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Función

Paul, el ser humano real

Con autorización de Malpaso Ediciones, reproducimos un fragmento del prólogo del libro Paul McCartney. La biografía

PHILIP NORMAN / Foto: AP | 05-08-2018

CIUDAD DE MÉXICO.

En 1979, una disputa laboral provocó el cierre del Sun­day Times durante un año, el cual decidí dedicar a escribir una biografía de los Beatles. Mis colegas y mis amigos me aconsejaban que no perdiera el tiempo; para entonces, las palabras escritas y habladas sobre ellos debían contarse por miles de millones; todo lo que había que saber segura­mente ya se sabía.

Me puse en contacto con los exbeatles para entrevis­tarlos, pero recibí la misma respuesta de los cuatro, a tra­vés de sus respectivos rela­ciones públicas: estaban más interesados en sus carreras en solitario que en remover el pasado. De hecho —como aún no habíamos aprendido a decir—, seguían en un esta­do de negación sobre lo que les había sucedido en los se­senta, una experiencia final­mente más monstruosa que milagrosa.

Es posible que en el recha­zo de Paul vía Tony Brainsby también influyera aquella estrofa aparecida poco an­tes en el Sunday Times. Mis conversaciones con Brainsby fueron volviéndose cada vez más tensas hasta que un día me gritó “Philip... ¡vete a la mierda!” y colgó el teléfono con un golpe.

Entregué mi libro, Gri­tad, a mis editores a finales de noviembre de 1980, jus­to dos semanas antes de que asesinaran a John Lennon en Nueva York. Después de cin­co años fuera del negocio de la música, acababa de lan­zar un nuevo álbum, Double Fantasy, y estaba concedien­do unas extensas entrevistas promocionales. Yo había de­jado abierto el final de Gritad por si él accedía a hablar con­migo para el epílogo.

Y sí conseguí entrar en su apartamento, en el edificio Dakota... pero no de la ma­nera que esperaba. Cuando el libro se publicó en Es­tados Unidos la primavera siguiente, viajé a Nueva York para aparecer en el progra­ma televisivo Good Morning America. Durante la entre­vista declaré que, según mi punto de vista, John no había sido un cuarto, sino tres cuar­tos de los Beatles. Yoko vio el programa y llamó al estudio de ABC para decirme que mis palabras habían sido “muy bonitas”. “Tal vez te gustaría venir a ver donde vivíamos”, añadió.

Aquella misma tarde me presenté en el Dakota, don­de me enseñaron el inmen­so y blanco apartamento de la séptima planta en el que John había criado al hijo de ambos, Sean, mientras Yoko se ocupaba de los asuntos financieros. Más tarde, en la oficina que ella tenía en la planta baja, sentada en una silla inspirada en el trono de un faraón egipcio, ella se explayó sobre las fobias y las inseguridades de John, así como la amargura que sentía hacia sus antiguos compa­ñeros de grupo, en especial la otra mitad de la sociedad compositiva más grande del pop. Como suele ocurrir con aquellos que están de luto reciente, parte del compañe­ro perdido parecía haberse trasladado al interior de ella; mientras escuchaba a Yoko, sentía que en realidad esta­ba oyendo a John. Y cualquier mención a Paul hacía que su rostro adoptara una tristeza invernal. “John siempre decía —me comentó en determi­nado momento— que nadie le había hecho nunca tanto daño como Paul.”

Esas palabras sugerían una conexión emocional mucho más profunda entre ellos dos que lo que el mun­do jamás había sospechado —parecían las palabras de un amante despechado— y, naturalmente, las incluí en la descripción de la visita que publiqué en el Sunday Times. Una noche, después de la aparición del artículo, volví a mi apartamento londinense y la que entonces era mi novia me dijo: “Te ha llamado Paul”. Me comentó que quería saber qué había querido decir Yoko y añadió que parecía más molesto que enfadado. Al igual que había sucedido con John, se me ofrecía acceder a él demasiado tarde y de una manera que yo nunca hubiera imaginado. Sin embargo, en aquel entonces yo creía con ingenuidad que ya había es­crito mi última palabra sobre los Beatles y su época. Por lo tanto, no intenté conseguir una respuesta formal de él al comentario de Yoko y luego ya no tuve más novedades al respecto.

La principal crítica que re­cibió Gritad, manifestada por el letrista sir Tim Rice, entre otros, era su excesiva glori­ficación de Lennon y su par­cialidad contra McCartney. Yo respondí que no me con­sideraba “antiPaul”, sino que simplemente había tratado de mostrar al ser humano real tras aquella fachada encanta­dora y sonriente. En realidad, si quiero ser honesto, todos aquellos años que había pa­sado deseando ser él me ha­bían dejado la sensación de que, de alguna manera poco clara, necesitaba vengarme. Mi dictamen de que John ha­bía representado tres cuartos de los Beatles, por ejemplo, era (como señaló Tim Rice) “rabioso”. El propio Paul de­testó el libro, según me han dicho, y siempre se refirió a él como “mierda”*

Y, al final** —citando el cierre de Paul del álbum Abbey Road—, todos sus críticos se vieron frustrados. Wings se convirtió en un éxito de ventas y en una atracción en sus conciertos tan grande como lo fueron los Beatles.

La astucia con la que él mismo administró la banda y las inversiones en otros catá­logos musicales (mientras, lo que era toda una anomalía, él no poseía los derechos de reproducción de sus cancio­nes más famosas) le generó una fortuna mucho mayor que la de cualquiera de los demás beatles, superior in­cluso a la de cualquier otra persona del oficio, y que se calcula que ronda los mil mi­llones de libras. Los antiguos rumores sobre su cicatería (¿acaso no me había dicho “soy un tacaño” en 1965?) se disiparon por sus frecuentes participaciones en conciertos benéficos y, de manera mu­cho más espectacular, por su creación de una academia de artes escénicas para instruir a jóvenes cantantes, músicos y compositores en los terrenos que ocupaba su vieja escuela de Liverpool.

Su matrimonio con Linda, que en su momento se con­sideró un error catastrófico, se convirtió en el más feliz y duradero del mundo del pop. A pesar de la inmensidad de su fama y su riqueza, la pa­reja consiguió mantener una vida familiar relativamente normal y evitó que sus hijos se convirtieran en los habi­tuales niños mimados, aban­donados y traumatizados que genera el negocio del rock. Aunque el público ja­más aceptó del todo a Linda, sobre todo debido a su ve­getarianismo militante y a su activismo a favor de los dere­chos de los animales, sí reco­noció que había sido la mujer indicada para él, del mismo modo que Yoko lo había sido para John.

Paul parece haber logra­do todo lo posible, no sólo en la música pop, sino en el mundo creativo en general: su oratorio clásico ha sido interpretado en la Catedral de Liverpool y aceptado en el repertorio de sinfonías de todo el mundo; una de sus obras pictóricas se exhibe en la Royal Academy of Arts; sus poemas se han compilado y publicado en una edición en tapa dura, lo que ha llevado a sugerir que si se lo nom­braba poeta laureado sería una elección inmensamente popular. En 1997 se hizo caso omiso de su extenso histo­rial de arrestos por consumo de drogas (entre ellos, nueve días en prisión en Japón) para permitirle recibir el título de caballero por su contribución a la música. Como se publi­có en la revista Rolling Stone, él, sin duda, “no ha echado a perder su suerte como lo hicieron otras estrellas del rock”.

* El título original de Gritad es Shout!, de sonido parecido a shite. (Todas las notas son del traductor.)

** And, in the end.

 

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