Papel mojado

El aprendizaje real de una determinada profesión se realiza extramuros, fuera y, normalmente, después de la universidad.

La propuesta ya la enuncié hace unas semanas, en el primero de esta reflexión: que la UNAM —y, en fin, proponer por proponer, todas las universidades de México y del mundo— dejen de otorgar notas y calificaciones, que cesen de expedir títulos y certificados. Mis críticos más ponzo y desdeñosos me preguntan con sorna quién garantizaría entonces la capacitación de un cirujano o la de un ingeniero de puentes y caminos, en cuyas manos los mortales encomendamos a menudo la vida. La respuesta es tan simple como insatisfactoria: nadie.

Lo que sucede es que hoy, con el actual sistema, tampoco hay certeza alguna. Ya lo dije: un título universitario no es garantía de ninguna capacitación. Los que hemos pasado por la universidad y hemos obtenido alguno de sus diplomas, sabemos bien lo que eso significa. Únicamente que se han obtenido una serie de “créditos”, esto es, se ha pasado una serie de exámenes y requisitos.

El aprendizaje real de una determinada profesión se realiza extramuros, fuera y, normalmente, después de la universidad. Los estudios académicos estrictos no representan más que una cierta base, una estructura desnuda, a menudo incierta, difusa y tambaleante, sobre la cual se irá —si el talento y el destino lo permiten— acumulando el saber. Una profesión se aprende —como todo en este mundo, desde jugar pin-pong, manejar un trailer, extirpar el bazo o integrar una ecuación diferencial— de una sola manera: practicándola.

Si Papá-Estado no legitima, a través de su representante, la universidad, a quienes ejercen una profesión, ¿cómo confiar en ellos? preguntará más de un huérfano, necesitado de la autoridad de un padre severo que norme y castigue. ¡Si no se exige un título a médicos e ingenieros, proliferarán los habladores, farsantes, simuladores y advenedizos! ¡Será el paraíso de los incompetentes!

Difícil de creer. De hecho, la renuncia de la universidad a su función certificadora no modificará gran cosa a nivel de la dinámica social. Sólo elevará el nivel de los profesionistas. De hecho, numerosos oficios, con tanta o más responsabilidad que la de un médico o un ingeniero, no precisan de título alguno. Piense sólo en los mecánicos, choferes o electricistas. Sin duda hay incompetentes entre ellos, pero no me atrevería a decir que en mayor porcentaje que entre aquellos que requieren de un título para ejercer.

Más aún, al final, el que carece de título depende, en el ejercicio de su profesión, a la larga, exclusivamente de la calidad de su trabajo. Existe una especie de selección natural (“selección social”, mejor) que asegura la pervivencia de los más aptos. Los títulos y diplomas, en cambio, son a menudo máscaras de la más supina incompetencia. Son los títulos y diplomas los que permiten y favorecen la pervivencia y el éxito de la ineptitud.

Sin ir más lejos, hoy por hoy, cuando usted precisa de los servicios de un galeno, ¿se preocupa acaso por saber qué clase de título posee?, ¿se pregunta qué calificaciones obtuvo en su carrera? Lo dudo. Mas probablemente se dejará llevar, como con el mecánico de su coche, por su “prestigio”, por las opiniones de conocidos que le merezcan credibilidad. ¿Acaso ha escuchado usted alguna vez la expresión del “doctor Albert Einstein”? ¿A alguien le preocupa el título o el grado que poseía el descubridor de la teoría de la relatividad? Hasta ridículo suena.

Desde la otra vertiente, si un médico desea ingresar en una institución, pública o privada, será ésta la que establecerá, como de hecho ya sucede, los procedimientos y criterios selectivos para admitirlo o no. En este caso es el prestigio de la institución el que está en juego y que se transmite al profesionista. Que los exámenes sean responsabilidad de ella. Atributo de destino, no de origen.

Escogí el ejemplo de los médicos porque representan el arquetipo de la profesión liberal, pero lo mismo puede decirse de abogados, ingenieros, etc. En todos ellos, incluso en la actualidad, cuando alguien precisa de sus servicios, elige con base en los mecanismos más o menos complejos de la sanción social —de una cierta presencia inmanente de la universidad— y no con base en los de la certificación académico-administrativa.

Es común que la vocación del estudiante oscile, a veces muy ampliamente, entre un posible oficio futuro y otro. La variante que propongo es flexible y admite tales titubeos. No es raro que se vea atraído por dos o más dominios. En la rigidez del actual sistema no son pocos los que se ven atrapados en un proceso de aprendizaje que ha dejado de estimularlos. Unos directamente abandonan. Otros se quedan a disgusto. Estudiarán y ejercerán a contrapelo, y nunca se volverán auténticos iniciados en su supuesta propia especialidad.

Para iniciarse es necesario ser obstinado y decididamente inducir genuinas opciones. Mejor invertir varias intentonas en sondearlas mientras identificamos aptitudes. Muchas inclinaciones merecen el ser sopesadas unas y otras.

Frecuentemente, tales predicamentos son tan extremos que van de un campo del saber a otro. Del dominio de las profesiones liberales, técnicas o aplicadas, al de la ciencia o al de las disciplinas humanísticas. Estos últimos registros hablan más aún a favor de mi tesis, y de ellos hablaré en la próxima entrega.

En resumen, todos los diplomas, títulos y certificados están condenados a ser enmarcados o a volverse carne de baúl, enterrados para siempre más. En un caso u otro, créame, no son sino papel mojado.

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