No olvidemos las respuestas

¿Por qué hemos permitido que se mancille la memoria de quienes han sido víctimas de la violencia?

Durante los últimos años, como sociedad, hemos mantenido tal cercanía con la tragedia, la desgracia y la muerte que se ha generado una suerte de indolencia que es cada vez más preocupante. Al parecer ya nos acostumbramos a escuchar o leer las noticias que nos hablan de la muerte con la misma ligereza con la que se anuncia un bloqueo en las calles o el cambio de precios en los productos de la canasta básica, de tal suerte que apenas logramos darnos por enterados cuando se da a conocer el asesinato de una persona más, el hallazgo de una fosa común o la desaparición de alguien que no volvió a compartir la mesa con su familia. Nos hemos acostumbrado a convivir con los signos de la violencia y caminar en la misma acera que la muerte. Pareciera que apenas nos llegan sus ecos, pero sus sombras empañan nuestra cotidianidad.

Quizá, hace unos años, esta situación nos generaba otro tipo de impacto, nos podía abrasar una suerte de desasosiego que nos escandalizaba y enojaba al percatarnos que algo terrible sucedía en las calles de nuestro país y con la inseguridad. Observábamos que la violencia ocupaba nuestra atención con mayor regularidad y que, si se trata de estadísticas, éstas crecían de manera alarmante: los números eran el fundamento de los mítines y de las consignas para quienes aprovechaban dicha coyuntura en sus búsquedas políticas.

Sin embargo, hoy es más fácil encandilarse en una discusión en la que se defienda sin cortapisas a personajes de la cortesilla política que detenernos a recordar que la violencia es uno de los temas que menospreció el actual sexenio. Y no deja de llamar la atención la manera en la que esta administración ha creado una narrativa en la que todo se ha reducido a estadísticas —que manipulan con la facilidad de quien sabe que puede mentir con impunidad— bajo un discurso en el que no importan las víctimas, pues lo más importante es mantener la imagen incólume del inquilino del Palacio Nacional, de su gobierno y, de esta manera, levantar una cortina de denso humo en la que no se hable de sus políticas y estrategias de seguridad.

No necesitamos buscar afanosamente en los periódicos ni en los archivos algo que nos hable de lo que ha sucedido con la violencia en este país durante la llamada Cuarta Transformación. Quizá, el mismo primer mandatario nos ha regalado una de sus más vistosas joyas retóricas que, en otros tiempos, hubiera escandalizado y movilizado a más de una persona de quienes hoy prefieren callar para conservar sus propios intereses. Así, a partir de una pregunta directa acerca del terrible asesinato de Emiliano, el menor cuyo lamentable video se hizo viral en cuestión de minutos, el remate de la salmodia presidencial fue el siguiente: “Y, aunque se enojen, como estamos en temporada electoral, y todo lo que sea para perjudicarme a mí, más que es mi estado, pues los corruptos están muy enojados, magnifican mucho todo lo relacionado con violencia. Antes callaban como momias y ahora gritan como pregoneros hay que entender eso también”. No se necesita una exégesis, el agravio se explica por sí mismo.

De esta manera, quienes validan y aplauden semejante discurso, se envuelven en el manto de una egolatría de la que sólo pueden jactarse quienes creen en sus propias mentiras, aquellos que sacaron muy buen provecho de la desagracia en sexenios anteriores o, simplemente, quienes saben que este tipo de florituras verbales desvían la mirada a cuestiones superfluas y no al fracaso de este gobierno con respecto a la inseguridad, la violencia y el combate al crimen organizado.

No, no se exagera cuando se observa que el intento por reducir las estadísticas sólo busca maquillar la dimensión de la tragedia y la ignominia. No, no es una cuestión electorera exigir que la justicia sea efectiva y se haga presente en cualquier caso y circunstancia. No, tampoco se trata de dañar la imagen presidencial: de eso se ha encargado el mismo titular del Poder Ejecutivo.

Así, las preguntas son cada vez más evidentes y las respuestas más claras: ¿cuándo dejó de culparse al “Estado”?, ¿en qué momento la tragedia dejó de ser un botín político para quienes exigían justicia para los 43 normalistas de Ayotzinapa? Las fotografías y la historia hablan por sí mismos. Sin embargo, hay un cuestionamiento aún mayor que nos atañe a cada una y uno de nosotros, ¿por qué hemos permitido que se mancille la memoria de quienes han sido víctimas de la violencia?, ¿aplaudir la creación de los jardines imaginarios del oficialismo sobre las fosas comunes? ¿Cuándo dejamos que la dignidad se convirtiera en moneda de cambio para discursos populistas y en una caricatura del más rancio presidencialismo?

La respuesta parece clara y es aquello que no se puede olvidar la siguiente semana frente a la boleta electoral.

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