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La voz, la letra y la acción

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

Partió en una especie de silencio tenaz, como si el tiempo ejemplar en que vivió nos estorbara un poco, ahora que tanta falta nos hace repensarlo; como si en realidad hubiéramos terminado en el mundo de ajustar las cuentas de la igualdad, de la democracia y de la libertad.

Días antes se había muerto V.S. Naipaul, aquel Premio Nobel que nos trajo la marea del Caribe para mostrarnos el mundo diverso de las Antillas, expuso frente a los ojos del mundo la complejidad cultural, a veces disparatada y pantagruélica, de América Latina. Naipaul, inglés, nacido en Trinidad, hijo y nieto de migrantes indios, quien escribió sobre la región Caribe y sobre el extremo del Islam; también se fue y no sé, no estoy seguro, que hayamos aprendido algo sobre la afortunada riqueza que significa la opulencia de los orígenes que podemos exhibir los latinoamericanos, que somos muchos, muy distintos, preparados en ese sentido para comprender más y crear más.

Este año se cumplen cincuenta años de los hechos de 1968, la UNAM está haciendo un esfuerzo enorme de difusión, un diario que recuerda paso a paso lo sucedido entonces; el primer grito de la sociedad organizada frente al poder paternalista y hegemónico; claro que hemos avanzado mucho, heroicamente a veces, y tenemos una sociedad más participativa, más crítica y mejor preparada para construirnos y hacernos la vida del mañana.

El sábado se marchó Kofi Annan, aquel secretario general de Naciones Unidas que había nacido en Ghana y quien se convertiría en uno de los escasos premios Nobel concedidos a un ciudadano africano, un Nobel de la Paz, un hombre esforzado que trató, desde donde pudo, de construir un mundo que fuera más hogar para todos. Tampoco sé si logramos apoderarnos de su sentimiento de que la garantía de la paz se llama desarrollo para todos los pueblos, que su legado nos haya permitido comprender que el problema no es el flujo migratorio, sino que es la miseria y la violencia que empuja a los pobres a buscar una oportunidad en los países más ricos; que el problema no es el terrorismo, sino haber convertido a una cultura en la enemiga y sentenciado a algunos países a cargar con las culpas.

Veo a mis hijos jugar mientras escribo esto y me pongo a pensar que esta mujer enorme y estos hombres con fortaleza que se marcharon, formaban parte de la épica sobre la que se construyó parte de la identidad de la última generación del siglo XX; veo que este mundo nuevo, pleno de tecnología y facilidades sin cuento, que nos permite tener todo lo que podamos pagar sin tener que desplazarnos, que nos permite lavar mal o bien nuestras conciencias, apretando un botón, virtual además, y decir que me gusta la opinión del que le duele México o del que quiere que odiemos a un trastornado que se burla de un canguro en un zoológico de Australia. Y de verdad, me queda claro que no se puede estar muy seguro de nada o casi nada, porque lo que a este tiempo le falta es una épica justa, una lucha que arranque las conciencias; todo se va amañando y reduciendo a piezas de opinión y venga, que nos metamos todos a lanzar apodos como “feminazis”, llamar locas a las chicas argentinas del pañuelo verde, que los feminicidios se vuelvan datos e imágenes para compartir en internet. En este siglo, la perversidad consiste en anular el dolor y la indignación a fuerza de la exhibición de la pena y la injusticia y fatigar las imágenes y las palabras, descafeinarlas, pasteurizarlas y hacerlas un producto más que se puede apagar cuando nuestra resistencia ante el dolor propio y ajeno alcanza los límites de nuestra resistencia.

Yo digo a little prayer por Franklin, Naipaul y Annan; por ellos y por nosotros, porque no se nos olviden los que tienen sueños en Alabama y en el Misisipi, por nosotros y por nuestros hijos, para que aprendan que no importa la raíz, sino el fruto, y comprendan que todos somos iguales y no existen los seres humanos ilegales; por ellos, por nosotros, por nuestros hijos, por nuestros nietos, para que aprendan que se puede llegar desde los suburbios de Kumasi, en Ghana, hasta las oficinas en Manhattan y no perder la identidad y saber cuál es el lugar que se ocupa en la historia.

Me puse a revisar la memoria gráfica de Aretha Franklin, la volví a escuchar cantando Respect y aquella versión de su little prayer cuando era muy joven y Martin Luther King descargaba su corazón en la discreción y afecto del padre de la cantante; al final, la vi cantando en la Casa Blanca con Obama. Pensé que algún día será así con otros hombres y otras mujeres de muchos orígenes, los que nos hagan pensar que se impondrá, más tarde o más temprano, el sentido de que todos los seres humanos somos iguales, nacemos y iguales y nos marchamos solos, con la satisfacción de lo que pudimos lograr, las manos que pudimos estrechar y las sonrisas que pudimos causar.

 

Escritor, investigador SNI

Twitter: @cesarbc70

 

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