Inteligencia artificial

En 2011, por vez primera en 20 años, un juez confundió al programa Suzette con una persona, mientras discutían sobre política.

Estamos en Bletchley Park, Inglaterra. Una conversación entre tres personas tiene lugar a través de pantallas computacionales. Una de ellas interroga, las otras dos contestan. –¡Hola! ¿Cómo se llaman? –Qué tal, soy Mitsuku. –Yo me llamo Sofía. –¿Cuál es su color favorito? –Depende para qué, en general me gusta el azul. –Yo prefiero el rojo. La plática continúa y, después de 25 minutos, la persona que ha estado realizando las preguntas debe determinar cuál de las dos es una chica y cuál una computadora. En caso de que el código engañe a los interrogadores, su escritor ganará el Premio Loebner, dotado con 100 mil dólares y una medalla de oro.

En 2011, por vez primera en 20 años, un juez confundió al programa Suzette con una persona, mientras discutían sobre política. La prueba fue ideada por Alan Turing, uno de los matemáticos que ayudó a descifrar el código de Enigma, con la finalidad de demostrar la presencia de inteligencia en una máquina. La propuso en un artículo de 1950, bajo el título Computing machinery and intelligence. El último ganador del Loebner, en 2013, es Stephen Worswick, con Mitsuku. Si desea platicar con ella, entre a la dirección siguiente y allí la encontrará siempre dispuesta a charlar: https://www.mitsuku.com/.

En la película Ex Machina (2015), las cosas van más allá. Nathan, individuo enigmático, dueño de una inmensa compañía de informática y de Blue Book, un motor de búsqueda extraordinario de internet, contrata a Caleb, un joven programador, para realizar una tarea tan secreta como inverosímil. Nathan ha construido lo que él cree que ya es una inteligencia artificial, a quien ha nombrado como Ava. Sin embargo, no se ha limitado a que sea únicamente un programa que escriba a través de un monitor; además de eso, la ha dotado de un cuerpo femenino articulado perfectamente.

La labor del chico será descubrir, mediante una serie de entrevistas a lo largo de una semana, si Ava tiene consciencia o no. En un principio, Caleb protesta porque en la prueba de Turing no se sabe si el interlocutor es humano o una máquina. Nathan replica diciéndole que esta variante es aún más difícil de aprobar, porque ya se sabe de antemano que uno interacciona con un robot. Caleb asiente. El principal obstáculo que deberá salvar consiste en cómo evaluar a Ava. Una computadora de ajedrez puede ser diestra al jugar, tan hábil que no le será difícil derrotar a campeones del mundo, pero eso no significa que esté consciente de que juega ajedrez, o que sepa qué es el ajedrez. En términos de Ava, la cuestión es si ella en realidad expresa emociones o sólo las simula. Para complicar la situación, Nathan ha dotado al androide —feminoide, debería de decirse— de sexualidad. “¿Hay consciencia sin dimensión sexual?”, desafía.

A medida que Caleb avanza en su investigación, va siendo envuelto por un perverso juego de inteligencias, en donde su propia consciencia se ve cuestionada desde las profundidades de la percepción y de la lógica inquebrantable. Saber y sentir son dos facetas del mismo fenómeno. Si Ava aprueba, sale y experimenta el mundo, ¿habrá alguna diferencia entre ella y usted?

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