La historia de Cristina y José Emilio Pacheco; aquí nos tocó amar...
Nació en San Felipe, Guanajuato, el 13 de septiembre de 1942. Su nombre real era Cristina Romo Hernández y tomó el Pacheco de su marido, el escritor mexicano José Emilio Pacheco
La literatura es una casa dentro de mi casa, es mi verdadero espacio, porque ahí hago lo que quiero. Puedo repetir 20 veces un párrafo, como quien recorre 20 veces una calle porque le gusta. Puedo encontrarme a un ser querido en el lugar que yo desee. Es muy emocionante construir un mundo donde antes no había nada
Cristina Pacheco
Alguna vez, Carlos Fuentes le confió a Cristina Pacheco que nadie —ningún escritor—podía aspirar a la eternidad.
Pero este amor que Cristina y José Emilio se profesaron, sí.
No podía ser de otra manera. La historia entre Cristina Romo y José Emilio es una conmovedora narrativa de compañerismo, respeto mutuo y una profunda conexión a través de las letras y la cultura mexicana.
¿Qué otra cosa podría resultar de la unión de emociones entre un escritor y una periodista?
Ella nació en San Felipe, Guanajuato, con el nombre de Cristina Romo Hernández, y después adoptó el apellido de su marido, de quien reconocía que para lograr sus metas obtuvo de su parte un “apoyo invaluable”. Cristina Pacheco murió esta mañana en la Ciudad de México.
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Él, José Emilio Pacheco, poeta y ensayista (1939-2014), y su esposo desde 1961; padre de sus dos hijas, Laura Emilia y Cecilia Pacheco.
Se conocieron en 1959, cuando ambos eran estudiantes, en la universidad, gracias a un amigo en común, Carlos Monsiváis. Desde el primer momento, se sintieron atraídos por su amor por las letras.
Desde ese primer encuentro, Cristina y José Emilio compartieron una química inmediata en sus diálogos, y en esa ocasión comenzaron una conversación que duró horas --días, meses, años, lustros, décadas, hasta reunir medio siglo--, lo que los llevó a vivir juntos desde temprano en su relación.
Ella estudiaba la Carrera Lengua y literaturas Hispánicas, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
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Inició su carrera en 1960 en los diarios El Popular y Novedades; y fue como parte del equipo de redacción de la Revista de la Universidad de México, cuando entró en contacto José Emilio Pacheco. Se casaron en 1961 y formaron una familia, teniendo dos hijas, Laura Emilia y Cecilia.
Compartieron una vida juntos llena de momentos significativos y anécdotas que reflejan su amor mutuo por la literatura y su apoyo constante el uno al otro.
Cristina Pacheco y su profunda conexión con José Emilio Pacheco en su creación literaria
Cristina Pacheco se convirtió en una experimentada periodista, con una carrera que abarca desde 1965, y se destacó por dotar a sus personajes y narraciones de un carácter especial y profundo. Su enfoque se centró en la realidad que la rodeaba, incorporando temas candentes como la inseguridad y el desempleo en sus historias. Para Cristina Pacheco, la escritura era una manifestación de una necesidad profunda y de experiencias personales, lo que otorga autenticidad a sus relatos.
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Cristina comentó alguna vez que José Emilio nunca intentó instruirla, simplemente le daba consejos.
A lo largo de su matrimonio, que duró más de 50 años, ambos se apoyaron en sus respectivas carreras literarias. José Emilio animó a Cristina a escribir con su propio nombre en lugar de un seudónimo masculino, una práctica común en aquella época para las mujeres escritoras. Este apoyo mutuo fue un pilar fundamental en su relación, en la que cada uno respetaba y valoraba el trabajo del otro.
Cristina Pacheco reconocía que su escritura estaba inevitablemente influenciada por su experiencia y por los acontecimientos recientes en su vida. Según sus palabras, "Todo está matizado por tu experiencia, por lo que viviste hace 20 años o por lo que te sucedió esta mañana". Esta influencia de su entorno y su cotidianidad se refleja de manera vívida en su obra.
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La presentadora del programa "Aquí nos tocó vivir" también compartió en las páginas de Excélsior que sus personajes nacen de las preocupaciones que la aquejan. Utilizaba a estos personajes como vehículos para explorar y expresar estas inquietudes, dándoles vida a través de su escritura. Como ella misma explicó, "Son situaciones que me rondan en la cabeza y debo encontrar a alguien que las experimente. Así que imagino a mi personaje, lo invento".
Más allá de sus éxitos individuales en el mundo literario, Cristina y José Emilio compartieron una relación basada en el amor, la conversación y el apoyo mutuo. Su unión, marcada por un profundo respeto y comprensión, se mantuvo hasta el fallecimiento de José Emilio en 2014.
Uno de los puntos culminantes en la carrera literaria de Cristina Pacheco fue su libro de cuentos más reciente, "El eterno viajero", que reúne 47 relatos que reflejan su profunda conexión con la creación de personajes y la narración de historias. Entre estos relatos, destaca uno que da título al volumen y está inspirado en el gran ausente en la última década, José Emilio Pacheco. A través de esta emotiva historia, Cristina Pacheco explora el dolor de la pérdida y el poder de la literatura para reconstruir la realidad.
"Aquí nos tocó vivir", el programa de Cristina Pacheco reconocido por UNESCO
Cristina Pacheco era una maestra en la creación de personajes y relatos que capturan las complejidades de la vida y la sociedad. Su habilidad para tejer narraciones auténticas a partir de su entorno y sus experiencias personales la convierte en una figura destacada en el mundo del periodismo y la literatura, y su vínculo con José Emilio Pacheco añade una dimensión emotiva y significativa a su obra.
Después del fallecimiento de José Emilio, Cristina escribió una emotiva carta en su columna de el diario La Jornada, donde relató anécdotas cotidianas que reflejan la cercanía y profundidad de su relación. En esta carta, describe situaciones como los apuros para alcanzar un tren, los detalles de un regalo especial, y su reacción ante la ausencia de José Emilio. Estos recuerdos ilustran la intimidad y el cariño que compartían en su vida diaria
Esta historia es un testimonio del poder del amor y el respeto mutuo, y cómo estos elementos pueden enriquecer no solo una relación personal sino también la obra creativa de cada individuo.
La pareja, a través de su amor y colaboración, dejó una huella indeleble en la cultura mexicana.
La carta de Cristina Pacheco a su esposo muerto
Mar de historias: El eterno viajero
Para suplir nuestras interminables conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos llamábamos y nos escribíamos cartas. Las hojas de papel nunca bastaban para que nos dijéramos lo que nos sucedía, a ti en un ambiente nuevo y a mí en el que conoces de sobra porque lo hicimos juntos. Por más cuidadosos que fuéramos siempre se nos olvidaba registrar algo.
Para evitar esos huecos se te ocurrió que lleváramos cada uno un diario a partir de nuestra despedida en el aeropuerto o en la estación. Ese registro siempre me ha hecho imaginar que no te has ido, por eso de una vez comienzo mis anotaciones en este cuadernito y no en una libreta, como siempre.
Los arreglos para tu viaje fueron muy complicados. Decidir qué ibas a meter en la maleta nos tomó horas, aunque mucho menos que ordenar en folders los textos que pensabas corregir una vez más. No dispuse de un minuto libre para ir a la papelería, así que estoy usando el cuadernito que nos mandó Almudena Grandes: El lector de Julio Verne.
Me encanta, porque tiene aspecto de útil escolar, lástima que sea tan delgado. Mañana compraré una libreta gruesa (donde copiaré lo que escriba hoy) y luego otra y otra, porque tu viaje esta vez será muy largo. Por favor, tú también escribe el diario, pero no en papelitos sueltos, sin fecha, que luego tengo que ordenar como si fueran partes de un rompecabezas.
II
Parto de lo que vivimos apenas esta mañana. Por tomarnos un último café, se nos hizo tarde para ir a la estación. Pese a ser domingo, nos topamos con cuatro manifestaciones y un tráfico endemoniado. Estuvo en peligro tu mayor orgullo: jamás haber perdido un avión o un tren. Para colmo surgió otro inconveniente: todos los estacionamientos llenos. Coincidimos en que te fueras caminando a la estación para registrarte mientras yo me estacionaba. Tardé mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habías olvidado tu bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón alto.
Si me hubiera puesto botas quizás habría llegado a la estación antes de que te pasaran al área destinada a los viajeros. Intenté convencer a un guardia de que me permitiera pasar hasta allí para entregarte tu bufanda. Se negó. Le supliqué y hasta lo hice partícipe de tu vida (cosa que detestas), explicándole que te ibas a una ciudad que estaba a 40 bajo cero. Se estremeció como si fuera él quien iba a padecer un clima tan adverso.
Me da vergüenza confesártelo, pero odié a ese hombre sólo porque cumplía con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo oficial, pero fue inútil. Me resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de recomendaciones y promesas: Júrame que no te quedas triste. Procura dormir en el camino. Cierra muy bien la puerta. Te llamo en cuanto llegue.
Debo haber tenido una cara terrible, porque el guardia al fin me permitió pasar. Entré en el andén en el momento en que subías la escalerilla con la cabeza vuelta hacia la entrada. Sé que me viste, oí que me gritaste algo que no alcancé a entender. Supongo que repetías la promesa habitual: Te llamo en cuanto llegue.
Sentí desesperación, necesidad de abrigarte el cuello y corrí pegada a las vías, pero no alcancé el tren y mucho menos a la altura del vagón en que ibas. Te imaginé quitándote el abrigo y metiendo al maletero la mochila con el libro que quisiste llevarte, los folders, una colección de bolígrafos bic de punto grueso y al fondo de todo la Mont Blanc de la edición Schiller que te regalé para tu cumpleaños.
Te fascinó desde que la viste anunciada en una revista y decidí comprártela en secreto. De otro modo me lo habrías prohibido, bajo el argumento de que: es demasiado cara. No gastes en mí. Por hacerte un obsequio recibí otro maravilloso: tu expresión de felicidad cuando probaste la pluma en una servilleta de papel.
Mejor no recordar tanto. Vuelvo a lo de esta mañana. Cuando el tren desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter que siempre huele a esa loción barata que prefieres.
III
Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el coche. Durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías ido y llamé a la casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé los cuartos vacíos, silenciosos y sentí apremio de llenarlos con el rumor de mis pasos. A pesar de mi urgencia me detuve en una librería. Recorrí todos los pasillos, miré cada anaquel, me asomé a las mesas de novedades.
Mi comportamiento despertó las sospechas de los empleados y de una mujer-policía multicolor: cabello granate, párpados azules, mejillas cobrizas, labios fucsia y uñas verdes. Adiviné sus dudas para elegir esa paleta y el tiempo que le habría tomado maquillarse. Acabé por admirarla y le sonreí, pero ella siguió observándome desconfiada, lista para actuar en caso necesario.
La situación habría sido menos incómoda si le hubiera dicho a la mujer-policía que si iba de un lado a otro se debía a que estaba haciendo comparaciones entre los libros para llevarme el más grueso, el que me aloje y me acompañe durante el primer techo de tu ausencia. Después de consultar índices y hacer sumas me decidí por Los Thibault. Sus seis tomos alcanzan mil 830 páginas con letra pequeña. Tomando en cuenta que mi trabajo me deja poco tiempo libre, calculo que leer esta novela me tomará muchos meses, aunque menos de los que tardarás en regresar.
Si estuvieras aquí y te mostrara mi primera compra desde que te fuiste dirías: Este libro lo tenemos. ¿Para qué trajiste otro? Pues para no ver tus anotaciones en los márgenes, las marcas que dejaste, la ceniza de tu cigarro que cayó entre las hojas. En las circunstancias actuales, encontrarme con esas huellas me lastimaría.
IV
En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la cachucha con que te protegías de la luz artificial para ahorrar vista, según tus propias palabras.
Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café. Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos. Con la taza en la mano salí al patio y puse a funcionar la fuente para que subiera el rumor del agua que te recuerda el mar.
Ya casi llené el cuadernito de Almudena. Le pondré la fecha de hoy: 26 de enero. Mañana escribiré en la primera libreta de las muchas que tendré que llenar contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor: me darás tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra. Esto me recuerda otro de mis pendientes: descifrar lo que escribiste en hojas sueltas las noches anteriores a tu viaje.
Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú.
Adiós
Alguna tarde cuando eran estudiantes, se encontraron gracias al amigo mutuo, Carlos Monsiváis, y no volvieron a soltarse las manos.
El 26 de enero de 2014 José Emilio Pacheco emprendió el camino a otras batallas en el desierto; ahora ella lo acompaña.
Hay historias de amor que no solo aspiran, merecen la eternidad.
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