Es la impunidad

Cuando México ratificó, en marzo de 2008, la Convención de Naciones Unidas para la Protección de Todas las Personas contra la Desaparición Forzada, la noticia fue recibida con beneplácito por parte de las principales organizaciones internacionales de defensa de los ...

Cuando México ratificó, en marzo de 2008, la Convención de Naciones Unidas para la Protección de Todas las Personas contra la Desaparición Forzada, la noticia fue recibida con beneplácito por parte de las principales organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos.

La desaparición forzada se consideraba un tema del pasado en este país, ubicado históricamente en la época de la llamada Guerra sucia. Y era, hasta cierto punto, un tema superado.

Durante el gobierno del presidente Vicente Fox (2000-2006) se creó una fiscalía especial para investigar los delitos cometidos por las fuerzas de seguridad contra movimientos sociales y políticos, entre los cuales se incluyó a los grupos guerrilleros que actuaron durante los años sesenta y setenta.

Dicha fiscalía contabilizó unas 700 desapariciones forzadas, cometidas entre 1968 y 1985.

Sin embargo, el esclarecimiento de nombres, fechas y circunstancias jamás fue coronado por el enjuiciamiento de los responsables o, siquiera, por un proceso de reconciliación como ha ocurrido en otros países que han tenido comisiones de la verdad, como Sudáfrica, donde acaba de ser liberado, con el aval de gran parte de sus víctimas, un notorio represor de los tiempos del apartheid.

Fue justo eso, la incapacidad de cerrar mediante condenas o reconciliaciones el oscuro capítulo de la Guerra sucia, lo que llevó a Amnistía Internacional a recibir con un grano de sal la ratificación de la convención por parte de México en 2008.

“Si las autoridades mexicanas desean con sinceridad acabar con las desapariciones forzadas y otras violaciones de derechos humanos deben poner fin al manto de impunidad que rodea la investigación de las mismas”, alertó entonces la organización.

Y es justamente la persistencia de la impunidad en el país la que permitió que, en un contexto distinto de la Guerra sucia, las desapariciones —forzadas o no— volvieran a hacer sonar las alarmas, casualmente después de que México había creído que dejaría de ser, con su incorporación a la lista de signatarios de la convención, una nación paria en la materia.

Para finales del sexenio del presidente Felipe Calderón (2006-2012), el cúmulo de desaparecidos había explotado, hasta rebasar los 27 mil, de acuerdo con datos de la CNDH.

El nuevo gobierno asumió la gravedad de la situación y se dijo decidido a hacerle frente. La lista de ausencias fue investigada y depurada —algunos casos fueron esclarecidos— y finalmente se estacionó en un número cercano a los 22 mil.

Sin embargo, no ocurrió mucho más. Y, fuera de algunos reportajes en los medios, el tema desapareció del discurso oficial… hasta que ocurrieron los trágicos hechos de septiembre pasado en Iguala.

Por supuesto, la denuncia de la ausencia de una persona —como las asentadas en el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas— no implica necesariamente que haya sido sustraída por delincuentes o por autoridades para hacerla desaparecer. Pero el problema es que, ante la falta de investigación y de protocolos para actuar en las primeras horas de la ausencia de alguien, contribuyen a que la lista se siga engrosando.

Este lunes y martes, el Estado mexicano estuvo sentado en Ginebra, sometiéndose al escrutinio del Comité sobre Desapariciones Forzadas de la ONU, como toca hacer a los 44 países que han ratificado la convención respectiva. Y queda la impresión de que México fue a examen sin haber hecho la tarea.

Es cierto que el año pasado, con todo y el ataque contra los estudiantes de Ayotzinapa, hay avances del país en materia de desapariciones.

Nuevo León, por ejemplo, ha logrado el reconocimiento internacional por la integración de su GEBI (Grupo Especializado de Búsqueda Inmediata), gracias a la coordinación entre familiares de víctimas, organizaciones no gubernamentales y autoridades estatales, que actúa en las primeras 72 horas de la presentación de una denuncia por ausencia.

Gracias al GEBI se ha logrado localizar a mil 35 personas de las mil 162 reportadas como ausentes entre marzo y noviembre de 2014. Ahora se trabaja en aplicar el mismo protocolo en Nuevo Laredo, Tamaulipas, un municipio que tiene un total de 938 casos de desaparición en la Red.

También es cierto que hay entidades que el año pasado registraron cero desapariciones —de acuerdo con la misma fuente— y otras donde la cifra disminuyó drásticamente entre 2013 y 2014, como Michoacán, Coahuila, Hidalgo y el Distrito Federal.

Sin embargo, también hay estados con un crecimiento de desapariciones, como Guerrero (que pasó de 114 en 2013 a 248 en 2014) y Puebla (370 el año pasado contra 140 en 2013).

Otros casos se han venido arrastrando, y son muy graves pese a que no han tenido la exposición en medios que merecerían, como el de la zona metropolitana de Guadalajara, cuyos seis municipios acumulan mil 201 desapariciones —nuevamente, de acuerdo con la Red—, más que en Ciudad Juárez.

Aunque debe decirse y repetirse que no estamos ante un problema de desapariciones en el que las autoridades sean el principal brazo ejecutor, la impunidad es el combustible que hace crecer el número de ausencias.

Si los casos no se investigan con la velocidad y la eficacia requeridas —y eso no puede ser responsabilidad más que de las autoridades de los tres niveles de gobierno—, México seguirá siendo señalado a nivel mundial y, peor aun, las familias no verán el fin de esta película de horror.

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