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La salud del lenguaje

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

 

Hace unos días, mi hijo me invitó a ver un video, vía internet, con un curioso concurso de “freestlyle”, se trata de una competencia en la que varios cantantes de rap se lanzan versitos y se contestan, el público aplaude o abuchea y eso contabiliza, además de aspectos técnicos para decidir al ganador; en esa categoría no hay música, sólo la versificación. Para el pequeño aficionado, aquello resulta novedad, para mí, es la resurrección o, mejor aún, la renovación de una tradición tan ancestral como nuestra lengua; se hace así con las coplas del guapango huasteco, se hacía así desde la edad media y el cancionero de romances viejo es el fósil donde quedaron impresas las huellas de las batallas de los trovadores; así las cosas, no hay nada nuevo bajo el sol.

Sin embargo, me impresiona el uso de palabrotas, no es que me asusten, pero me parece que al lenguaje le está pasando lo mismo que a la imagen, su difusión indiscriminada y su facilidad para transmitirse está pasando factura; cualquier foto parece buena cuando un teléfono celular la ha procesado y cualquier majadería es permitida porque pasa por los filtros de la tolerancia, la modernidad y la libertad; pero el efecto es que estamos haciendo insípido el lenguaje. Las palabras fuertes se crearon para imprimir potencia al insulto, para destacar el coraje o para animar el chiste; cuando se les usa sin control pierden su efecto y dificultan el trato social porque, ya se ve, la educación no está de moda.

Jorge Luis Borges escribió algo sobre el arte de insultar, capturó ahí cosas tan deliciosas como “la esposa de Lord X, con el pretexto de que trabaja en un prostíbulo, vende telas de contrabando”, aquel arte de ingenio se basa en la restricción de ofender sin ser burdo o sin perder el estilo; pero el tema de la igualdad parece estarse cargando las mejores prácticas de la cortesía.

Me parece interesante y enriquecedor que el habla de los mexicanos esté transformándose de una manera rápida y que hayamos adoptado vocablos provenientes de otras regiones de la lengua española, el “vale” español va tomando carta de naturalización, el “chévere” caribeño arribó hace mucho e incluso, entre distintos estratos sociales, nos hemos hecho préstamos por los cuales “chido” ya no es una palabra castigada; la infinita capacidad de adaptación del español no se ha intimidado por la ingente presencia de palabras provenientes del inglés dentro de las áreas de la tecnología y si “chatear” es un verbo que, irremediablemente, deberá entrar a nuestro diccionario “downlaudear” no logró asentarse y todos sabemos qué significa “bajar de la red” o “mandar a la nube”. De lo que debemos cuidarnos es de nuestras propias deficiencias y, perdón, pero bajo ningún concepto “ocupar” es sinónimo de “necesitar”.

El idioma goza de buena salud, el problema está en nuestras prácticas sociales; los reclamos de igualdad, de disminución de las diferencias que hieren a nuestra sociedad, están pasando por el lenguaje y eso es natural, es inevitable, antes de que la bala mate al inocente, las palabras se han armado creando ámbitos de mucha violencia; son los actores públicos, los líderes de opinión, quienes ocupan espacios en radio o televisión, los políticos y los comentaristas quienes deben cuidarse de limpiar el idioma de violencia, que los insultos queden reservados para cuando, de verdad, merezcan ser usados, que no los abaratemos porque los privamos de sentido y aumentamos el aire enrarecido de la violencia.

Churchill decía que los buenos modos son como las llantas de los autos, ayudan a pasar sobre los terrenos más agrestes sin sentir tanta molestia; es algo que no quisiéramos perder; el estilo en el idioma no significa sumisión y el respeto por el oyente no quiere decir que rompamos la igualdad a la que mujeres, niños, minusválidos y grupos vulnerables aspiramos, se trata de que todos seamos escuchados en los ámbitos del respeto y de la inteligencia. Que nadie se quede sin decir lo que quiere y necesita, pero que todos lo digamos de la mejor manera para que, cuando se haga imposible recurrir a las palabras bonitas, la palabrota emerja gloriosa indicando la ofensa, la desigualdad y la ira.

Vuelvo uno de los ejemplos más celebrados de la picaresca contemporánea en lengua española; a Camilo José Cela, cuando era diputado a Cortes en España, en una sesión especialmente aburrida, lo venció el sueño, el presidente de la asamblea le reclamó diciendo: “Diputado Cela, está usted dormido”, Cela despertó y de inmediato repuso “No, señor, estoy durmiendo”, el presidente repuso, “¿ah, qué no es lo mismo?”, con inefable tino contestó: “No, ¿qué es lo mismo estar jodido que estar jodiendo?”

Seamos claros, la ofensa gratuita, la palabra hiriente no nos hacen más iguales ni más modernos o libres, pero sí hacen más difícil el entendimiento.

 

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