Umberto Eco: la ética laica

El martes pasado, a propósito de la visita del papa Francisco y la libertad de creencias, escribí aquí que para comprender la gran relevancia del principio de la laicidad, solía recomendar “un breve y magnífico libro publicado hace 20 años, ¿En qué creen los que ...

El martes pasado, a propósito de la visita del papa Francisco y la libertad de creencias, escribí aquí que para comprender la gran relevancia del principio de la laicidad, solía recomendar “un breve y magnífico libro publicado hace 20 años, ¿En qué creen los que no creen?, el debate epistolar entre Umberto Eco y el entonces cardenal de Milán, Carlo Maria Martini, sobre la ética laica, la diversidad y la fe, un ejercicio de inteligencia, sabiduría y tolerancia.” Unos días después, el viernes por la noche, murió el lúcido semiólogo, filósofo y escritor italiano. Su obra es una expresión brillante e inagotable de conocimiento sobre la naturaleza y la condición humanas, pero también un juego de provocaciones e ironías, a la vez con su aguda mirada crítica y su fino sentido del humor, plasmados en artículos periodísticos y ensayos de gran calado, o en novelas tan reveladoras y emocionantes como El nombre de la rosa y La isla del día de antes. Pero hay algo en Eco que, como en pocos autores en este incierto tránsito entre milenios, gravitó en su pensamiento con una claridad y una pertinencia notables: el significado y la reivindicación de la ética laica. En su memoria, comparto algunos fragmentos dispersos de las cartas entre Eco y Martini:

Eco: “Cuando una autoridad religiosa cualquiera, de cualquier creencia, se pronuncia sobre problemas que conciernen a los principios de la ética natural, los laicos deben reconocerle ese derecho; pueden aceptar o no su posición, pero no tienen ninguna razón para negarle el derecho de expresarla, incluso si se expresa como crítica del modo de vida del no creyente. Los laicos tienen razón de reaccionar en un solo caso: cuando una confesión tienda a imponer a los no creyentes, o a los creyentes de otra fe, los comportamientos que las leyes del Estado o de su religión no prohíben, o a prohibir otros que las leyes del Estado o de su religión, en cambio, aceptan”.

Martini: “La pregunta que quiero hacerle se refiere al fundamento último de la ética para un laico. Me gustaría muchísimo que todos los hombres y las mujeres de este mundo tuvieran fundamentos éticos claros para actuar, y estoy convencido de que existen no pocas personas que actúan rectamente, al menos en determinadas circunstancias, sin referirse a un fundamento religioso de la vida, pero no logro comprender cuál es la justificación última que dan a su obrar”.

En este punto, a partir de la relación entre la semántica y el reconocimiento de los otros como fundamento de la ética, tras un ejercicio hipotético de los derechos y los deseos humanos más primarios, responde Eco:

“Considérese que hasta ahora he puesto en escena sólo una especie de Adán bestial y solitario, que no sabe qué significa la relación sexual, el placer del diálogo, el amor por los hijos, el dolor por la pérdida de una persona amada; pero ya en esta fase, al menos para nosotros (si no para él o para ella), esta semántica ya se ha convertido en la base para una ética: debemos respetar antes que nada los derechos de la corporalidad del otro, entre los cuales está el derecho de hablar y pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos derechos del cuerpo, no habríamos llegado a la destrucción de los inocentes, de los cristianos en el circo, a la noche de san Bartolomé, a la hoguera para los herejes, a los campos de exterminio, a la censura, a los niños en las minas y a las violaciones en Bosnia”.

Una posición firme e inequívoca contra los fanatismos y la intolerancia. Una exigencia esencialmente humanista en favor de la diversidad. Un llamado al ejercicio de las libertades propias y el respeto a las ajenas. Un rigor ético que, por cierto, nunca estuvo reñido con el buen humor y el whisky.

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