejecutivo.

La historia registraría estos 45 minutos como un baldón histórico para la Cancillería. De allí, en un solo día, en tan sólo una hora, habían surgido dos presidentes. Uno de ellos, un pelele y, el otro, un matón.

Pero el caso es que la Cancillería pasó a pérdidas, no obstante que se eliminó la sucesión presidencial automática, al desaparecer la vicepresidencia y anular a cualquier secretario como sucesor inmediato. Más aún, hasta poniendo un vacío temporal de por medio entre la Presidencia y el encargo anterior.

Esto se convirtió en un “sanbenito”, toda vez que la irreflexión hizo suponer que la Cancillería era una dependencia execrable, tan sólo dedicada a la perfidia y encargada de afectar los intereses mexicanos.

  *   *   *

Pero, además de este enjuague histórico, también surgió como segunda razón de descarte que los cancilleres eran personas muy dedicadas a los extranjeros y a aplicarse más por los problemas de otros que por los problemas nuestros. Que se preocupaban por las masacres de otros continentes y no por la criminalidad nuestra. Que se angustiaban por el hambre biafreña y ni siquiera sabían el número de mexicanos hambrientos. Que más se escandalizaban por el embargo comercial cubano que por el embargo del atún mexicano.

Desde luego que todo eso nunca fue cierto. Los cancilleres mexicanos siempre tuvieron un buen conocimiento y una suficiente información de lo que sucede en nuestro país. Estaban obligados a utilizar una visión transversal para todos los ramos el quehacer nacional.

Podemos mencionar mucho de lo que diversos cancilleres han manejado a la perfección en cuanto a la problemática nacional, pero quedémonos con un solo caso como ejemplo. El TLC impulsado y negociado por Carlos Salinas estuvo encomendado a los representantes comerciales, encabezados por Jaime Serra y por Herminio Blanco.

Sin embargo, Fernando Solana estaba claramente informado de lo que iba sucediendo con asuntos como desde la desincorporación de empresas de propiedad estatal hasta como la modificación de leyes y el establecimiento de instituciones que tienen que ver con los derechos humanos.

Todo era importante porque todo estaba en la mesa de negociación, tal como lo está ahorita. Desde la competencia económica hasta la pluralidad política. Desde el respeto a la ley hasta el respeto a la prensa. Desde la libertad hasta la gobernabilidad.

Así vemos que el canciller nunca puede ser un hombre ajeno a las preocupaciones nacionales. No es un metiche, pero no es un mentecato. Es, por la propia naturaleza de su encargo, uno de los funcionarios mejor entendidos de lo que nos sucede.

Pero de este error de percepción surgen otros como el de pensar que no se trata de un mexicano importante. Nada más equivocado. En México como en muchos países, la política exterior debe ser tan sólo un reflejo de la política interior. Ello significa que no puede tenerse un posicionamiento de política interior que sea contradictorio con la política exterior, ni viceversa. Esto es de la mayor importancia. Por eso la diplomacia es, en el más estricto realismo, un factor de política interior.   

Una de las reglas no escritas decía que el canciller debería ser un mexicano muy importante y no un mero burócrata del servicio exterior, normalmente desconocido en el ámbito nacional.

La razón de esto es muy clara. Atiende al imperativo de que los gobiernos extranjeros, comenzando por sus embajadores, así como todas las fuerzas del exterior, reconozcan y respeten la presencia de ese mexicano de primera, para lo que quieran arreglar en México y con mexicanos.

De lo contrario, cualquier embajador lo rebasaría y se entendería directamente con el Presidente, si no es que con su secretario particular. Lo mismo haría un banquero suizo, un dirigente de la ONU o un comunicador estadunidense. ¡Vamos!, hasta el presidente de la FIFA podría caer en indebidas tentaciones.

En otro aspecto, también se le había descartado porque se decía que era un apolítico y un apartidista. Eso pudo haber sido cierto hace muchas décadas, pero con el tiempo aquello fue cambiando.

Por ejemplo, Bernardo Sepúlveda, Santiago Roel y Jorge Castañeda Gutman vinieron trabajando con sus líderes desde las respectivas campañas de sus futuros jefes presidenciales Miguel de la Madrid, José López Portillo, y Vicente Fox, respectivamente.

A su vez, Fernando Solana fue electo senador después de ocupar la cancillería, tal como años antes lo había sido Manuel Tello Baurraud. Y nadie puede dudar de la médula política que toda la vida demostraron los cancilleres Manuel Camacho y Marcelo Ebrard.

Muy destacados mexicanos han sido nuestros cancilleres. En un recuento breve podríamos concluir que son más los que han sido muy notables que los que han pasado totalmente desapercibidos.

Si nos remontamos hasta hace 80 años, podríamos ver a Ezequiel Padilla ejerciendo la titularidad de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Cuando fue designado por Manuel Ávila Camacho ya contaba con una sólida trayectoria. Ya había sido Secretario de Educación Pública y procurador general de la República. En la juventud había sido dos veces diputado y, mucho más tarde y ya en su vejez, sería senador.

Como canciller tuvo un papel destacado durante la Segunda Guerra Mundial y su consecuente postguerra. Presidió la Conferencia de Río y la Conferencia de Chapultepec, de las cuales surgiría la idea de la organización panamericana y la declaración de la igualdad jurídica entre los estados soberanos. Por último, representó a México en la Conferencia de San Francisco, la que daría origen a la ONU.

Con esas credenciales y quién sabe con qué señales malentendidas, su ánimo albergó la ilusión de convertirse en Presidente de la República Pero, aconteciendo que no fue el ungido, inexplicablemente abandonó la disciplina y decidió contender por la vía opositora. Así, se propició como candidato presidencial de un tal llamado Partido Democrático Mexicano, de fugaz existencia y de borrosa memoria.

El natural resultado fue que terminó derrotado espectacularmente por Miguel Alemán, candidato del PRI. Sin embargo, no perdió su señorío. Era un orador extraordinario, un estudioso de la política y un doctorado honoris causa de la prestigiada Universidad de Columbia, de la cual había sido alumno de postgrado, como también lo fue de La Sorbona.

Ya en sus años otoñales volvió a abrazar al priismo y logró el escaño senatorial para representar a su natal Guerrero. Hoy se le recuerda con respeto. Pero lo hemos citado porque vale tenerlo como una figura poco común ya que fue el único canciller que en largos años mexicanos tuvo la aspiración de portar la banda presidencial, hasta que llegaron, como ya dijimos, José Antonio Meade y Marcelo Ebrard.

Después de Padilla, no volvió a repetirse tal intento. Es claro que por ese ministerio casi siempre pasaron mexicanos muy valiosos o, por lo menos, muy famosos. Es decir, la sequía sucesional de la Cancillería no tenía que ver con que sus titulares carecieran de méritos aspiracionales sino de las circunstancias que ya hemos mencionado.

  *    *    *

Más tarde, el nuevo presidente, Miguel Alemán, designó al ilustre mexicano Jaime Torres Bodet, quien en el sexenio anterior había sido secretario de Educación Pública y, más tarde, lo volvería a ser, bajo la presidencia de Adolfo López Mateos. En el sexenio alemanista, Torres Bodet tuvo que dejar la Secretaría de Relaciones Exteriores para ocupar, ni más ni menos, que la dirección de la recién creada Unesco. Eso representaba todo un honor para México y nos indica la valoración nacional e internacional que se le tributaba a ese funcionario.

Sin embargo, en ninguno de los tres sexenios en los que sirvió ministerialmente se le mencionó jamás como posible sucesor de sus presidenciales jefes.

De la misma manera, hubo varios personajes que más de una vez ocuparían diversos sillones ministeriales y, sin embargo, su nombre no se barajó en el juego sucesorio. Entre estos podemos recordar a Antonio Carrillo Flores, a Fernando Solana, a José Ángel Gurría, a Claudia Ruiz Massieu y a Luis Ernesto Derbez.

Desde luego, demos por descontados a aquellos que ejercieron la diplomacia como pasión de su vida y que siempre procuraron estar lejos de la política aspiracional. Aquí estarían los muy respetados Luis Padilla Nervo, Manuel Tello Baurraud, Alfonso García Robles, Jorge Castañeda de la Rosa, Manuel Tello Macías, Bernardo Sepúlveda, Rosario Green y Patricia Espinosa.

Además, hubo quienes llegaron a la Cancillería después de haber sido descartados de la sucesión presidencial y, se dice, que hasta enfurecidos por el desbarranco. Se trata de Manuel Camacho y de Luis Videgaray.

Desde luego, nunca pudieron ser muy extrovertidos ni muy conspicuos. Existen algunos oficios que imponen la discreción de los oficiantes. Así son el espionaje, el sacerdocio y las profesiones votivas. El espía no puede contar sobre los datos de sus contactos. El sacerdote no puede divulgar los pecados de sus penitentes. Y los abogados no pueden difundir los secretos de sus clientes.

Por el contrario, muchas personas tienen la creencia de que la política es un oficio que obliga a la difusión, al discurso y a la declaración. Que el político no se guarda nada, ni propio ni ajeno.

Nada más equivocado. Depende de su temperamento, según sea extrovertido o introvertido. Depende del estilo del gobierno, según sea comunicativo o críptico, como EU y la URSS durante la Guerra Fría. Depende de que esté en campaña o en gobierno. Depende de la época, porque hace 50 años se hablaba poco y ahora se habla mucho. Y depende de la naturaleza del encargo y aquí es donde queremos detenernos.

Porque hay cargos que son para presumir, como los que construyen una carretera, un puerto, un hospital, un centro escolar o una presa. Pero hay otros que son para disimular, como lo son las Fuerzas Armadas, la seguridad pública o las fiscalías.

Entre los enigmáticos, debemos destacar a la Secretaría de Gobernación y a la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sus temas deben ser encriptados. Sus éxitos deben ser guardados. Sus fracasos deben ser ignorados.

Un secretario de Gobernación no puede hablar de lo que platicó con su jefe, o con los gobernadores, o con los líderes congresionales, o con el presidente de la Suprema Corte, o con los directores de los medios, o con los ricos, o con los sabios, o con los líderes sindicales, o con los rectores, o con los revoltosos, o con los infiltrados.

Así actuaron Miguel Alemán, Ruiz Cortines, Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Moya Palencia, Reyes Heroles, Gutiérrez Barrios, Jorge Carpizo, Francisco Labastida o Alfonso Navarrete, por citar tan sólo a diez de nuestros grandes señores de Cobián.

De manera similar, así sucede y así han actuado nuestros grandes señores de Tlatelolco y hoy de La Alameda. Ezequiel Padilla, Torres Bodet, Padilla Nervo, Manuel Tello, Carrillo Flores, García Robles, Bernardo Sepúlveda, Fernando Solana, José Ángel Gurría y José Antonio Meade, también por tan sólo mencionar a diez y no más.

Y, sin embargo, todos hicieron muchísimo. Reformas políticas, transiciones civilizadas, estabilidades nacionales, orden político, tratados esenciales, remisión de guerras, defensa de soberanías y hasta ganarse candidaturas presidenciales y premios Nobel. Por eso, cuando alguien pregunta en una sobremesa ¿qué ha hecho Marcelo Ebrard?, podemos contestarnos que, mientras menos sepamos lo que hace, es que lo está haciendo mejor y más contento tiene a su jefe.

Recurramos a dos ejemplos internacionales para no incurrir en indiscreciones nacionales. Cordell Hull, canciller de Franklin Roosevelt, atrancó dos horas en su antesala al embajador japonés, antes de recibirlo en la mañana del 7 de diciembre de 1941, a efecto de que fuera extemporánea la declaración de guerra que le entregaría y resultara a mansalva el ataque japonés.

Hull nunca habló de esto, sino diversos cronistas. Pero puede suponerse que, en el desayuno mañanero de ese domingo, no se lo dijo ni a su esposa, Rose Witz. Ni que, en unos minutos más, su país sería bombardeado ni que 2 mil 500 de sus soldados morirían por no saber lo que Roosevelt y Hull ya sabían por sus mil espías. Seguramente que todo eso no se lo dijo ni esa mañana ni nunca en la vida. 

Henry Kissinger, canciller de Richard Nixon, armó en secreto las relaciones con China. Ello fue una sorpresa para los estadunidenses, su Congreso, la ONU, el Consejo de Seguridad, los medios, los aliados, los rusos y, desde luego, para Taiwán.

El secreto es uno de los ingredientes más deliciosos de la política. Un hombre sin secretos es aburrido, es irrelevante y es insignificante. Por eso, el que no tenga secretos, por lo menos debe fingir que los tiene. Esa simulación bien hecha ya es, en sí misma, un verdadero secreto.

La diplomacia mexicana ha sido reconocida como de alto nivel. Se le ha considerado, junto con la de Brasil, la mejor diplomacia de la América Latina.

La diplomacia de México construyó una verdadera escuela. Nuestros grandes cancilleres e internacionalistas formularon doctrinas aún vigentes, promovieron tratados de la mayor importancia, hicieron ineludible la presencia mexicana, recuperaron territorios perdidos y hasta ganaron Premios Nobel.

Durante décadas, la diplomacia de todo el mundo sabía, imitaba o aprendía de mexicanos como Genaro Estrada, Isidro Fabela, Jaime Torres Bodet, Manuel Tello, Luis Padilla Nervo, Vicente Sánchez Gavito, Justo Sierra Casasús, Antonio Carrillo Flores, José Gorostiza, Bernardo Sepúlveda y Alfonso García Robles.

Todos ellos, herederos del estilo inteligente y de la eficacia patriótica, ni más ni menos, que del fundador de esa estirpe, Matías Romero.

  *   *   *

Ahora está contendiendo el canciller Marcelo Ebrard Casaubon. De todos los políticos actuales, parece uno de los mejor equipados. Se le ven todos los atributos esenciales para la política. Es inteligente, experimentado, valiente, rápido, oportuno y prudente. Dicho lo mismo, pero de otra manera no se le conoce ninguna tontería, ninguna improvisación, ninguna cobardía, ninguna demora, ninguna impertinencia y ninguna imprudencia.

Su equipamiento personal le permitió estar sobrado para el ejercicio de la Regencia y hoy le permite estar sobrado para el desempeño de la Cancillería. Éstas no son palabras menores, sino muy conscientes de la intención.

Tan sólo podemos referirnos a alguno de sus atributos, como lo es la lealtad. Ésta la ha relucido en las dos más duras pruebas a las que puede enfrentarse un político. La de la perdición y la de la ambición.

En lo que concierne a la primera, cuando la debacle de Manuel Camacho, a fines del gobierno salinista y durante todo el zedillista. Ya no se diga durante el foxismo, el calderonismo y el peñismo. Camacho hubiera vuelto a ser grande en la presidencia de López Obrador. Pero ya no le tocó o ya no le tocaba.

Pues bien, Ebrard fue el más fuerte de los camachistas en los años en los que el sol le dio de frente a su jefe y líder. Fue de los camachistas que no medró, que no trepó y que no pataleó. Pero fue de los que se dio sin reservas, sin dudas y sin temores. Como los violinistas del Titanic.

Ahora, veamos lo que es la lealtad en la prueba de la ambición, donde también salió airoso. La boleta Peña-Mouriño-Ebrard sería la más incitante y pareja de la historia electoral mexicana. Entusiasmaría a los electores, remitiría el abstencionismo y refrescaría el ambiente político mexicano, ya entonces enrarecido por la persistencia de ideas rancias o, peor aún, por la ausencia de ideas recias.

Pero, para ello, sería necesario que Ebrard precisara su concepto de lealtad, no que lo abandonara. Jamás es loable renunciar a la lealtad. Pero, sí que él ya la había honrado toda su vida. Que sufrió su camachismo, durante lo que quedaba del gobierno de Carlos Salinas y durante todo el mandato de Ernesto Zedillo. Y que sufrió su lópezobradorismo, durante el gobierno de Felipe Calderón. Que era un gobernante capitalino, públicamente enemistado con el gobernante nacional, pero no por él, sino por López Obrador.

En pocas palabras, que si de lealtad se trataba, él ya había demostrado la suya a Camacho y a López Obrador. Ahora, vendrían a los tiempos en los que Camacho y López Obrador tendrían que demostrar las suyas a Marcelo Ebrard. Pagar es corresponder y tendría que saberse qué tan pagadores y tan solventes eran sus amigos en los que había creído y por los que se había sacrificado.

  *   *   *

Pues bien, ahora el canciller Ebrard sí se ha decidido a contender por la Presidencia. Tendrá que ganar la decisión favorable del Gran-Elector el cual, como suele suceder, no suelta demasiados indicios, sino que tan sólo algunos cuantos y nadie puede asegurar si sean verdaderamente sinceros o meramente fingidos.

Además, no está obligado a revelar sus intenciones, si es que ya las ha decidido ni, mucho menos, a confesar que aún se encuentra en medio de la indecisión.

Todo eso viene a completar la delicia de un juego cuyo basamento es la adivinanza y cuya sabrosura está en el enigma. El Gran-Elector se divierte mucho. Los insignificantes ciudadanos también nos divertimos mucho. Los únicos que sufren son los candidatos, pero, al final de cuentas, uno de ellos será el que disfrutará durante seis largos años mientras los padecemos tanto los insignificantes como el Gran-Elector. Así ha sido siempre y así será siempre. Pero, por el momento vamos a disfrutar de la adivinanza y de la adivinación.

Cuando la decisión sucesoria es tan unipersonal como lo fue desde 1920 hasta el 2000 y como lo ha vuelto a ser en este régimen, los factores que han determinado la decisión final han sido el compromiso, la conveniencia y el afecto.

Comencemos primero por el compromiso, el cual puede decirse que tan sólo hizo acto de presencia en la sucesión de 1924, la de hace ya un siglo y ya no se volvió a presentar. Nos referimos a los pactos que existieron entre Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles no sólo por la conjura de Agua Prieta sino por todo lo que vivieron juntos desde que se embarcaron en la aventura revolucionaria.

Desde luego que entre ellos había un fuerte lazo afectivo, pero ya para entonces no tan pleno de amistad como en sus iniciales tiempos. De hecho, durante el mandato de Calles muy poco se reunió con Obregón, los obregonistas fueron apartados del gobierno y ambos guardaron una especie de voto de silencio respeto del otro. Así que el afecto no jugó en esa ocasión.

En lo que concierne a la conveniencia, realmente no se advierte razón alguna para suponer que Obregón se beneficiaría en algo con la presidencia Calles. Sabía que no instalaría a un pelele y que tampoco habría nada que solicitarle. Prácticamente se alejó lo más que pudo a su hacienda sonorense y sus incursiones políticas fueron muy claramente tendientes a la sucesión de 1928 y de ninguna manera a la injerencia en el mandato 24-28.

Pero, después de este episodio, no volvió a funcionar el compromiso y eso tiene una fácil explicación. Los presidentes cuando actúan como electores nunca consideran que algo deban ni reconocen sus deudas. Qué si algún asociado político los ayudó, pues esa era su obligación. Qué si algún colaborador los salvó, pues para eso estaba.  Qué si alguno lo aplaudió, pues fue porque se lo merece.

Como dirían los abuelos, si te debo ya no me acuerdo. Así que busquemos por otros caminos. Porque se ha dicho, aunque a nosotros nada nos consta que el actual Gran-Elector siente afecto por Claudia Sheinbaum, compromiso por Adán Augusto López y conveniencia por Marcelo Ebrard. Pero ya lo hemos dicho y lo repetimos que caras vemos y corazones no sabemos.

Vayamos al afecto, el cual ha sido un factor de decisión, aunque de ninguna manera aislado. Con esto queremos decir que cuando la decisión ha beneficiado a alguien querido no significa que se trataba de puro cariño y sin mayores merecimientos que los del corazón. Nada de eso. Simplemente que, a los méritos que concurrían en varios de los aspirantes, fue el afecto el factor de desempate o el voto de calidad.

Es innegable que estuvieron impregnadas de afecto las decisiones sucesorias que inspiraron a Adolfo Ruiz Cortines, a Adolfo López Mateos y a Miguel de la Madrid. Pero también es innegable que existían méritos suficientes en Adolfo López Mateos, en Gustavo Díaz Ordaz y en Carlos Salinas de Gortari para haber sido elegidos, tal como lo fueron.

En otras palabras, es cierto que en muchas ocasiones el afecto ha fracasado, pero también es cierto que, cuando el afecto ha triunfado, no ha sido en solitario sino apoyado con otros merecimientos.

El tercer factor sería la conveniencia. Desde luego que no una conveniencia personal e inconfesable para la obtención de prebendas o de privilegios. Si algo se le hubiera antojado ya tuvo seis años para hacerse de ello y no necesitaría que vinieran otros a regalárselo.

Tampoco nos referimos a la conveniencia de tener un lacayo que fungiera como marioneta del antecesor. No habría razón ni beneficio alguno en ello. Por el contrario, nos referimos a que la conveniencia fuera para nación basada en los merecimientos del elegido, bien fueran esenciales o meramente circunstanciales.

O, cuando menos, si no fuera una conveniencia nacional fuera una conveniencia partidaria. Que ese elegido y no otros facilitara la victoria electoral del partido de ambos.

Esto es un factor que puede ser considerado. Más allá de las alianzas o fractura de una eventual oposición, lo cierto es que el actual mandatario ganó con el 53% de los votos. Es decir, tuvo un 47% en contra. Una diferencia de 53-47 es tan sólo de 6 puntos y nada puede augurar, al día de hoy, que esa diferencia se ensanche o, por el contrario, se estreche. Es decir, que será una contienda dura y cerrada.

Ante ello, el régimen sólo tiene dos caminos. El de la estrategia o el de la trampa. Si sigue el primero, tendrá que optar por un candidato o candidata que garantice la victoria y no que encamine a derrotas. Si opta por la trampa, entonces todo lo que se ha pensado, dicho, oído, escrito o leído es inútil, inane e inocuo.

Si prevalece el camino de la estrategia, tendrán que calcular si lo que necesitan es un candidato que represente experiencia y seriedad. Eso lo representa Marcelo Ebrard. Si lo que necesitan es una candidata mujer, la indicada es Claudia Sheinbaum. Y si necesitan a alguien que represente cierta distancia con el régimen, entonces el candidato se llama Ricardo Monreal.

Este último juega con un factor que se suma a los tres anteriores. Se llama “tapadismo” y, de ser el elegido, Monreal sería una resurrección de El Tapado, que muchos consideran ya muerto pero que quizá su ánima sea perpetua.

Como quiera que sea, todo esto nos recuerda una famosa canción mexicana de galleros que podría repetir el Gran-Elector: Hagan su juego, señores. Yo mismo voy a soltar.

 

 

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