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El púlpito presidencial

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Fernando Belaunzarán*

 

                A mi padre, quien me enseñó a cantar el “Goya” antes que a hablar.

 

Las palabras pesan también por quien las dice. Y en México nadie habla más que el personaje más conocido, más popular y más poderoso. Todas las mañanas, de lunes a viernes, el presidente Andrés Manuel López Obrador establece agenda, responde y evade preguntas, señala a quienes resisten sus políticas, califica y descalifica, acusa y absuelve, informa y desinforma, pontifica.

Es bueno que el Presidente dé la cara, enfrente de manera cotidiana a los medios de comunicación y le hable a los ciudadanos de manera directa; pero no lo es tanto que predomine la propaganda sobre la información, anatemice a las voces discordantes y parezca más un candidato que busca polarizar por estrategia que un presidente que gobierna para todos. Es un gran comunicador que ahora usa su actual centralidad y el aparato de Estado a su servicio, no para ganar el debate público, sino para prevalecer, refrendando en cada declaración que su voluntad es irrecusable.

Que López Obrador se asuma vocero casi único de su gobierno refrenda el mensaje de que el cambio de régimen prometido es una gesta personal, no importa que no pueda dar respuestas precisas a preguntas específicas ni que tampoco lo hagan sus colaboradores, cuando dejan de ser escenografía para tomar la palabra, lo importante es refrendar la narrativa épica en la que cualquier resistencia o discrepancia sólo puede ser explicada desde la inmoralidad de intereses inconfesables que deben ser develados por el Presidente; no necesita presentar pruebas, su palabra basta y sobra.

Lo dicho por el mandatario en Palacio Nacional no sólo es replicado por los medios de comunicación, también alimenta a las redes sociales, en las que una caterva de cuentas identifican tanto a los periodistas que le hacen preguntas incómodas como a los señalados como obstructores de la Cuarta Transformación. El escarnio público y el miedo a ser apestado de la nueva hegemonía inhibe críticas y vence resistencias. Si bien la ley obliga a presentar denuncia penal si se conoce de algún delito (artículo 222 del Código Nacional de Procedimientos Penales), el Presidente opta por quedarse en el señalamiento mediático, un golpe dado que no se quita aunque después se demuestre que fue impreciso o, incluso, falso.

La ortodoxia del discurso épico se sostiene contra toda evidencia a grados orwelleanos. Los otros son conservadores, así se afirme que los divorcios son producto del neoliberalismo y se promueva una “Constitución Moral”; al Inai se le responsabiliza de la opacidad del expediente de Odebrecht, no obstante que el fiscal general, Gertz Manero, se amparó para no cumplir con la resolución del órgano garante y mantenerlo reservado; se acusa a la sociedad civil que se opone a la Guardia Nacional como continuista de la estrategia de los últimos dos sexenios, siendo que, como lo demostró el investigador Alejandro Madrazo en las audiencias del Senado, es exactamente al revés.

La crisis de la democracia liberal que cunde en el mundo tiene que ver con la  incapacidad que ha tenido de responder a la creciente desigualdad tras el fin de la Guerra Fría, cierto, pero también porque en las actuales sociedades hipercomunicadas no predomina la comunicación racional, sino emocional. Elevar el debate público en el ágora digital es un reto civilizatorio para aprovechar el instrumento portentoso de la interconectividad horizontal. Pero en lo que eso ocurre, el púlpito presidencial de Palacio Nacional es un monumento a la posverdad.

               

*Integrante de la dirigencia colegiada del PRD.

 

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