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Nacional

La leyenda de El Tapado; a 60 años del gran destape

Todavía no se sabe, a ciencia cierta, si ha muerto esta figura de la política mexicana o si sólo habrá de cambiar de color partidista

José Elías Romero Apis* | 30-10-2017
Ilustración: Horacio Sierra

“Es necesario que todo cambie

para que todo siga igual”

Jesús Reyes Heroles

 

(Primera de cuatro partes)

CIUDAD DE MÉXICO.

Hace 60 años, el 1  y 2 de noviembre de 1957, se dio la postulación de Adolfo López Mateos como candidato a la Presidencia de la República. Esto sucedió dentro de esa etapa que, en la política mexicana, se conoce como el tapadismo aunque, en ese entonces, el nombre no se había instalado. En realidad, se inauguró en esa ocasión.

En todas las postulaciones anteriores y posteriores, los candidatos resultaron de una contienda donde los pronosticadores los colocaban entre los dos ó tres más probables. Así sucedió con Alemán, Ruiz Cortines, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas de Gortari, Colosio y Zedillo.

Pero el caso de Adolfo López Mateos fue distinto. Los pronosticadores y la opinión pública lo ubicaban entre el 7º y el 8º lugar. Por ello, frente a tal sorpresa final, la guasa popular absorbió el mensaje publicitario de una cigarrera que proclamaba, desde meses antes, que El Tapado fumaba sus cigarrillos. El nombre se inauguró en Excélsior. Abel Quezada inventó la imagen del encapuchado desconocido. Si yo tuviera que señalar un autor y un medio, serían ellos sin lugar a dudas.

Con la postulación de López Mateos el spot adquirió leyenda de profecía y el nombre se insertó en nuestro léxico político como marca de patente. Desde entonces, El Tapado significaría el próximo Presidente-de-la-República.

Por esa razón y por esa efeméride fue que Pascal Beltrán del Río y yo resolvimos que se escribiera esta nota especial de aniversario. Son temas que él y yo hemos platicado mucho. Por eso, podría decirse que este artículo fue elaborado a cuatro manos. Mucho de estas líneas fueron contenidas en mi libro El Jefe de la Banda, editado por Plaza & Valdés en 2015 y se insertan con la más absoluta autorización.

Vamos, pues, a una narrativa sobre el tapadismo donde no encontramos mejor ejemplo como paradigma de ello que el episodio sucesorio de 1957-58. Lo comparto, sobre todo para los jóvenes, quienes escuchan de esta figura pero que merecen que en algo se les comente. 

*   *   *

Institución y práctica polémica fue El Tapado. Para algunos, razón de estabilidad política y de paz social. Para otros, motivo de una reyecía hereditaria que marginó al pueblo de las más trascendentales decisiones de poder.  Santón o chamuco, el caso es que se acaba.

Ciertamente surgió por una impostergable necesidad de contener la impetuosa ola de magnicidios políticos que ensangrentó al país en los años veinte. En menos de una década Carranza, Villa, Obregón, Serrano y cincuenta personajes más fueron asesinados en torno a la mal sazonada combinación mexicana de ingredientes tales como el caudillismo y la sucesión presidencial.

Plutarco Elías Calles cambió las reglas. Apareció el Maximato. No habría contienda. Un solo hombre decidiría. El pueblo no participaría. Los mexicanos ya no se matarían por el poder. Así fue durante casi tres cuartos de siglo. Algunos dicen que debió concluir dos generaciones antes. Otros dicen que valdría haberlo prorrogado dos más. Todos dan sus razones en forma de hipótesis o de profecía. En todo caso, diría el Perogrullo que duró hasta que se acabó.

Así fue El Tapadismo. Su característica política más notable es que el antecesor fabricaba a su sucesor sin que éste hiciere nada. Incluso, ni saberlo.  Así fue hasta hoy en que las cosas cambiaron para bien sin descontar que aquello, en su momento, fue bueno.  Hoy, los presidentes tendrán que hacerse a sí mismos y no pensar en sus sucesores.

Hoy parece que volvemos a esa práctica que no es buena ni mala en sí misma. Es la decisión interna de un partido y, por lo tanto, a nadie fuera del priismo le corresponde laudarla o denostarla, mucho menos modificarla. Es bueno que cada partido valore su propia esencia y no la ajena.

Todavía no podemos saber, a ciencia cierta, si ha muerto El Tapadismo mexicano o si sólo habrá de cambiar de color. Y entonces surge Presidente impulsar a su candidato o candidata para llegar a Los Pinos?  ¿Querrá hacerlo u optará por no jugar?

Es bien sabido que, en las modernas democracias, el funcionario de elección popular de mayor jerarquía es, simultáneamente, el jefe formal o el líder informal de su partido político. En los regímenes parlamentarios, la jefatura de partido es formal. El jefe de Gobierno   —llámese primer ministro  o Presidente de gobierno—  resulta ser, precisamente, el individuo que ejerce la jefatura del partido político que detenta la mayoría congresional. Así sucede en Inglaterra y en España, en Alemania y en Canadá, en Italia y en Japón.

En los regímenes presidencialistas, la jefatura de partido es informal, pero igualmente real. El Presidente de la República es la cabeza de su partido político para efecto de determinar o, por lo menos, de influir determinantemente en las decisiones más trascendentes de su organización política. Así sucede en Estados Unidos, en Francia, y, por supuesto, en México.

De esa manera, en los últimos 50 años, cuando el Presidente estadunidense ha tenido un preferido para que lo suceda, siempre ha logrado que obtenga la candidatura de su partido aunque, valga decirlo, éste siempre ha perdido la elección presidencial, salvo en el año de 1988, cuando Ronald Reagan logró llevar a su candidato, George Bush, a la postulación republicana y a la mismísima Casa Blanca.

En Francia, esta circunstancia es menos clara pero muy presente, en los sesenta años que tiene de existencia el actual régimen político francés, instaurado por la Quinta República.

En México, el liderazgo partidista del Presidente de la República ha sido muy claro, aunque ni es excepcional ni ha sido insólito sino, por lo contrario y como ya se dijo, ha respondido fielmente a un patrón universal en la relación que se da entre el gobernante y su partido, dentro de las democracias actuales.  Por eso Alfonso XIII de Borbón dijo “que los reyes no pueden tener partido, pero que los presidentes deben tenerlo”.

Así y de esa manera se llegó a la sucesión presidencial de 1957-58. Voy a detallar este episodio por dos razones fundamentales. La primera porque, si tuviera que elegir un evento durante el sexenio de Ruiz Cortines para reflejar su estilo y su espíritu, sin tener que escribir toda una biografía, sin lugar a dudas escogería éste.

La segunda es porque las narraciones que me han brindado son muy valiosas y, desde luego, inéditas. Tuve la suerte de platicar con varios de los protagonistas y recibir datos de ello como testigos presenciales. Por ejemplo, relataré una tarde en la que aparecen tres escenas. Una de ellas, en el despacho presidencial de Los Pinos. Allí estuvieron, entre otros, Humberto Romero Pérez y Francisco Galindo Ochoa, quienes me platicaron todo, por separado, siendo coincidentes en todo lo básico.

Otra escena se desarrolló en un restaurante, durante la comida de ese día. Lo sucedido me lo narró mi padre, David Romero Castañeda y me lo ha complementado alguien muy cercano a Salomón González Blanco, ambos allí presentes. Me refiero al magistrado y político chiapaneco Juan Lara quien estuvo muy cerca de González Blanco.

La última se desarrolla en la casa de López Mateos y lo que supe provino de Juan Arévalo Gardoqui quién, en aquel entonces era ayudante del secretario del Trabajo, quizá con grado de capitán. Lo sucedido allí lo supe a través de mi padre, quién lo recibió de Arévalo.

Esto nos permite tener nuestras “cámaras” en las tres escenas y gozar de una vista mejor que la de sus actores. Por ejemplo, en una llamada telefónica muy importante que aquí narraré, los interlocutores obviamente no se veían pero, gracias a nuestros informantes, los lectores podrán ver la actitud y las reacciones de todos ellos. Otras de las escenas fueron relatadas por el propio Humberto Romero y por Radamés Gaxiola.

Ello me ha hecho considerar que he recibido un privilegio y que es mi obligación compartirlo con quienes gusten de hacerlo. Los hechos han sido narrados de diversos modos. Pero he armado una versión derivada de varios testimonios y de múltiples crónicas.

*  *  *

La que en la política mexicana se conoce como la era del tapadismo fue una época que motivó miles de páginas. Novelas, caricaturas, noticias, análisis, reflexiones, ensayos y hasta tesis y amplios estudios. Sin embargo, y a pesar de tal profusión, uno de los arcanos más herméticos del sistema político mexicano, durante casi un siglo, lo constituyen el momento y las palabras con las que el Gran Elector comunicaba a su sucesor que había resultado ser el Gran Elegido.

Las razones de tal secrecía son muy fáciles de entender pero muy difíciles de explicar. Baste decir que los protagonistas y los testigos directos de tales sucesos han guardado una extrema discreción. Por eso casi todo lo que se ha comentado son suposiciones que, aun siendo acertadas, no necesariamente gozan de la certificación.

Más aún, de los pocos que han osado hablar de ello fueron Luis Echeverría y José López Portillo, respecto del destape de este último. Pero son tan distintas y tan contradictorias sus respectivas declaraciones que nos dejan sumergidos en la total tiniebla. No coinciden ni las fechas ni las palabras ni los contenidos.

Con el privilegio que concede la amistad fraterna podría yo haber osado preguntarle a Francisco Labastida sobre su conversación postulatoria con Ernesto Zedillo. Más aún, pese a que no tengo cercanía con este último, podría también haberme valido de mi confianza con Liébano Sáenz para completar mi información. Pero aún no me he atrevido con uno ni con otro. A tan solo 18  años de distancia me parece que todavía es imprudente asomarse a un secreto tan custodiado. Quizá, más adelante, un día le daré rienda suelta a mi temeridad y, si ellos me autorizan, prometo compartirlo.

A esta misteriosa plática entre elector y elegido el inteligente novelista mexicano Luis Spota dedicó un libro que, por ello lo intituló Palabras Mayores. Esta denominación se refiere a que suele suceder que, a los más  notorios aspirantes, todos les dicen que ellos van a ser el próximo Presidente-de-la-República. Sus empleados, sus amigos, sus familiares, sus lambiscones, sus esposas, sus novias, sus meseros, sus vecinos y hasta sus contrincantes o sus enemigos.

Pero toda esa hueca palabrería, vertida a los largo de meses si no es que de años, carecía de valor. Nadie sabía lo que decía porque nadie sabía lo que realmente iba a pasar. Solamente había un mortal plenamente enterado. Por eso, cuando este hombre le informaba al otro la decisión que ya había sido tomada, sus palabras se convertirían en las más importantes que alguien podía haber escuchado en toda su vida.

Por eso vale recordar éste que es alguno de los momentos que mejor reflejan las características y las filigranas de dicha tradición que ya no volverá a repetirse y que hoy se ha convertido en clásica. Me refiero a la contienda por la sucesión presidencial que el pueblo conoció como decidida la mañana siguiente pero que quedó resuelta la noche del 1 de noviembre de 1957 a favor de Adolfo López Mateos y que fue manipulada, de principio a fin, por el entonces presidente, Adolfo Ruiz Cortines.

 

(Segunda de cuatro partes: Los meses previos al destape; a 60 años del gran destape)

 

 

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