Atrapados

Votar o no votar, ése es el dilema. ¿Abstenerse el 7 de junio y mandar un mensaje de apatía ante lo que pasa en la República? ¿Anular la boleta o escribir sobre ella un mensaje de repulsa que termine siendo mera catarsis? ¿Optar por un partido o un candidato con la ...

Votar o no votar, ése es el dilema.

¿Abstenerse el 7 de junio y mandar un mensaje de apatía ante lo que pasa en la República?

¿Anular la boleta o escribir sobre ella un mensaje de repulsa que termine siendo mera catarsis?

¿Optar por un partido o un candidato con la esperanza de que, ahora sí, sean diferentes?

Entre los mexicanos que aún guardan algo de interés en la cosa pública, ésas son las cavilaciones que escucha uno en estos días, cuando están a punto de arrancar las campañas electorales.

La verdad es que hace tiempo que las elecciones en este país no emocionan a nadie.

Por edad —y debo decir que también por fortuna— me tocó vivir y reportear en una época en que las elecciones eran un gran acontecimiento.

No importaba que ya se supiera, de antemano, que el PRI iba a ganar o que tenía casi seguro el triunfo. Los ciudadanos y los medios eran atraídos por esa lucha de David contra Goliat, en que el candidato opositor podía lograr que el sistema desnudara en las urnas todas sus perversidades.

Había una gran esperanza en que llegara un día un sistema democrático —aun sabiendo que la democracia siempre es algo perfectible—, porque se pensaba que con una arena electoral pareja los ciudadanos crearían los incentivos para que los partidos respondieran al interés público.

Durante unos años, pareció que la lucha por lograr que los votos contaran y se contaran había valido la pena. Entre 1997 y 2003, el IFE ciudadanizado se convirtió en la piedra angular de la transición democrática, un orgullo para los mexicanos y un referente a nivel mundial.

Sin embargo, pronto los partidos encontraron un acomodo: ¿para qué disputar el pastel de los privilegios si éste alcanza para todos?

Lo importante era, ya estando en el club del poder, cerrar la puerta y alejar lo más posible a los mirones. Entre partidos, cubrirse las espaldas y aprovechar los abundantes frutos del jardín.

El arreglo fue simple: lo que antes fue del PRI y sólo para el PRI, ahora se repartiría entre tres. Como aquel cuento del hombre hambriento que, teniendo un pollo en la mano, acepta darle la mitad a su compañero para asegurar que no le quite su parte.

Lo describió ayer muy bien en estas páginas Marcelino Perelló: “La política se ha convertido, si alguna vez fue otra cosa, en el más chapucero de los comercios. El político ya no tiene nada que ver con la polis. Su tarea ya no es encargarse de las aspiraciones de los demás sino de las propias”.

Lo sigo citando, porque lo que escribió no tiene desperdicio: “(Además) de rastrillar entre sus auténticas brevas (los políticos) arman dispendiosas operaciones. También intervienen en repulsivos negocios obteniendo y acumulando las escandalosas ganancias recientemente exhibidas. (…)

“No conozco otro oficio en el que la impostura, la desfachatez y la ineptitud vayan de la mano de manera tan estrecha. Sólo se me ocurre una conducta más incalificable aún: la de ir a votar por ellos. O contra ellos. Da igual. No tendría nombre”.

Me da la impresión de que muchos mexicanos se sienten como Marcelino. ¿Valdrá la pena ir a votar? Pero yo agrego: ¿Valdrá la pena abstenerse o anular la boleta, como medida de protesta?

Desgraciadamente, los ciudadanos parecen estar atrapados entre puras malas opciones.

Los partidos no dejarán de tener en estos comicios sus bases de apoyo: los leales, por conveniencia votarán por ellos, y los obligados, que no querrán exponerse a perder algún pequeño privilegio en caso de que otro partido gane.

Sume usted a quienes votarán por inercia, imitación, cinismo o cualquier otra razón.

Es cierto, ésta puede ser una elección con una de las tasas más bajas de participación, pero me temo que ni siquiera ese dato contribuirá a cambiar las cosas, porque los gobernantes y representantes que resulten electos en las urnas tomarán posesión. Y pronto se olvidará que sólo votaron por ellos 10% o 20% de los ciudadanos empadronados.

Incluso en medio de una gran abstención, ¿quién tendrá siquiera ganas de dilucidar cuántos de los que no fueron a votar lo hicieron para mandar un mensaje y cuántos no acudieron por flojera?

¿Qué hacer entonces, si nada de lo que hagan el 7 de junio los ciudadanos que están hartos de los políticos chapuceros puede importar?

La clave, me parece, es no dejar más la política exclusivamente en manos de los políticos.

En este país se tiende a creer que la única obligación de los ciudadanos es ir a las urnas cada tres años y confiar en que su candidato gane y, luego, como gobernante o representante haga lo que el ciudadano considera correcto.

Todo eso está mal.

Primero, porque las tareas ciudadanas no se acaban con tramitar la credencial para votar e ir a tachar una boleta. Implican participar activamente en la vida de su comunidad, comenzando por la de su manzana y su colonia.  

Segundo, porque ya hemos visto que un político sólo puede ser un buen impulsor de los intereses ciudadanos si éstos crean incentivos para que lo sea. De otro modo, como dice Perelló, sólo se ocupará de sus propias aspiraciones.

Los políticos son como la gente quiere o permite que sean. Si el actual malestar ciudadano contra la corrupción no se traduce en reglas precisas que no puedan ser eludidas, acabará en un gran charco de cinismo: “Los políticos son así y nada se puede hacer”.

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