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Adiós, hombre de paz

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

Siempre he admirado del pueblo judío su amor profundo por el libro, por la literatura; su peculiar circunstancia histórica los hizo llevar su patria dentro de las páginas del Libro Sagrado, pero también de sus textos de filosofía, de su literatura, de su profunda pasión por las palabras. Ellas, las palabras, son animales curiosos, pequeñas cosas que pueden enaltecer o devorar, construir o matar que pueden, cuando son dirigidas con inteligencia y humanidad formar un legado digno de pasar a las nuevas generaciones.

Comencé a leer a Amos Oz en 1989, hace décadas que espero con ansiedad su nuevo libro y que lo devoro en cuanto llega a mis manos; hace tantos años que lo vimos enfrentar a los poderosos y a los intolerantes, una voz en el desierto, pero que era escuchado porque hablaba desde el diálogo y la concordia; encarnaba un sueño de la tierra de Israel que a veces se aleja de su cumplimiento porque la sed de sangre arruina las mejores intenciones y porque la ceguera del poder ahuyenta los mejores sentimientos humanitarios.

Oz era un hombre sencillo, simple, que escribía con la pasión con la que se construyen las grandes cosas; un hombre de pluma, palabra y papel que sin amarla hizo la guerra, luchó en la Guerra de Yom Kippur y en la Guerra de los Siete Días; sus letras —que desde la lejanía identifico con las melancólicas letras de Erich María Remarque— no cantó nunca la belleza de la guerra porque no existe; existe la ansiedad de libertad, la defensa de lo que amamos, pero la guerra carece de belleza porque es sin sentido, es la negación de las palabras, de la inteligencia y la voluntad, es el último extremo de humanidad para resolver los conflictos, un extremo donde los seres humanos descendemos a nuestra expresión más primitiva para olvidarnos todo lo que nos hace grandes, inmortales, trascedentes. Oz cantaba la belleza de la patria y sobre todo, los pequeños detalles que van haciendo la vida en las comunidades, la manera en que palestinos e israelíes, norteamericanos y mexicanos, hombres y mujeres, entrábamos en el deseo del encuentro, del amor, cantaba la enorme grandeza de una cama cómoda y un fuego de hogar, los desayunos con la pareja que se ama y el canto universal de ver a los hijos jugando en el patio.

Cuando comencé a leer a Amos Oz, el movimiento pacifista que había contribuido a fundar Shalom Ajshav, es decir , Paz Ahora, estaba en un momento de renacimiento y la juventud israelí y quienes la seguíamos en el mundo soñábamos que pronto el conflicto habría terminado porque la buena voluntad —no de los pueblos, ésa está siempre más allá de las dudas y se finca en la necesidad de la vida cotidiana—, sino de los gobiernos, permitiría prever una organización política que conciliara tanto a Palestina como a Israel, que era esa fuerza de voluntad suficiente para superar los detalles álgidos de toda negociación. Amos Oz murió con esta esperanza, pero sin ver los resultados. Todos morimos así, esperando, en el dulce aguardar el mañana mejor por el que hemos trabajado.

Alguien muy querido me recuerda que fue también un 28 de diciembre, pero de hace catorce años que murió Susan Sontag; comprometida también con la paz en torno a Jerusalén y su pueblo. Ambas eran voces disonantes; ambos idos en la esperanza de que fuera la paz y no el conflicto lo que saludara la tierra que mana leche y miel y que es un ideal esperanzador para Occidente.

Cada año, como fanático de la literatura, apostaba porque ese año sí le correspondería a Amos Oz el premio Nobel, también se le escapó de las manos; méritos literarios le sobraban, sin duda, pero los juegos de la geopolítica que también tienen su parte en el galardón literario, alejaron la candelita de la fortuna —como le decía Camilo José Cela— y quienes lo leímos y lo admiramos nos quedamos también en la espera. Pero no perdemos la fe en que el discurso de Amos Oz surta efecto, que florezca en ésta o en la generación que sigue, que llame al encuentro y a las razones, que abra las puertas de la imaginación y la voluntad para que esos dos pueblos que han de convivir puerta con puerta para siempre, encuentren las fórmulas de paz, convivencia y cohabitación, que no sólo nos den paz para el mundo, sino también tranquilidad y la esperanza renovada en la eternidad.

Uno de los últimos libros de Amos Oz lo escribió al alimón con su hija; se llama Los judíos y las palabras, se trata de un encuentro de amor filial, pero también una declaración de amor a las palabras y a la literatura, a lo que dejamos a nuestro paso como humanos en la memoria que es de todos, una caricia profunda a nuestro pasado y a nuestro futuro. Fue su hija quien agradeció, al informar el deceso, a todos quienes amamos a Oz; no era difícil amar a un hombre que luchaba con armas incruentas, cuyas voces eran de encuentro; y es cierto, quisimos tanto a Amos Oz que me guardo para siempre sus palabras: “Pero en lo más hondo de mi corazón pensé: esto es la felicidad, y así es la vida. Aquí hay amor, y aquí estoy yo…”.

Gracias infinitas, Amos Oz.

 

Escritor. Investigador SNI

opinionexcelsior@gimm.com.mx

 

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