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Nacional

Poder y deseo: El marquesado al trono; el papel de los gobernadores en la sucesión presidencial

En la historia de México, con miras a la Presidencia, distintos personajes se han montado en grupos que, desde sus entidades, han intentado hacerse del poder central, empoderados por el orgullo localista

Pascal Beltrán del Río y José Elías Romero Apis | 24-10-2022
Asalto desde el marquesado. Ilustración: Horacio Sierra.
Asalto desde el marquesado. Ilustración: Horacio Sierra.

Capítulo 12

La historia de México está repleta de tensiones entre el poder central y los estados de la Federación. Esa lucha ha dado lugar a guerras civiles y procesos de secesión muy dolorosos.

Y aunque el concepto de nación mexicana generalmente se ha podido sobreponer a los distintos regionalismos que conviven en el país, el sentimiento de pertenencia a una entidad federativa siempre está latente. En lo político, el orgullo localista ha sido un factor de empoderamiento en el que se han montado distintos personajes para alcanzar la Presidencia de la República.

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Ese fenómeno ha dado lugar a distintas estirpes: los veracruzanos, los michoacanos, los oaxaqueños, los coahuilenses, los sonorenses, los potosinos, los poblanos, los mexiquenses, los tabasqueños…

En nuestro sistema republicano, lo más parecido a los marquesados han sido los gobiernos de los estados, desde los cuales se han lanzado asaltos al trono, algunos exitosos y otros fracasados.

Conscientes de ese fenómeno, los regímenes más duraderos en México han sido aquellos que han logrado embotellar esos sentimientos. Eso sucedió en el Porfiriato y durante los gobiernos surgidos de la Revolución Mexicana, cuando los mandos estatales —no se digan los de la capital del país— respondían a los intereses de quien detentaba el poder central.

Es por eso que las transiciones políticas en México muchas veces han surgido desde lo local.

En nuestro actual proceso de sucesión presidencial, el escenario está poblado por aspirantes que construyeron su ascenso desde los estados. Tanto en el oficialismo como en la oposición, muchos de quienes son vistos como precandidatos son gobernadores o tienen en su currículum el paso por el Ejecutivo de alguna de las entidades federativas.

Ahí están los morenistas Adán Augusto López, Marcelo Ebrard, Claudia Sheinbaum y Ricardo Monreal. Si bien es cierto que la condición de corcholatas de los tres primeros la tienen gracias a la designación del presidente Andrés Manuel López Obrador, también lo es que no habrían alcanzado una relevancia nacional sin el expediente estatal. Y tampoco debe desconocerse que Monreal, pese a ser el líder de la mayoría en el Senado, tiene una indudable ascendencia sobre Zacatecas, su estado natal, del cual fue gobernador y en el que varios miembros de su familia ocupan cargos importantes, entre ellos la gubernatura y la alcaldía de Fresnillo.

Y no se olvide que, si López Obrador se convirtió en una figura nacional, fue por el activismo que realizó desde Tabasco, su estado natal. 

Por el lado de la oposición —ciertamente más lenta para colocarse en la pista de 2024—, muchos de quienes son vistos como aspirantes o se consideran a sí mismos como tales son gobernadores o han tenido esa experiencia: el queretano Mauricio Kuri, el yucateco Mauricio Vila, la chihuahuense Maru Campos, el guanajuatense Juan Carlos Romero Hicks, el oaxaqueño Alejandro Murat, la tlaxcalteca Beatriz Pardes, el mexiquense Alfredo del Mazo, el campechano Alejandro Moreno, el jalisciense Enrique Alfaro, el neoleonés Samuel García.

Pero, como decimos arriba, no se trata de un fenómeno nuevo. Desde el surgimiento de México como país, los asaltos al poder central –ya sean militares o electorales— generalmente no han comenzado en la capital, sino en los estados.

El Grito de Independencia sonó a más de 300 kilómetros de la Ciudad de México —una distancia que, en esos tiempos, se recorría en una semana— pero, a lo largo de esa guerra, la vida transcurrió casi sin sobresaltos en la capital de la Nueva España.

El fin de la Colonia se fraguó en las montañas del sur, mediante un pacto entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero; el ascenso de Antonio López de Santa Anna comenzó en tierra veracruzana, y el resto de las rebeliones y amotinamientos que eventualmente consumaron la toma del poder nacional –desde la Revolución de Ayutla hasta el Plan de Agua Prieta— también surgieron en los estados.

Uno de esos rebeldes triunfadores fue Porfirio Díaz, quien proclamó el Plan de Tuxtepec en enero de 1876 para derrocar al presidente Sebastián Lerdo de Tejada. Una vez que entró triunfante en la Ciudad de México, en noviembre de ese año, el oaxaqueño tomó medidas para evitar las sublevaciones en los estados. Por eso, muchos de los hombres que lo acompañaron en la toma del poder fueron designados gobernadores de los estados, como su paisano Luis Mier y Terán, en Veracruz, conocido por haber cumplido la orden de “mátalos en caliente y luego averiguas”, o el también oaxaqueño Vicente Mariscal, quien era el comandante militar en Sonora al momento de la rebelión y se convirtió en gobernador del estado.

Siguiendo el ejemplo de Benito Juárez, Díaz usó las jefaturas políticas como uno de los elementos fundamentales para extender sus redes hasta los últimos rincones del país y abarcar todos los escalones de la sociedad, de acuerdo con la historiadora Romana Falcón, de El Colegio de México.

El presidente Juárez tuvo a uno de ellos en el chihuahuense Luis Terrazas, uno de los terratenientes más grandes que ha tenido México y famoso por haber dicho: “Y yo no soy de Chihuahua, Chihuahua es mío”. Durante el Porfiriato, esas jefaturas políticas se convirtieron en uno de los cimientos más firmes y extendidos sobre el cual descansara la estructura de poder en su conjunto, agrega Falcón.

En Michoacán, un estado en el que el Plan de Tuxtepec casi no tenía simpatizantes —tan es así que Lerdo de Tejada se refugió allí antes de embarcarse en Zihuatanejo rumbo al exilio—, Porfirio Díaz nombró gobernador a su compadre, el tamaulipeco Manuel González, quien sería Presidente de la República, entre 1880 y 1884, para generar la impresión de que respetaba la no reelección (algo de lo que se olvidó después).

González sometió al estado a sangre y fuego. Corrió de las urnas, a sablazos a quienes pretendían votar por candidatos no porfiristas y finalmente se hizo elegir mandatario estatal, en 1879, mediante comicios simulados. Cuando se postuló a la Presidencia en 1880, con la bendición de Díaz, dejó en la gubernatura al general oaxaqueño Mariano Jiménez (no confundir con el héroe insurgente), quien había sido el redactor del Plan de Tuxtepec.

Veterano de la guerra contra Estados Unidos, de la Batalla del Cinco de Mayo y de la Revolución de Ayu-tla, Jiménez asumió la gubernatura sin ser michoacano, pero de reparar eso se encargaría el Congreso local, que en 1885 lo nombró ciudadano del estado. Permaneció en la gubernatura hasta su muerte en 1892. Lo sucedería Aristeo Mercado, otro militar que peleó junto a Díaz durante la intervención francesa —michoacano de nacimiento, él sí— quien ocuparía la gubernatura hasta la caída del dictador, en 1911.

Eventualmente, Díaz fue perdiendo ese control férreo sobre los estados. El mejor ejemplo fue Coahuila, donde nacería el movimiento revolucionario de 1910. Ese estado fue un bastión decidido de las rebeliones porfiristas, desde el Plan de la Noria, en 1871. Saltillo fue la ciudad más importante en caer en manos de los sublevados. La defensa que el gobierno de Benito Juárez estableció en esa capital, a cargo del general Florentino Carrillo, fue vencida no solamente por el sitio de los militares porfiristas Gerónimo Treviño (de Nuevo León) e Hipólito Charles (de Coahuila) sino por los sobornos de saltillenses que simpatizaban con la causa de Díaz.

Sin embargo, cuando las fuerzas federales acabaron con otros focos de rebelión —en San Luis Potosí, Zacatecas y Durango—, el presidente Juárez pudo concentrarse en liberar Saltillo, lo cual logró el reconocido general Sóstenes Rocha, quien se había encargado de expulsar a los franceses de las plazas de Monterrey y Matamoros durante la guerra de intervención. De hecho, Rocha no tuvo que disparar un solo tiro para recuperar Saltillo, pues al escuchar Treviño que iba a su encuentro el militar guanajuatense –quien tenía fama de no dejar vivo a enemigo alguno— prefirió retirarse a Monclova, desbandando su tropa y dando fin la revuelta.

Sin embargo, Juárez moriría meses después y Rocha se iría a Europa para realizar estudios en el arte de la guerra. La siguiente rebelión porfirista, en 1876, tendría éxito. Durante ese interregno, Coahuila tuvo dos gobiernos: el formal, de Victoriano Cepeda, y el que reconocían los sublevados, de Hipólito Charles. Al triunfo del Plan de Tuxtepec, Díaz nombró gobernador a Charles, quien se había mantenido leal a su causa.

A diferencia de otros estados, donde pudo mantenerse el monolitismo político, en Coahuila se cruzaban muchos intereses. Por un lado, Díaz recompensó con privilegios económicos a los generales que lo habían apoyado en el noreste, como el neoleonés Gerónimo Treviño, pensando que, de ese modo, mantendría la paz en la región. Ese grupo lo encabezaba en Coahuila el coronel José María Garza Galán, quien asumió la gubernatura en 1886.

Por otro, estaban los empresarios de abolengo, entre quienes destacaba Evaristo Madero, abuelo de quien sería prócer de la Revolución Mexicana. Esa facción era más antigua y más poderosa económicamente que la anterior. Don Evaristo fue gobernador del estado de 1880 a 1884, durante la presidencia de Manuel González.

 “Los Madero, poseedores de un espíritu empresarial modernizante e innovador, habían logrado cristalizar un complejo económico que rompía las barreras coahuilenses, giraba en torno a las vastas tierras irrigadas de La Laguna de donde exportaban algodón, e incluía bancos, fundidoras y fábricas. Políticamente, el grupo había formado parte del de Manuel González, lo que había desembocado en un claro antagonismo con Díaz, y en la caída de Evaristo de la gubernatura en 1884” (Romana Falcón, La desaparición de jefes políticos en Coahuila. Una paradoja porfirista, El Colegio de México, 1988).

La tercera facción agrupaba a empresarios de la zona de Monclova, de apellidos como Carranza, Castro y Salinas, quienes se identificaban políticamente con el general Bernardo Reyes, el factótum político en el vecino estado de Nuevo León.

Durante la gubernatura de Garza Galán, “la élite económica y política de Coahuila estaban tan entrelazadas que era casi imposible distinguirlas analíticamente” (Falcón, op. cit.). El mandatario estatal agrandó sus intereses privados mediante la designación de jefes políticos en las diferentes plazas del estado, como sucedió con su tío Ismael Galán, en la Sierra del Carmen (Acuña, Múzquiz y Ocampo), quien obtuvo concesiones mineras; o con su medio hermano, Alejandro Elguezábal, quien incursionó en la construcción de ferrocarriles. Pero la familia no sólo amasaba fortuna y poder sino actuaba con prepotencia y ligereza, dándose a conocer noticias escandalosas que llegaban hasta Palacio Nacional.

Desde su primer gobierno, el estilo de Garza Galán –quien incluso operaba sin consultar con el presidente Porfirio Díaz—generó un movimiento opositor en el estado. “Las otras camarillas consideraban una afrenta el grado en que el gobernador los había excluido de las mieles emanadas del poder”, relata Falcón. “Los otros miembros de la élite habían sido prácticamente eliminados del panorama político, y ni el secretario de Gobernación (Manuel Romero Rubio) ni el Presidente parecían dispuestos a otorgarles su tajada correspondiente en la estructura local de poder”.

Con motivo de su primera reelección, en 1889, el empresario y exgobernador Evaristo Madero viajó a la Ciudad de México para presentar sus quejas ante Díaz. Pero la insensibilidad del dictador dio luz verde a Garza Galán para seguir reeligiéndose. En su siguiente reelección, en 1893, un grupo de inconformes, encabezado por Venustiano Carranza, alcalde de Cuatro Ciénegas, también acudió a Palacio Nacional.

En medio del conflicto, Carranza se vio obligado a renunciar. Como mediador intervino el general Bernardo Reyes, quien convenció a Díaz de deponer a Garza Galán y reintegrar en la vida política a Carranza, quien en los últimos años del siglo XIX fue diputado local por su estado. 

En 1901 fue elegido senador suplente y en 1904, senador propietario. Estuvo hasta noviembre de 1911 en la Cámara alta, misma que llegó a presidir. Durante ese lapso, en 1909, buscó la candidatura al gobierno de Coahuila, pero por la desconfianza del dictador en la cercanía de Carranza y Reyes hizo que la nominación recayera en Jesús María de Valle de la Peña, cosa que significó la ruptura de Carranza, quien se acercó entonces a Francisco I. Madero, nieto de Evaristo, activo en la oposición desde 1904 y autor del polémico libro La sucesión presidencial en 1910.

 Cuando De Valle cayó de la gubernatura por el estallido de la Revolución Mexicana, fue sustituido por Carranza. Desde ese último cargo, éste se opuso al cuartelazo de Victoriano Huerta y tomó el mando del Ejército Constitucionalista. Por ese camino, llegaría a la Presidencia de la República.

La Revolución Mexicana hizo mucho por empoderar a los estados en detrimento del centralismo. Carranza mismo fue víctima de un alzamiento que se generó en Sonora, acaudillado por los generales Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta. Durante las siguientes tres décadas, los acomodos políticos dependerían de la fuerza regional de los distintos caudillos.

En los años que siguieron a la derrota del huertismo, las gubernaturas se designaron mediante una lógica parecida a la Porfirio Díaz cuando se hizo del poder. Las gubernaturas se asignaban a quienes habían comandado las fuerzas revolucionarias en las diferentes regiones o estados. Por ejemplo, el sonorense Álvaro Obregón fue gobernador del Distrito Federal, entre agosto y septiembre de 1914, luego de la firma de los Tratados de Teoloyucan, siendo sucedido por el guanajuatense Alfredo Robles Domínguez, quien después se haría cargo de la División del Sur y del gobierno del estado de Guerrero. Robles tenía en su cuerpo de ayudantes a un joven capitán llamado Adolfo Ruiz Cortines.

Entre el triunfo del Ejército Constitucionalista, en 1916, y la llegada al poder de Adolfo López Mateos, en 1958, haber sido gobernador fue un requisito informal casi indispensable para alcanzar la Presidencia.

Gobernadores fueron Venustiano Carranza, Plutarco Elías Calles, Adolfo de la Huerta, Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines. Todos ellos lo fueron antes de alcanzar la Presidencia.

En ese periodo, fueron también mandatarios estatales otros fuertes aspirantes al Ejecutivo federal, como Francisco J. Múgica, Rafael Sánchez Tapia, Maximino Ávila Camacho, Vicente Lombardo Toledano, Cándido Aguilar, Heriberto Jara, Adalberto Tejeda y Fernando Casas Alemán.

La gubernatura como requisito para formar parte de la lista de presidenciables reflejaba las dinámicas regionales que caracterizaron a la Revolución Mexicana. Gobernar un estado se volvió un reconocimiento de la fuerza que tenían los distintos caudillos que habían participado en el conflicto, ya fuera que lo ocuparan ellos mismos o quien ellos designaran. Sin embargo, con la pacificación del país, esos hombres fuertes perdieron peso político en la esfera nacional, algo semejante a lo que sucedió con el Ejército en tiempos de Cárdenas y Ávila Camacho.

El paso al civilismo hizo que decreciera la influencia de los gobernadores –que, como decimos, habían ganado su cargo en los campos de batalla de la Revolución— y fortaleció al gabinete como generador de peso político. Obviamente, nada de esto ocurrió de golpe: ni el retiro del Ejército de la esfera política, ni la disminución de la influencia de los gobernadores ni el empoderamiento de los secretarios de Estado. Tuvo que pasar tiempo para que el juego sucesorio ocurriera bajo la conducción de un solo hombre —el Presidente de la República— y dejara de ser fundamental en él la negociación entre los bandos.

Así, la candidatura de Alemán se hizo posible por un conjunto de factores. Pesaba, desde luego, su condición de exgobernador, pero también el de ser “cachorro de la Revolución” —civil que descendía de un general rebelde y que había convivido con revolucionarios—, así como su capacidad de hacer carrera política al lado de Lázaro Cárdenas, promovido por Dámaso, hermano de éste.

Con el tiempo, la vida de gobierno se volvió más burocrática y menos policrática. Eso privilegió al gabinete como escalera para ascender políticamente. Adolfo Ruiz Cortines sería el último de una cadena de gobernadores que llegaron a la Presidencia de la República, que, como decimos arriba, comenzó con Venustiano Carranza cuatro décadas antes.

La cadena pudo haber continuado con Ángel Carvajal Bernal, el secretario de Gobernación, quien había sucedido a Ruiz Cortines en la gubernatura de Veracruz, cuando éste dejó el cargo para irse a Bucareli, luego de la repentina muerte de Héctor Pérez Martínez, titular de la dependencia, en febrero de 1948. Al concluir la gubernatura, en 1950, Carvajal fue nombrado secretario de Energía, en el último tramo del gobierno de Miguel Alemán. Y cuando su exjefe Ruiz Cortines alcanzó la Presidencia, dos años después, Carvajal ocupó la Secretaría de Gobernación.

La mesa parecía puesta para que, por tercera ocasión consecutiva, un exgobernador de Veracruz convertido en responsable de la política interna llegara a la primera magistratura. Y Carvajal no era el único exgobernador que aparecía en la lista de potenciales sucesores de Ruiz Cortines. También estaba Gilberto Flores Muñoz, secretario de Agricultura y Ganadería, quien había llegado al gabinete luego de haber sido gobernador de Nayarit (1946-1951) y coordinador de la campaña presidencial de Ruiz Cortines. Otro que aparecía entre los favoritos era Ignacio Morones Prieto, quien había sido gobernador de Nuevo León hasta que Ruiz Cortines le pidió que ocupara la Secretaría de Salubridad y Asistencia.

Parecía un hecho, pues, que alguien que había ocupado recientemente el cargo de gobernador —Carvajal Bernal, Flores Muñoz o Morones Prieto—, se convertiría en candidato del PRI en la sucesión de 1958, cosa que en el régimen de partido hegemónico que privaba en ese tiempo significaba llegar a la Presidencia de la República.

Sin embargo, Ruiz Cortines tenía otros planes. Como relata José Elías Romero Apis en su libro El jefe de la banda, el veracruzano “trazó el camino a su sucesión a partir de una disciplina múltiple: observar a los aspirantes; no oponerse, en apariencia, a sus aspiraciones; por el contrario, estimularlas, aun las de los tímidos; no mostrar al elegido su predilección anticipada; mucho menos demostrarla innecesariamente a la opinión pública; realizar el trabajo aspiracional de un sucesor que no sabe que lo es; hacer su juego muy solo y sin ningún acompañante, y, sobre todo, disimular”.         

Adolfo López Mateos, el secretario del Trabajo, quien fue finalmente el ungido, no tenía, como los otros tres competidores, el pedigrí de una gubernatura. Su destape demostró que no se requería el paso por un gobierno estatal para subir al Olimpo. Y eso pavimentó el camino para que los ambiciosos se concentraran en hacer camino en las tareas burocráticas del gobierno federal.

Entre 1958 y 2000, el cargo de mandatario estatal dejó de tener el atractivo político que tuvo durante las cuatro primeras décadas de gobiernos revolucionarios. En ese lapso, las gubernaturas tuvieron otros propósitos, como cumplir con cuotas de sector u ofrecer un retiro a políticos veteranos.

Así como no le hizo falta a López Mateos haber sido gobernador para alcanzar la Presidencia, tampoco lo necesitaron Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. Todos ellos hicieron carrera en el gobierno federal y fueron ascendiendo pacientemente los peldaños de la burocracia antes de ver coronado su deseo.

Pero algo cambió a mediados de los años 80 del siglo pasado. Los partidos de oposición comenzaron a colarse al poder a través de los ayuntamientos de municipios importantes. En octubre de 1983, el empresario chihuahuense Francisco Barrio se postuló para presidente municipal de Ciudad Juárez. Y, desde ahí, emprendió un asalto electoral a la gubernatura en 1986 como candidato del Partido Acción Nacional. De no haber sido por la intervención fraudulenta del gobierno federal, Barrio habría ganado esa vez.

La historia se repitió en 1989. El empresario bajacaliforniano Ernesto Ruffo, quien había ganado la alcaldía de Ensenada en 1986, buscó la gubernatura del estado en 1989 y la ganó. De pronto, los gobiernos estatales volvieron a ser codiciados, y nuevamente se convertirían en peldaños para ascender en política.

Los intentos de la oposición por ganar gobiernos estatales no eran nuevos. En algunas ocasiones se habían quedado en la rayita, como sucedió con Salvador Nava Martínez, quien peleó la gubernatura de San Luis Potosí, en 1961; Víctor Manuel Correa Rachó, la de Yucatán, en 1969; Alejandro Gascón Mercado, la de Nayarit, en 1975; Adalberto Rosas López, la de Sonora, en 1985; Rodolfo Elizondo, la de Durango en 1986, y Manuel J. Clouthier, la de Sinaloa, ese mismo año. Pero, como decimos, fue Ruffo el primer opositor de la historia moderna en ganar un gobierno estatal. 

Entre 1989 y 1997, el PAN arrebató al PRI hegemónico –a menudo con disputas poselectorales de por medio—las gubernaturas de Baja California (refrendada en 1995), Guanajuato, Chihuahua, Jalisco, Nuevo León y Querétaro. Ese último año, el Partido de la Revolución Democrática se sumó a la tendencia con el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en la elección de primer jefe de Gobierno del Distrito Federal.

Incluso perder apretadamente una elección de gobernador podía impulsar a un opositor al primer plano de la política nacional, como le sucedió al perredista Andrés Manuel López Obrador y a los panistas Manuel J. Clouthier y Vicente Fox.

Este último fue derrotado en la elección para gobernador de Guanajuato en 1991, pero encabezó un movimiento de protesta poselectoral que llevó a que el ganador formal de los comicios, el priista Ramón Aguirre, no tomara posesión. Como mandatario estatal interino quedó el panista Carlos Medina Plascencia, alcalde de León. Luego, en 1995, Fox contendió en la elección extraordinaria y se llevó la gubernatura.

Desde allí lanzó, en 1997, su campaña para llegar a la Presidencia en el año 2000. Y se convertiría en el primer político con experiencia de gobernador en alcanzar el máximo cargo del país desde que lo hiciera Ruiz Cortines, casi medio siglo antes. En esa elección también participaron dos candidatos que tenían una gubernatura en su currículum; el perredista Cuauhtémoc Cárdenas y el priista Francisco Labastida.

Viendo lo bien que le había ido a los opositores, otros muchos priistas se lanzaron por ese camino. Al mismo tiempo que Fox, se apuntaron los gobernadores Roberto Madrazo, de Tabasco, y Manuel Bartlett, de Puebla. Ambos contendieron en la primera elección interna que realizó el partido tricolor para definir al candidato presidencial, en noviembre de 1999, misma que fue ganada por Labastida, exgobernador de Sinaloa. Pero Madrazo insistiría en sus aspiraciones y sería candidato presidencial en 2006, dejando fuera al mexiquense Arturo Montiel, quien también trató de llegar al Ejecutivo federal desde la gubernatura del Estado de México. Por el lado del PRD quien estuvo esa vez en la boleta fue López Obrador, quien construyó su candidatura desde la jefatura de Gobierno de la capital y se quedó a medio punto porcentual de conseguir su objetivo.

Los mandatarios estatales se habían fortalecido enormemente desde la Presidencia de Fox, cuando se constituyó la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), que consiguió un mayor reparto de recursos para las entidades federativas.

En los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón era común escuchar que más valía ser gobernador que Presidente, porque significaba tener acceso a mucho dinero con muchas menos responsabilidades. Pero eso no lo creyó Enrique Peña Nieto, quien, al terminar su periodo como gobernador del Estado de México en 2011, se lanzó en pos de la Presidencia y la ganó en 2012.

Consciente de que los gobernadores habían acumulado demasiado poder —¿acaso no lo sabría él?—, Peña Nieto reconcentró el mando del país en beneficio de la Federación. Eso, junto con los escándalos de corrupción que protagonizaron varios gobernadores —muchos de ellos hoy en la cárcel—, el gabinete volvió a ser la plataforma de despegue de los aspirantes a la candidatura presidencial del oficialismo. En el lado de la oposición, lo que daba mayor competitividad era controlar el partido político del que se era miembro. Y Ricardo Anaya, desde el PAN, y López Obrador, desde Morena, fueron quienes estuvieron en la boleta.

Como decimos en la introducción de este capítulo, ser gobernador o haber tenido esa experiencia vuelve a ser rentable políticamente. ¿Será que tan pronto se olvidaron aquellos escándalos de corrupción? 

Tanto en el oficialismo como en la oposición, los principales aspirantes tienen en su palmarés estar al frente de un gobierno estatal o haberlo estado. ¿Es la inauguración de una nueva etapa de empoderamiento político de las entidades federativas respecto del Centro? En pocos años lo sabremos.

 

 

 

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