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Nacional

Poder y deseo: Sucesión, una jugada forzada

Los relevos presidenciales, en gran medida, han sido decisiones determinadas por las circunstancias o las coyunturas

PASCAL BELTRÁN DEL RÍO Y JOSÉ ELÍAS ROMERO APIS | 14-03-2022
Poder y deseo; sucesión, una jugada forzada
Ilustración: Horacio Sierra

Capítulo 5

Contra lo que pudiera pensarse a primera idea, cuando la sucesión presidencial ha sido una decisión desde el trono, no siempre ha sido libre. Por el contrario, la mayoría de las veces se ha tratado de una decisión forzada por las circunstancias o por las coyunturas. En las 15 candidaturas presidenciales decididas por el PRI con el método unipersonal, sólo en tres ocasiones han triunfado los deseos personales del Gran-Elector. En las otros 12 fue una decisión obligada o circunstancial. Hoy en día, el partido en el poder vuelve a estar en la misma condición que el modelo del tricolor. Sin embargo, de allí a creer que estas decisiones se gestarán a puro capricho, hay mucho trecho. Si repasáramos hechos muy evidentes de nuestra historia, veríamos que el gobernante en turno ha sido decisivo y decisorio en todas ellas pero que en la gran mayoría de los casos, su decisión no ha coincidido con los dictados de su más puro gusto o voluntad.

 

En algunas ocasiones a estos íntimos deseos se les han atravesado las circunstancias coyunturales de la política nacional. En otras, la debacle del propio consentido. En otras más, los azares del destino, unas veces en forma de accidente y otras más en forma de crimen.

En el último siglo, durante 76 años el PRI ha gobernado el país. Más tiempo que cualquier otro partido en todo el mundo democrático. Y, sin embargo, solamente en tres casos se advierte el triunfo absoluto de las preferencias presidenciales.

Éstos fueron la decisión de Adolfo Ruiz Cortines a favor de López Mateos; la de Adolfo López Mateos a favor de Díaz Ordaz; y la de Miguel de la Madrid a favor de Salinas de Gortari. Más allá de estos casos, el resto ha sido producto de la razón y no del corazón. Han sido casos donde los aficionados al dominó dirían que los presidentes “jugaron forzado”.

Veamos en detalle estos tres casos en los que triunfaron los más queridos delfines. Aquellos que tuvieron el decisivo y decisorio amor presidencial. Aquellos que la historia podría reconocer como los bien amados.

 

* * * *

 

El primer caso sería el del binomio formado por Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Su relación amistosa no fue particularmente añeja ni se conocieron en la juventud puesto que, entre ambos, se interponían 20 años de edad. Pero, además, ni fueron coterráneos de región, ni compañeros de trabajo, ni correligionarios de equipo, ni colegas de profesión, ni copartícipes de vocaciones.

Uno veracruzano y otro mexiquense. Ruiz Cortines se incorporó muy joven al gobierno federal. López Mateos tuvo su primera designación federal hasta que fue secretario en el gabinete presidencial. Uno, abogado y el otro, autodidacta. Uno fue un aficionado genial del dominó mientras que el otro “se ahorcaba las mulas”. Uno practicaba el automovilismo y el otro no sabía manejar.

Hasta el carácter y el estilo era diferente. Uno era extrovertido y el otro era introvertido. Uno era afable y el otro era hosco. Uno era franco y el otro era taimado. Quizá tan sólo la lectura y el amor fueron dos placeres comunes, pero no compartidos. La lectura es un placer que se disfruta en solitario y el amor es un placer binario que no se comparte con los amigos.

Un poco de reseña sobre su relación personal. En 1946, Adolfo López Mateos ingresó al Senado de la República, después de un mal trago que aquí se relata más adelante.

Aunque no estaba destinado a ser un senador líder ni sobresaliente, los astros se alinearon en su favor. Fue integrado a la Comisión de Asuntos Laborales, lo que lo proyectó como secretario del Trabajo del siguiente sexenio. Fue integrado a la Comisión de Relaciones Exteriores, lo que lo hizo amigo de senadores estadunidenses que más tarde llegaron a ser presidentes de su país. Y lo más importante fue que, en 1948, Adolfo Ruiz Cortines se convirtiera en secretario de Gobernación, lo conoció en ese momento y de inmediato lo adoptó como uno de sus operadores personales en el Senado.

Más tarde, el candidato Ruiz Cortines utilizaría sus servicios dentro del PRI y, después, el presidente Ruiz Cortines lo designaría secretario del Trabajo. Esto nos deja en claro que se conocieron tan sólo 9 años antes de la decisión que lo llevaría a portar la banda presidencial.

Sin embargo, la posibilidad fue presentándose en la mente de Ruiz Cortines quizá desde tres años antes de la postulación. Aquí compartimos un dato inédito, hasta donde sabemos.

Por allá de fines de 1954 o principios de 1955, en uno de sus acuerdos periódicos y rutinarios, el Presidente de la República le comentó al director del IMSS que tenía información de mucha litigiosidad laboral dentro de la institución. Ruiz Cortines siempre quiso a Antonio Ortiz Mena y su advertencia no fue un regaño presidencial, sino un consejo protector. Sus palabras fueron más o menos así.

“Antonio: me informa el secretario del Trabajo que usted tiene muchos pleitos en su casa. Le dije que usted pronto los arreglaría y que tanto él como yo le ayudaríamos para ello. Pero lo más importante de arreglarlo es que quiero que el secretario del Trabajo tenga muy buena impresión de usted, tal como se lo merece”.

De inmediato, Ortiz Mena lo comentó con uno de sus confidentes y ambos coincidieron en que el Presidente le había regalado un consejo premonitorio. Lo atesoraron y lo acataron. Antonio Ortiz Mena se habría de convertir en el secretario de Hacienda del gobierno lopezmateísta.

Y a nosotros esto nos orienta en que fue una predilección madurada que fue creciendo con los siguientes acontecimientos.

A mediados del sexenio se presentó un suceso que habría de acarrear un gran dolor para el presidente Adolfo Ruiz Cortines pero que, quizá, contribuyó a cambiar la historia de México.

Ocupaba la Secretaría Particular de la Presidencia un político que llegó a gozar, como nadie, de la confianza y de la confidencia del presidente Ruiz Cortines. Se llamaba Enrique Rodríguez Cano y su natal Tuxpan hoy lleva su nombre. Por cierto que de su pueblo se trajo a un joven intelectual e inquieto a quien puso en su oficina para elaborar el “tarjeteo” presidencial y, después, hasta el discurso presidencial. Éste fue Jesús Reyes Heroles.

En aquel entonces, el secretario presidencial desempeñaba todo lo que hoy hace el propio particular, el jefe de prensa, el jefe de oficina presidencial y hasta el jefe de administración. Rodríguez Cano, además, supo acumular y utilizar una fuerte dosis de poder. Ruiz Cortines decía que era el único que lo entendía. Que era como su hijo.

Con él, además de operar su complicada política, gozaba de los momentos de charla y reflexión, normalmente en las tardes caminando en los jardines y bosques presidenciales o degustando la taza de café y la copa de anís.

Rodríguez Cano no buscaba, en ese momento, participar en la sucesión, pero apoyaba las aspiraciones de Gilberto Flores Muñoz. Poco después de la mitad del sexenio habría de fallecer de una hepatitis descuidada.

Pero lo más importante fue que el nuevo secretario particular designado fue, el también veracruzano, Benito Coquet. Con amplia sabiduría consideró que nunca podría sustituir a su finado antecesor en el aprecio presidencial ni, mucho menos, en su afecto personal. Se dedicó, pues, a cumplir en el servicio sin tratar de simular al predecesor.

Más aún, ni siquiera ocupó el despacho de Rodríguez Cano. Se mandó hacer una nueva oficina para dejar intacta y con todas sus cosas la que ocupaba Enrique. Con eso envió al presidente un claro mensaje de no competitividad. Ruiz Cortines siempre lo agradeció y hasta lo premió.

Por eso no quiso ser el nuevo charlista de la sobremesa presidencial. El espacio de las charlas vespertinas, de los comentos y confidencias, así como del café con reflexión, no lo ocupó el nuevo secretario de la Presidencia, sino el secretario del Trabajo, Adolfo López Mateos.

Fue el propio Coquet el que propiciaba eso. Al principio “jalaba” a López Mateos. “Adolfo, ¿dónde vas a andar a las 4:00 de la tarde? Vente a Los Pinos y caminas con el Presidente después de su comida”. Ruiz Cortines se fue acostumbrando y, poco después, ya preguntaba si tendría su compañía. “Benito: ¿va a venir López Mateos para nuestro cafecito o me tendré que tomar el anís en la mesa con mis invitados?”

Más adelante, Coquet notó el lugar en el que ya se había colocado López Mateos en el hándicap presidencial. Había tardes en que la caminata de media hora se prolongaba y le devolvían al Presidente después de una o hasta dos horas de charla jardinera. Los observaba desde su ventana, mientras la antesala presidencial se le colmaba y se le convertía en sala de espera, con su consecuente angustia.

También registraba cuando López Mateos se llevaba a un Ruiz Cortines irritable, intolerante y brusco de toda la mañana para regresarle a un Ruiz Cortines paciente, sonriente y amable. Por eso digo que Benito Coquet fue quizá el primer mexicano que adivinó nuestro futuro.

Es muy posible que ese espacio fue decisivo para el logro de su candidatura. Así se escribe la Historia. Y así interviene la muerte en su redacción. Así llegó el día en que se tomó la decisión y, al despedirse el todavía presidente y el ya candidato, dijo estas palabras plenas de afecto y de amistad.

“Bueno, señor-candidato. Vaya usted a conquistar el éxito, que no es lo mismo que el triunfo. El triunfo se lo tiene asegurado nuestro partido. Ellos le darán los votos necesarios y mucho más que eso. Pero el verdadero éxito no se lo puede dar nadie sino usted mismo. Yo, por mi parte, aquí me quedaré esperando estos meses y pensando en el día en que vuelva a abrazar al amigo que más he querido”.

Contaba Gregorio Ortega padre que, algunas semanas después, un amigo de Ruiz Cortines, de los pocos que gozaban del privilegio de las charlas confidenciales, se atrevió a preguntarle. “Explícame algo que no alcanzo a comprender. Sé que tú no te equivocas, pero yo no lo entiendo. ¿Qué carajos le viste a López Mateos?”.

El veracruzano le respondió con una sabiduría muy cruel. “Es muy frecuente que, ante los presidentes de la República, casi todos los políticos profesionales se conduzcan como pendejos, se ostenten como valentones y se porten como culeros. Por eso es muy valioso, por excepcional, un hombre que ante el presidente de México siempre se haya conducido con inteligencia, con corazón y con valentía”.

Y, mientras decía esto, subrayaba intencionadamente sus severas palabras, tocándose sucesivamente con la mano derecha en la frente, en el lado izquierdo del pecho y en el arco que se forma entre las piernas.

En efecto, los gobernantes requieren tener, en su propia naturaleza, mucho de lo que no se puede aprender si no se trae. ¿Cuántos asesores se necesitarían para prestarle valentía a un gobernante cobarde? ¿Cuántos colaboradores se requieren para transformar en leal a un traidor? ¿Con cuántos empleados se puede convertir en patriota a quien no lo es?

Salamanca sigue siendo díscola pero esta anécdota es toda una enseñanza de moral política.

Como colofón de toda esta historia se cuenta que, muchos años después, López Mateos se aventuró a preguntar a Ruiz Cortines ¿por qué había sido tan severo en esas últimas semanas previas a la postulación? ¿Por qué lo mantuvo tan alejado? ¿Por qué le hizo creer que estaba perdido? ¿Por qué hizo que casi todos lo dejaran tan solo?

Adolfo “El Viejo” no le respondió a Adolfo “El Joven” con los múltiples motivos que tuvo. No le dijo, por ejemplo, que fue para protegerlo de la intriga, del odio y de la perfidia de sus adversarios o enemigos. No le explicó que fue para cuidarlo de la ambición, de la hipocresía y de la adulación de los allegados y los amigos. No le contó que fue para salvarlo, incluso, del engreimiento, de la vanidad y de la soberbia propios.

Sólo le contestó que ya lo había visto pasar todas las pruebas, pero faltaba someterlo a la necesaria prueba de la adversidad y que, ya puesto en ella vio que, al sentirse perdido, no claudicó su lealtad, ni germinó su rabia, ni se alió con  ningún supuesto victorioso para salvar, a título futuro, lo poco que le quedara de su propio naufragio.

Pero, además, que nunca lo invadió la soberbia ni el cinismo. Por el contrario, llegó a creer en alguna imaginaria falta propia. Que mucho sufrió al pensar que le hubiera fallado a su patria y que hubiera decepcionado a sus amigos cuando, en realidad, la Patria le estaría reconocida y los amigos se sentirían muy orgullosos de él.

Que, por esa lealtad, por esa madurez y por esa valentía, acreditadas a prueba de todo, era el mexicano que merecía ser El–Señor–Presidente–de-la–República.

 

* * * *

 

El segundo caso sería el binomio formado por Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz.

Una “leyenda urbana” que ha permanecido durante muchos años y, por cierto, de forma distorsionada como de “teléfono descompuesto” se refiere a la supuesta nacionalidad guatemalteca de López Mateos. Este mito surgió del Colegio Electoral de 1946 y la verdadera historia es la siguiente.

El Colegio Electoral era, en aquel entonces, el órgano soberano encargado de la autocalificación de las elecciones. Una mezcla de lo que hoy serían, en este particular sentido, los institutos y los tribunales electorales. Lo integraban los primeros 50 o 60 diputados y senadores que hubieren recibido constancia de mayoría. Lo jefaturaba quien se habría de convertir en líder de la Cámara de Diputados, en esa ocasión David Romero Castañeda.

Pues bien, fue ese de 1946 un Colegio Electoral particularmente álgido y sólo comparable en su conflictividad con el de 1988. Quizá uno de sus casos más notables fue el de la impugnación de la elección del senador mexiquense Adolfo López Mateos por algo que el tiempo, mezclado con la ignorancia, terminó por distorsionar en la voz popular.

Resulta que, en su juventud, López Mateos se autoexilió y fue a residir a Guatemala. Allí trabó amistad con el dictador presidencial Jorge Ubico, de quien se convirtió en un colaborador meritorio, es decir, sin goce de emolumentos ni relación de subordinación. Cuando el joven mexicano se percató de que el mandatario guatemalteco había caído en un comportamiento dictatorial se separó de él y regresó a México.

Este suceso impulsó al Partido Acción Nacional, por conducto de Manuel Gómez Morín, a presentar una acusación de inelegibilidad basada en el supuesto de que de López Mateos hubiere trabajado para un gobierno extranjero sin recabar el permiso del Congreso de la Unión, lo cual determina, constitucionalmente, la pérdida de la nacionalidad mexicana y, consecuentemente, de los derechos ciudadanos.

Esto no tiene que ver con aquella incoherencia de quienes repiten todo sin entender nada en el sentido de que López Mateos no había nacido en México, sino en Guatemala. A López Mateos no se le acusó de tener nacionalidad guatemalteca, sino de haber perdido la mexicana, precisamente porque alegaban que, siendo mexicano, no hubiera cumplido con las leyes mexicanas.

Romero Castañeda operó con serenidad y con eficiencia. La defensa se la encargó a dos senadores electos que tenían muy buenas credenciales como abogados y que ya habían sido hasta presidentes del Tribunal de Justicia de sus respectivos estados. Lo hicieron de maravilla. Por otra parte, Martín Luis Guzmán se encargó de desenredar toda la historia en los archivos guatemaltecos, donde resultó que López Mateos ni figuró nunca como empleado del gobierno ni cobró un solo quetzal.

Y es aquí donde se presenta uno de esos tejidos que el destino trama sin nuestra voluntad y sin nuestro concurso. Romero Castañeda había designado a los mencionados defensores y sus antecedentes tranquilizaban a López Mateos, de quienes se haría amigo inseparable y que lo acompañarían en su mandato presidencial. Fernando López Arias sería procurador general de la República y, después, gobernador de Veracruz. Gustavo Díaz Ordaz sería secretario de Gobernación y, después, Presidente de la República. Todo ello, por decisión de Adolfo López Mateos, su defendido doce años antes, en el Colegio Electoral.

Pero, en este mismo tenor, existe un hecho que involucra a los mismos personajes.

Corrían los últimos días de septiembre de 1963. Cierta tarde, López Mateos citó, para acuerdo sobre el estado que guardaba la Secretaría de Gobernación, a Gustavo Díaz Ordaz. Allí, en la biblioteca casera de San Jerónimo, revisaron los asuntos del acuerdo y, al terminar, cerraron las carpetas y el Presidente inició una conversación preguntando cómo se veía la situación política del país, en esos días.

Díaz Ordaz contestó que él la veía con mucha estabilidad, con mucha serenidad y con mucha tranquilidad. Sin protestas, sin demandas, sin huelgas, sin amenazas y sin zozobras. López Mateos remató opinando que, en ese caso y dadas las fechas del calendario político, parecía que había llegado el momento recomendable para que el PRI postulara a su candidato a la Presidencia de la República.

Acto seguido hizo una señal y entró el mesero presidencial llevando una charola con dos copas y una botella de coñac muy fino. Con otra señal, el camarero se retiró de inmediato y el propio Presidente sirvió generosamente, repartió los envases y se puso de pie, en actitud de formalidad. Levantó el brazo en ademán de brindis y formuló un deseo: “Gustavo, ojalá nunca en la vida nos guardes rencor por el enorme peso que descargaremos en tus hombros”.

La frase inolvidable es un monumento de gentileza, de republicanismo y hasta de misticismo. No contiene vulgares alusiones de triunfo ni de festejo, sino de humildad y responsabilidad. No habla en primera persona de singular, sino de plural. Lo decidieron en grupo. Muchos o pocos, pero en colectivo y, por lo tanto, no reclama gratitudes individuales ni personales. No se refiere a un premio, sino a una carga. No está regalando un país, sino, tan sólo lo está encargando. Y, por último, es un cargo que no promete alegrías, sino amarguras tales como las que, proféticamente, persiguieron a Díaz Ordaz hasta el último momento de su vida.

Es ésta no sólo una alta lección de elegancia política, sino, sobre todo, de humildad humana.

 

* * * *

 

El tercero de los binomios afectivos que se registra entre el presidente elector y el presidente elegido es el que se dio entre Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari.

Es bueno resaltar que los tres casos son distintos en la génesis de su amistad, lo cual nos indica que no existe un patrón para identificar las circunstancias ni las razones por las que los binomios se hacen amigos.

La primera diferencia es la coordenada generacional. Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos tuvieron una generación transgeneracional. Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz la tuvieron intrageneracional.

Si se tratara de relaciones familiares, la de Ruiz Cortines y López Mateos parece como la de entre un padre y un hijo. La de López Mateos y Díaz Ordaz parece como la de entre hermanos.

Pero la que existió entre De la Madrid y Salinas se parece a la que se da entre un tío joven y un sobrino grande, como sucede en muchas ocasiones. En efecto, entre Miguel y Carlos tan sólo mediaban 14 años de edad, menos de la mitad que los 31 años que existieron entre Salinas y su padre, pero muchos más que los que lo separaban de sus hermanos.

Otra diferencia es la de reunión en el trabajo. A algunos la vida de oficina los reúne temprano y a otros mucho más tarde. Ruiz Cortines y López Mateos trabajaron juntos, por vez primera, hasta que aquel fue Presidente de la República y designó a éste como Secretario del Trabajo. Asimismo, López Mateos y Díaz Ordaz trabajaron juntos, por primera vez, hasta que aquel fue Presidente y designó a éste como secretario de Gobernación.

Pero, por el contrario, Salinas de Gortari trabajó en muchas ocasiones con Miguel de la Madrid. En la Secretaría de Hacienda y en la Secretaría de Programación y Presupuesto. Más aún, Miguel de la Madrid quizá haya sido el Presidente que mayor número de amigos colaboradores incorporó a su equipo presidencial. Baste decir que 15 de los 20 principales mandos de su equipo previo fueron secretarios en el gabinete.

Esto no quiere decir que se determinó por amiguismo. El suyo ha sido uno de los tres mejores gabinetes de un siglo mexicano. Lo que quiere decir es que le gustaba trabajar con amigos queridos y, por ello, la predilección hacia uno de esos amigos los denota como unidos por una fuerte amistad.

Aquí debemos poner en claro nuestra vista de la historia para no extraviarnos en la confusión o en el engaño. Carlos Salinas de Gortari no fue el plutócrata ni el vendedor de patrias que sus sucesores inmediatos y sus opositores mediatos nos han querido presentar. Por el contrario, su obra más importante nos demuestra que fue un Presidente con profundas preocupaciones sociales y nacionalistas.

Cuando negoció el TLC, al petróleo, a la electricidad y a los recursos estratégicos no los tocó ni con el pétalo de una rosa. Y eso no fue fácil. Cuando estableció las relaciones con el Vaticano, lo hizo respetando la libertad de todas las creencias sin privilegio para alguna. No se dio marcha atrás a ninguna de las prerrogativas de la Reforma. Hoy, las iglesias siguen sin ser dueñas ni de sus templos. Y eso no fue fácil.

Hasta este día y hasta donde sabemos, ni vive en los Estados Unidos ni tiene un metro cuadrado en aquel país. Vive en un país donde en el que ni se privilegió con concesiones ni se benefició con contratos ni se enriqueció con franquicias. Ese país no le debe nada a Salinas ni Salinas le debe nada a país alguno. Ni Morelos, ni Juárez, ni Carranza tendrían nada que renegar de él. Todo esto es muy importante para entender su predilección sucesoria futura.

Volviendo a su relación con Miguel de la Madrid, ésta se nutrió de un ingrediente muy importante en una simbiosis benéfica para ambos. Miguel de la Madrid tenía fuertes atributos. Fue un buen abogado con sólidos conocimientos de la Teoría del Estado. Fue amable, agradable y bien querido. Tuvo una formación financiera muy constante desde su juventud en el Banco de México y, más tarde, en la Secretaría de Hacienda. Y fue un hombre que no lastimaba ni enojaba a las demás personas.

Todo eso lo hizo un funcionario sin malquerientes, incluso hasta el final de su vida fue un expresidente sin enemigos.

Sin embargo, como todos los humanos, tuvo algunas zonas donde su perfil era más limitado. Por razones naturales y explicables, ellas fueron el conocimiento de la economía y el sentido de la política. Lo primero se lo habrían de surtir Francisco Labastida, Gustavo Petricioli, Jesús Silva Herzog y Carlos Salinas de Gortari, todos ellos economistas de excelencia.

La política era, además, un atributo de Salinas adquirido genéticamente desde la cuna. En su casa paterna, el niño Carlos supo cómo era realmente Ruiz Cortines antes de saber quién era realmente Santa Claus. Es de suponer que Salinas auxilió a Miguel de la Madrid en su desempeño político cuando éste fue un subsecretario maltratado, cuando fue un secretario emergente, cuando fue un candidato de descarte y cuando fue el Presidente de un país en desgracia.

A su vez, Miguel de la Madrid le prestó su poder. En cada uno de sus ascensos fue beneficiando a Salinas. En el camino hacia la Presidencia le fue removiendo obstáculos, adversarios y hasta fantasmas. Miguel de la Madrid le resolvió las pasarelas del PRI, con Jorge de la Vega; el falso destape, con Sergio García Ramírez; y la caída del sistema, con Manuel Bartlett.

La resultante es que, en los tres casos de preferencia por el más querido, esa querencia ha coincidido con la excelencia. López Mateos, Díaz Ordaz y Salinas de Gortari fueron los más amados, pero no fueron elegidos por eso, sino porque se les consideró como los mejor calificados.

 

* * * *

 

Al principio dijimos que eran tres los casos de los presidentes que fueron muy bien amados por sus antecesores y electores. Pero esta lista sería incompleta si no agregáramos un caso de alguien muy querido por quien decidió su candidatura, pero que el destino impidió su realización presidencial. Nos referimos a Luis Donaldo Colosio, el indiscutible candidato de Carlos Salinas de Gortari.

Salinas incorporó a Colosio a sus equipos de trabajo gubernamental en la Secretaría de Programación y Presupuesto. Allí se desempeñó algún tiempo y, más tarde, lo impulsó como diputado federal. Tiempo después, ya como candidato presidencial, lo integró a su equipo de campaña como oficial mayor del PRI.

Quizá, desde ese momento, Salinas ya acariciaba la posibilidad de fabricar a un presidente a su mayor gusto y a la mejor conveniencia nacional. Si esto es acertado, lo sucedido encuentra una lógica muy bien armada. El lugar ideal para la formación sería el partido político.

La actuación en los partidos políticos brinda el mejor entrenamiento para comprender las cuestiones que entusiasman a la ciudadanía, las que le asustan y las que le disgustan. Para comprometerla en operaciones y en pactos políticos. Para administrar sus esperanzas. Para organizarla, casi siempre sin contar con recursos ni con soluciones a la mano. En fin, el partido político es la gran escuela de la formación de los liderazgos políticos.

Por otra parte, el maestro y el mentor se veía al alcance. Poco tiempo antes había muerto Jesús Reyes Heroles, quien hubiera sido la excelencia ideal para el gusto salinista. Quedaba Pablo González Casanova, casi alejado del gobierno. Quedaba Porfirio Muñoz Ledo, pero enemistado con el gobierno. Y quedaba Enrique González Pedrero, todavía incorporado al sistema y, por añadidura, amigo e ideólogo de la campaña presidencial de Carlos Salinas.

El plan sería que González Pedrero asumiera la presidencia del PRI y que Luis Donaldo Colosio fuera su segundo, bien como secretario general o permaneciendo en la Oficialía Mayor. Pero resultó que don Enrique imaginó que estaría llamado a otros horizontes, muy concretamente como secretario de Gobernación.



Al no darse la ilusoria invitación, prefirió rechazar todo y allí cambió la baraja para Luis Donaldo. Salinas decidió convertirlo en presidente del partido y convertirse a sí mismo en el forjador de su pupilo, tal como lo fue Julio Mazarino para Luis XIV, como lo fue Julio César para César Augusto y como lo fue Nicolás Maquiavelo para Lorenzo de Médicis.

Desde allí lograría una plena formación, como la tuvo. Desde allí conseguiría el apoyo de las entonces mayoritarias bases partidistas, como lo logró. Desde allí tendría la ascendencia y control sobre los gobernadores, los diputados, los senadores, los líderes y los cuadros, como lo consiguió.

Más tarde, pasaría al gabinete, como lo ordenaba la ortodoxia de la época, pero a un cargo creado y diseñado para proyectar su imagen de líder nacional. Así surgió la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) y el Programa Nacional de Solidaridad.

Por si fuera poco, para que estuviera bien cuidado y protegido, se designó a un nuevo secretario de Gobernación que lo defendiera de otros competidores y adversarios. Ese nuevo secretario sería el recién finado Patrocinio González Blanco.

De esa manera, Salinas logró forjar en Colosio un proyecto presidencial que tuviera la experiencia política que nunca se le acercó a Pedro Aspe y la visión de estadista que siempre se le negó a Manuel Camacho.

Más tarde, pasó lo que pasó. Con ello, Carlos Salinas tuvo que buscar un nuevo candidato. La Constitución le cerró el paso a Pedro Aspe. El resentimiento le cerró el paso a Manuel Camacho. Hubo que buscar de entre una docena de posibilidades, ninguna satisfactoria, hasta que sin emoción se decidió por Ernesto Zedillo, quien no era de su gente, sino de José María Córdoba, el poderoso salinista quien, por su nacionalidad, estuvo impedido constitucionalmente para servir en el gabinete presidencial.

Córdoba pudo ocupar con seudónimo el sitio ministerial que la extranjería natal le negaba. En el gabinete, José María Córdoba se llamaba Ernesto Zedillo. Pero los servicios de éste nunca complacieron a Salinas, quien lo removió, primero de la Secretaría de Programación y Presupuesto y, después, de la Secretaría de Educación Pública.

Así es el destino. En el banquete sucesorio, todo estaba dispuesto para que Salinas disfrutara de un manjar, pero tan sólo le tocó sorbete.

Los planes de bienestar social eran la joya de la corona salinista. El bienestar para las mayorías, a partir del desarrollo de la nación. Carlos Salinas ha declarado que su mayor error fue no haber institucionalizado el proyecto del bienestar social, el cual fue desmantelado por Ernesto Zedillo y sus sucesores. Es muy posible que no pensó en la institucionalización porque la consideró garantizada por la sucesión. Pero, de nueva cuenta, el hombre propone y el destino dispone.

Una candidatura proviene de la coincidencia, de la convergencia, de la conveniencia o de la complacencia en el binomio gran elector-gran elegido. La coincidencia de proyectos o de ideas. La convergencia de grupos o de fuerzas. La conveniencia de circunstancias y de necesidades. O la complacencia de perfiles y de afectos.

A estos cuatro modelos correspondió la selección de Salinas por Colosio. Colosio era lo que Salinas hubiera deseado ser en estilo, en condiciones y en circunstancias nacionales. Salinas hizo para Colosio lo que hubiera deseado que hubieran hecho para él.

 

* * * *

El futuro está a la vuelta de la esquina y todo parece indicar que la selección por un bien amado o amada se volverá a dar si el Gran-Elector de estos tiempos se inclina por Marcelo Ebrard, por Adán Augusto López o por Claudia Sheinbaum, siempre alfabéticamente. Los tres son sus grandes amigos y no cabe duda de que los afectos están a la vista. Eso no tiene nada de malo. Desde luego, también Ricardo Monreal se encuentra posicionado en la contienda, aunque no se le identifica como un amigo querido del Elector. Eso no tiene nada de raro.

De las 15 candidaturas presidenciales decididas por el sistema de El Tapado, 4 han favorecido a los más queridos. En 8 ocasiones han triunfado personajes con un afecto irrelevante para el favorecedor. Y en 3 ocasiones el elegido ha sido alguien con verdadera antipatía recíproca entre antecesor y sucesor. No se omite que, de esos 15 casos, solamente 12 llegaron a la Presidencia y tres no llegaron.

En las monarquías el sucesor es un hijo del antecesor y a los hijos siempre se les ama. Pero en las repúblicas, el presidente sucesor, en ocasiones, es un bien amado y, en ocasiones, es un mal querido.

Marcelo Ebrard ha demostrado su lealtad a través de las vivencias que han compartido. Su lealtad a su líder lo hizo un regente distanciado y casi enemistado presidencialmente, durante el sexenio 2006-2012. Su lealtad lo hizo rehuir la candidatura del 2012 para que la utilizara su líder. Su lealtad lo ha hecho convertirse en un canciller milusos ante la ineficiencia de muchos otros colaboradores de su líder.

Adán Augusto López ha sido un amigo personal y familiar del Elector durante toda la vida. Su amistad ha sido muy poco conocida por los ajenos. Pero el propio Presidente la exalta con valoración y aprecio. No se conoce nada que haga dudar de su lealtad y no parece el tipo de persona que traicionaría a su líder.

Claudia Sheinbaum ha dejado muestras públicas de su disciplina, llevada hasta los terrenos de lo incómodo para el propio jefe. Pero en la política lo que se premia es la lealtad y no necesariamente la elegancia.

El primer problema es que la lealtad, la amistad y el afecto los califica subjetivamente una sola persona. El segundo problema es cuando tiene que escoger entre muchos leales y amigos. El tercer problema es que, en ocasiones, esa lealtad y esa amistad ni le sirven ni le interesan.

Sin embargo, nuestro ejercicio de hoy nos puede servir para cuadrar las coordenadas y, quizá, les sirva más a ellos como un repaso de la experiencia. En mucho, la política es una ciencia y, como tal, no se basa en un teorema, sino en un axioma. Para ello, requiere la experiencia, que no es otra cosa que el resultado de los experimentos.

Aquí se los presentamos por si les sirven de algo o para algo.

 

 

 

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