Buenos, los mejores, días
Ha desaparecido prácticamente el clásico dial, la clásica agujita ya no recorre el cuadrante en su frenético ir y venir.
Con el advenimiento de la televisión, no fueron pocos los que se apresuraron a rezar los responsos de la radio. Eran los descendientes de aquellos que condenaron a muerte al teatro cuando irrumpió el cinematógrafo, y que éste no podría sobrevivir al embate del video casero. Sus herederos hoy insisten en que internet extinguirá más temprano que tarde a la televisión.
Todos los enterradores se quedaron con un palmo de narices y los condenados a muerte se las arreglaron para perdurar e incluso para revitalizarse con energías renovadas. Los muertos que vos matais gozan de cabal salud. En cualquier caso, la lección es contundente e indiscutible: en ningún dominio de la vida pública y privada es aconsejable irse con las fintas. Con frecuencia lo que parece que ya no, resulta que siempre sí, y a menudo, sobre todo.
El caso de la radiodifusión es emblemático. No sólo no se dejó desplazar por las imágenes móviles domésticas, sino que cobró un vigor inusitado y hoy goza de una presencia social comparable, si no superior, a la de sus mejores tiempos. La televisión, dicho sea con respeto, aprisiona y embrutece. Su madre, la radio, en cambio, acompaña, acaricia y enriquece.
Ha desaparecido prácticamente el clásico dial, la agujita ya no recorre el cuadrante en su frenético ir y venir. Pero la radio, lo que se dice la radio, sigue ahí incólume, por muy digitalizada que se pretenda. El hombre frente al micrófono y al otro lado del olán hertziano el hombre frente al altavoz. Pueden ser mujeres y pueden ser audífonos. Y puede ser música, ya sea melódica o ya sean el locutor o el radioescucha los que son músicas. En todo caso, el dispositivo sigue ahí. Intacto.
La gente de la radio estamos de fiesta. Un espacio emblemático con todo el abolengo del mundo, y que honra esta profesión y esta manera peculiar e insustituible de enlazar gente e ideas, cumplió anteayer 40 años. Se dice rápido, pero se entiende con lentitud y aplicación. Y asombro.
La obra de Héctor Martínez Serrano no conoce parangón. No lo conoce en México y difícilmente en otro país. Su labor radiofónica se remonta muchos años atrás, pero desde hace 40 produce, dirige sus —nunca mejor dicho— Buenos Días que se emite, sin pausa ni titubeo alguno, los siete días de la semana, dos de los cuales, si mira usted un calendario, incrédulo lector, son el sábado y el domingo, a través de la frecuencia de Radio Centro en el 1060 Kc. De AM, por supuesto. La verdadera radio, la noble y genuina, se ha transmitido siempre, y se seguirá transmitiendo, por Amplitud Modulada.
Todos los días, es decir cada día. De las 5:30 a las 10 de la mañana (sábados y domingos hasta las 11). Si la calculadora de mi Ayfon no me engaña, se trata de 14 mil 610 emisiones, es decir, 62 mil 620 horas al aire, siempre con el patriarca al frente (salvo escasos casos de fuerza muy mayor), dirigiendo a su manera, imperturbable y estricto, ese ensamble perfecto de colaboradores, ejecutando una partitura que algo tiene de artístico.
No estoy exagerando. Tuve el placer y el privilegio de participar durante un tiempo, breve y denso, y les puedo asegurar que se trata de un verdadero performance. Único, al borde de lo inconcebible, para nuestros grisáceos, opacos y mezquinos tiempos. Y para otros, más brillantes y creativos, también.
Son varios los méritos que hacen de Buenos Días, ese lugar de encuentro multitudinario, un ejercicio insustituible. En primer lugar no se trata de un “programa” en el sentdo estricto de la palabra, pues está sostenido siempre en el frágil equilibrio de la espontaneidad. En segundo, porque se trata de una emisión en directo, lo que con frecuencia e ignorancia acostumbran a llamar “en vivo” (en su sentido correcto “en vivo” significa, fuera del estudio, mientras que “en directo” define a lo que no es grabado).
Sin embargo, la virtud principal, el desafío que con tanto aplomo plantea Martínez Serrano es el de llevar al aire una propuesta extemporánea, en el mejor de los sentidos. Una propuesta que no coincide con la frivolidad acartonada en boga. La desenvoltura que caracteriza Buenos Días pudo estar cómoda en los tiempos de su inicio. Pero a partir de los años 90 las líneas cambiaron de curso y la radio que se empezó a hacer e imponer era otra, mucho más banal y rígida. Héctor no se arredró, y pese a las dificultades, para fortuna de todos los millones de sus seguidores, en aquellos tiempos inhóspitos, perseveró.
Proponer otra radio tuvo audacia y contempló exigencias ríspidas conllevando agallas. Vinieron incertidumbres causando apremios y aparecieron alicientes para reponer esa necesaria disposición infundiendo orgullo. En las ondas tiene relevancia ofrecerse nuevos objetivos.
Desde aquí quiero enviar un abrazo más estrecho de lo que la elegancia y el pudor prescriben a toda esa parvada magnífica de hacedores de Buenos Días. A Manelic, mi gran amigo, el celestino que me introdujo a ese primer círculo selecto. A Liliana Marina, a Adela, a Mario Méndez, y a Alejandro Rosas, las damas y caballeros de la Mesa Redonda. A Sol María y Marisol (afortunada permutación). A los queridos Aris y Gerardo, a Soledad y a Leonardo. Y los que ya no estamos ahí, pero que dejamos huella, Dora y Tomás, entre los que conozco. Y me abrazo y felicito a mí mismo.
Y en primerísimo lugar al maestro y mariscal Héctor Martínez Serrano, culpable en primer grado de todo ese formidable, asombroso, entrañable, indispensable maremágnum. De esta magnífica aventura. Buenos Días, buenos años, buena vida.
