CIUDAD DE MÉXICO.
No es premio de consolación, sólo honor a quien honor merece. Una vez más el escritor japonés Haruki Murakami se queda sin el Premio Nobel, aunque el galardón se lo dan cotidianamente los lectores de su obra.
A continuación reproducimos un fragmento de la novela 'La muerte del comendador', texto autorizado por Grupo Editorial Planeta, bajo el sello Tusquets.
HARUKI MURAKAMI
LA MUERTE DEL COMENDADOR
Libro 2: Metáfora cambiante
Traducción del japonés
de Fernando Cordobés y de Yoko Ogihara
TUSQUETS EDITORES
Indice
La muerte del comendador
Libro 2: Metáfora cambiante
33. Me gustan tanto las cosas que se ven
como las que no se ven . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
34. Últimamente no he medido la presión del aire . . . . . . . . . 28
35. Hubiera sido mejor dejar ese lugar como estaba . . . . . . . 47
36. No hablar en absoluto sobre las reglas del juego. . . . . . . . 61
37. Todo tiene su parte positiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
38. Así jamás podría ser un delfín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
39. Un contenedor camuflado hecho con un
objetivo concreto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 117
40. Con semejante cara no había posibilidad
de equivocarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136
41. Solo estaban allí cuando no me daba la vuelta . . . . . . . . . 140
42. Si se rompe al caer al suelo es que es un huevo . . . . . . . .151
43. Aquello no podía acabar como un simple sueño . . . . . . . . 170
44. Lo que caracteriza a una persona . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
45. Estaba a punto de ocurrir algo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201
46. Un muro alto y sólido convierte a las personas
en seres impotentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 214
47. Hoy era viernes, ¿verdad? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .227
48. Los españoles no sabían navegar por el
mar de Irlanda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .240
49. También de infinidad de muertes . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260
50. Eso requiere un sacrificio y un tormento . . . . . . . . . . . . . 278
51. Ahora es el momento. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 282
52. Un hombre con un gorro de color naranja
rematado en pico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 300
53. Tal vez era un atizador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 313
54. Para siempre es demasiado tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . 324
55. Aquello iba claramente contra toda lógica . . . . . . . . . . . . .338
56. Al parecer, hay algunas lagunas que
deberíamos rellenar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 354
57. Algo que debería hacer en algún momento . . . . . . . . . . . 372
58. Es como si me estuvieses hablando
de los canales de Marte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . 383
59. Hasta que la muerte nos separó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 398
60. En el caso de tener un brazo lo
suficientemente largo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 413
61. Debo ser una niña inteligente y valerosa . . . . . . . . . . . . . 434
62. Como adentrarse en un profundo laberinto . . . . . . . . . . . 450
63. Pero no es lo que piensas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 466
64. Como una bendición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 481
33
Me gustan tanto las cosas que se ven como
las que no se ven
El domingo también hizo un día espléndido, apenas
soplaba el viento y bajo el resplandeciente sol otoñal
brillaban las hojas multicolores de los árboles. Unos
pajarillos de pecho blanco volaban de rama en rama
y picoteaban certeros los frutos rojos del bosque. Me
senté en la terraza y me deleité en la contemplación del
paisaje. El esplendor de la naturaleza se ofrecía por igual
a ricos y pobres, sin hacer distinciones. Como el tiem-
po... No, tal vez el tiempo no. Quizá la gente rica tiene
la opción de comprar tiempo con su dinero.
A las diez en punto apareció por la cuesta el Toyota
Prius azul claro. Shoko Akikawa llevaba un fino jersey
beige de cuello vuelto y unos pantalones estrechos de
algodón de color verde claro. Lucía una modesta cade-
na de oro. Su peinado era casi perfecto, como la semana
anterior, y cuando movía la cabeza, dejaba al descubier-
to su elegante cuello. Llevaba un bolso de ante colgado
en bandolera y unos zapatos marrones tipo náutico. Ves-
tía de manera sencilla, pero se notaba que cuidaba to-
dos los detalles. Sin duda, tenía el pecho bonito y, se-
gún la información de carácter íntimo aportada por su
sobrina, no se ponía relleno en el sujetador. Sus pechos
me atraían, aunque solo fuera desde una perspectiva
puramente estética.
11
Marie Akikawa, por su parte, vestía ropa informal
distinta a la del día anterior: unos vaqueros rectos gas-
tados y zapatillas Converse blancas. Los pantalones
tenían unos cuantos agujeros (hechos a propósito, ob-
viamente). Llevaba un cortavientos ligero de color gris
sobre los hombros y una gruesa camisa de cuadros
como de leñador. Al igual que la semana anterior,
en su pecho no se notaba ninguna redondez y tenía
la misma cara de mal humor, como la de un gato al
que le han retirado el plato antes de que terminara de
comer.
Preparé té y lo serví en el salón. Les mostré los tres
bocetos que había hecho el domingo anterior. A Shoko
parecieron gustarle.
—Producen una impresión muy viva —dijo—. Re-
flejan a Marie mejor que una foto.
—¿Me los vas a dar? —preguntó Marie.
—Por supuesto —contesté—, pero cuando termine
el cuadro. Quizá los necesite hasta entonces.
—¡Marie! —exclamó su tía con un gesto de preocu-
pación—. ¿Qué dices? ¿De verdad no le importa?
—No, no me importa. Una vez terminado el retra-
to ya no me harán falta.
—¿Los usas como referencia? —me preguntó Marie.
Negué con la cabeza.
—No. Digamos que los he pintado para entenderte
de una forma tridimensional. Sobre el lienzo pintaré algo
distinto, creo.
—¿Ya tienes en la cabeza la imagen que vas a pintar?
—No, todavía no. A partir de ahora vamos a pensar
en ella juntos.
—¿Necesitas entenderme de forma tridimensional?
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—Sí —respondí—. Un lienzo es una superficie pla-
na, pero un retrato debe estar pintado en tres dimensio-
nes. ¿Lo entiendes?
Marie puso cara de extrañeza. Supuse que, al oír la
palabra tridimensional, había pensado en la redondez
de su pecho. De hecho, lanzó una mirada furtiva al de su tía,
que describía una hermosa curva bajo su fino
jersey. Después me miró a la cara.
—¿Qué hay que hacer para dibujar así de bien?
—¿Te refieres al boceto? Marie asintió.
—Sí, al boceto, a los croquis.
—Practicar. Cuanto más se practica, mejor salen las
cosas.
—Pues a mí me parece que mucha gente no mejo-
ra nada por mucho que practique.
No le faltaba razón. Había estudiado en la Facultad
de Bellas Artes y muchos de mis compañeros no mejo-
raban en absoluto por mucho que practicasen. Aunque
uno se empeñe, lo que de verdad cuenta son nuestras
habilidades naturales. Pero si empezaba a hablar de eso,
la conversación terminaría por írseme de las manos
y no acabaría nunca.
—Eso no significa que no haga falta practicar. Hay
talentos y cualidades que solo emergen cuando uno
practica.
Shoko asintió con cierto entusiasmo al escuchar mis
palabras. Marie, por su parte, se limitó a torcer un poco
la boca, como si dudase de lo que le decía.
—Quieres mejorar tus dibujos, ¿verdad? —le pre-
gunté. Marie asintió de nuevo inclinando la cabeza.
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—Me gustan tanto las cosas que se ven como las que
no se ven. La miré a los ojos, brillaban de una forma especial.
No entendí a qué se refería, pero, más que sus palabras,
me llamó la atención el brillo de sus ojos.
—Qué cosas más extrañas dices —intervino Sho-
ko—. Parece un acertijo.
Marie no contestó. Se limitó a contemplar sus manos
en silencio, y cuando levantó la cara, ya había desapa-
recido ese brillo especial de sus ojos. Apenas había du-
rado un instante.
Marie y yo nos metimos en el estudio. Shoko sacó de su
bolso el mismo libro grueso en edición de bolsillo de
la semana anterior (pensé que era el mismo por el as-
pecto) y enseguida se acomodó en el sofá para empezar
a leer. Parecía entusiasmada y me intrigaba saber qué libro
era, pero me contuve y no se lo pregunté.
Marie y yo nos sentamos uno de cara al otro a unos
dos metros de distancia, como habíamos hecho una sema-
na antes. En esta ocasión, sin embargo, tenía delante de
mí un caballete con un lienzo, si bien aún no había cogi-
do ningún pincel ni ningún tubo de pintura. Por el mo-
mento, me limitaba a mirar alternativamente a Marie y al
lienzo vacío, pensaba cómo trasladar allí tridimensional-
mente su imagen. Necesitaba una «historia». No bastaba
con plasmar la imagen en el cuadro. Solo con eso no se
hacía un retrato. Para mí, en ese momento, lo más im-
portante era encontrar una historia y empezar a dibujarla.
Sentado en la banqueta, observé la cara de Marie du-
rante mucho tiempo y ella no apartó la mirada en nin-
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gún momento. Me miraba directamente a los ojos, casi
sin pestañear. No era una mirada desafiante, pero sí trans-
mitía la decisión de no echarse atrás. La gente se lleva-
ba una impresión equivocada de ella debido a sus rasgos
nobles y proporcionados de muñeca, pero en realidad
era una niña con un carácter fuerte. Tenía su propia for-
ma de hacer las cosas, sin titubear. Una vez que había
trazado una línea recta frente a ella, ya no se desviaba
con facilidad.
Al observarla con detenimiento me di cuenta de que
había algo en sus ojos que me recordaba a los de Men-
shiki. Ya me había dado esa impresión, pero ese rasgo
suyo en común volvió a sorprenderme. Era un brillo
extraño. Podría decir que semejante a una «llama con-
gelada en un instante». Producía calor y, al mismo tiem-
po, transmitía calma. Parecía una joya muy especial con
una fuente de luz oculta en su interior. Donde dos fuer-
zas luchaban fervorosamente, una por salir y expandirse
y otra que se recluía y tendía a mirar hacia dentro.
Pero si pensaba eso, era porque Menshiki me había
hablado con anterioridad de la posibilidad de que Marie
fuera su hija biológica. Quizá por eso buscaba a propó-
sito un rasgo común entre ellos.
Fuera como fuese, tenía que plasmar en el lienzo
ese brillo especial de sus ojos, que era la característica
central de su expresión, lo que hacía que se tambalease
su fisonomía casi perfecta. Sin embargo, aún no era ca-
paz de encontrar el contexto que me permitiera hacerlo.
Si no lo lograba, esa cálida luz solo parecería una joya
gélida. Tenía que descubrir de dónde procedía el calor
que había en el fondo de su mirada y hacia dónde iba
realmente.
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Después de mirar alternativamente su cara y el lien-
zo me resigné. Aparté el caballete a un lado y tomé aire
varias veces despacio.
—Hablemos de algo —propuse al fin.
— Vale —dijo ella—. ¿De qué?
— Me gustaría saber algo más de ti, si no te importa.
—¿Por ejemplo? —Pues... ¿Cómo es tu padre?
Marie torció ligeramente la boca.
—No le entiendo. —¿Por qué? ¿No habláis?
—Casi no le veo. —¿Trabaja mucho?
—No sé gran cosa de su trabajo, pero creo que no
le intereso demasiado.
—¿No le interesas?
—Lo deja todo en manos de mi tía.
No hice ningún comentario.
—¿Te acuerdas de tu madre? —continué—. Me con-
taste que cuando murió tenías seis años.
—Solo me acuerdo de ella a trocitos.
—¿A trocitos? —Desapareció de mi vida en un instante, y yo no
entendía entonces lo que significa la muerte de una per-
sona. Pensaba que solo había desaparecido, como el
humo que se escapa por una rendija.
Se produjo un silencio y, al cabo de un rato, con-
tinuó.
—No recuerdo el antes y el después, porque desa-
pareció de repente y no entendí bien la razón de su
muerte.
—¿Estabas confusa?
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—Un muro muy alto separa el tiempo en que es-
taba mi madre y el tiempo a partir del cual desapareció.
Son dos tiempos que no se conectan.
Volvió a quedarse callada un rato mientras se mor-
disqueaba los labios.
—¿Entiendes esa sensación? —me preguntó al fin.
—Creo que sí. Mi hermana pequeña murió con doce
años. Ya te lo he contado, ¿verdad?
Asintió.
—Tenía una malformación congénita en una de las
válvulas del corazón. Se sometió a varias operaciones
muy complicadas y en un principio todo fue bien, pero
por alguna razón no llegaron a solucionar el problema.
Digamos que vivió siempre con una bomba de relojería
dentro de su cuerpo. En la familia siempre nos pusimos
en el peor de los casos y no nos pilló por sorpresa como
te pudo suceder a ti con tu madre.
—No os pilló por sorpresa...
—Me refiero a que no fue algo inesperado, como
cuando de repente en un día soleado suena un trueno
a lo lejos y a nadie se le había ocurrido que pudiera
suceder.
—Pillar por sorpresa —volvió a repetir, como si de
ese modo archivase la expresión en algún compartimen-
to de su cabeza.
—Hasta cierto punto era previsible —continué—,
y, a pesar de todo, cuando sufrió el ataque repentino y
murió en el mismo día, el hecho de estar preparados
ante la posibilidad de perderla no nos sirvió de nada.
Yo me quedé literalmente petrificado. No solo yo, en
realidad. Nos pasó a todos lo mismo.
—¿Te cambió mucho aquello?
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—Sí, cambió muchas cosas. Lo cambió todo, de he-
cho, tanto dentro como fuera de mí. El tiempo empezó
a transcurrir de otra manera y, como tú dices, ya no fui
capaz de conectar lo que había pasado antes de su muer-
te y lo que había pasado después.
Marie me miró fijamente durante unos diez segun-
dos y después dijo:
—Tu hermana era muy importante para ti, ¿verdad?
Asentí.
—Sí, era muy importante para mí.
Marie agachó la cabeza como sumida en sus recuer-
dos, y solo volvió a levantarla al cabo de un rato.
—Tengo la memoria dividida y ya no me acuerdo
bien de mi madre. No recuerdo cómo era, su cara, las
cosas que me decía. Mi padre tampoco cuenta mu-
chas cosas de ella.
Lo único que yo sabía de la madre de Marie era lo
que Menshiki me había contado con todo lujo de deta-
lles sobre su último encuentro sexual, sobre su apasio-
nado intercambio en el sofá de su oficina que, tal vez,
significó la concepción de Marie. Pero, lógicamente, no
podía hablarle de eso.
—De todos modos, algún recuerdo conservarás. Vi-
viste con ella hasta que tuviste seis años.
—Solo el olor —dijo Marie.
—¿Su olor?
—No, el olor de la lluvia.
—¿El olor de la lluvia?
—Llovía. Llovía tan fuerte que se oía cómo las go-
tas golpeaban el suelo. Sin embargo, mi madre camina-
ba sin paraguas. Íbamos de la mano bajo la lluvia. Creo
recordar que era verano.
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—¿Una de esas tormentas de verano?
—Puede ser. Notaba el olor que desprende el asfalto
quemado por el sol cuando se moja de repente. Recuer-
do ese olor. Estábamos en una especie de mirador en
lo alto de la montaña y mi madre cantaba una canción.
—¿Qué canción?
—No recuerdo la melodía, pero sí la letra. Decía
algo así como que al otro lado del río se extendía bajo
el sol una gran pradera verde, pero a este lado no deja-
ba de llover... ¿La has oído alguna vez?
No me sonaba de nada.
—Creo que no.
Marie se encogió ligeramente de hombros.
—Se lo he preguntado a mucha gente, pero nadie
la conoce. ¿Por qué será? ¿Me la habré inventado?
—Tal vez la inventó para ti en ese momento.
Me miró a los ojos y sonrió.
—Nunca lo había pensado. De ser así sería maravi-
lloso, ¿no crees?
Creo que esa fue la primera vez que la vi sonreír.
Como si una densa nube se hubiese partido en dos para
dejar pasar un rayo de sol que iluminase la tierra pro-
metida.
—¿Sabrías identificar ese lugar que aparece en tu re-
cuerdo? —le pregunté.
—Es posible —dijo—. No estoy segura del todo,
pero creo que sí.
—Conservar en la memoria una imagen así, un pai-
saje como ese, es algo precioso.
Marie se limitó a asentir.
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Durante un rato estuvimos escuchando los cantos de
los pájaros, al otro lado de la ventana lucía un esplén-
dido sol de otoño. No había rastro de nubes y cada uno
estaba abstraído en sus propios pensamientos.
—¿Y ese cuadro que está de cara a la pared? —me
preguntó Marie al cabo de un rato.
Se refería al retrato del hombre del Subaru Forester
blanco (aún inconcluso). Estaba apoyado de cara a la
pared para no tener que mirarlo.
—Es un cuadro a medio hacer. El retrato de un hom-
bre. No lo he terminado.
—¿Puedo verlo?
—Sí, pero ten en cuenta que aún no es más que un
boceto.
Cogí el lienzo y lo coloqué en el caballete.
Marie se levantó de la silla, se acercó y lo contempló
con los brazos cruzados. Al enfrentarse al cuadro, sus ojos
recuperaron el mismo e intenso brillo de antes. Apretó
los labios. Había pintado el cuadro utilizando tan solo el rojo,
el verde y el negro; el retratado aún no tenía un con-
torno bien definido. Su figura dibujada a carboncillo
había quedado oculta bajo el color, como si rechazase
adquirir una consistencia real, más presencia de la que
ya tenía, como si de algún modo no admitiese más co-
lor. Sin embargo, yo sabía que estaba allí. Había atra-
pado el fundamento de su existencia, como los peces
caídos en la red invisible de un pescador aún sumergi-
da en el fondo del mar. Yo intentaba descubrir el modo
de sacarle de allí, pero él me lo impedía, y en ese tira
y afloja el retrato había quedado interrumpido.
—¿Lo vas a dejar así? —me preguntó Marie.
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—De momento sí. A partir de aquí, no sé cómo
avanzar.
—Parece que ya está terminado —dijo ella en un
tono tranquilo.
Me levanté y me acerqué para contemplar el cuadro
desde su perspectiva. ¿Acaso veía la figura del hombre
latente en la oscuridad?
—¿Quieres decir que ya no hace falta añadir nada?
—Le pregunté.
—Sí. A mí me parece que está bien así.
Contuve la respiración. Sus palabras eran casi idén-
ticas a las del hombre del Subaru Forester blanco: «Dé-
jalo así. No lo toques más».
—¿Y qué te hace pensar eso? —insistí.
Marie no dijo nada durante un rato. Se concentró de
nuevo en el cuadro, extendió los brazos y después se llevó
las manos a las mejillas como si quisiera refrescarse.
—Ya tiene suficiente fuerza —dijo al fin.
—¿Suficiente fuerza?
—Eso creo.
—¿Una fuerza positiva?
No contestó a mi pregunta. Aún tenía las manos en
las mejillas.
—¿Conoces bien a este hombre?
Negué con la cabeza.
—No. En realidad, no le conozco de nada. Es una
persona con la que me crucé por casualidad en una ciu-
dad lejana durante un largo viaje. No hablé con él e ig-
noro su nombre.
—No sé si la fuerza es buena o es mala. Tal vez de-
pende del momento. Como esas cosas que se ven dis-
tintas en función del ángulo desde el que las mires.
21
—Y te parece que es mejor dejarlo así, ¿verdad?
Me miró a los ojos.
—Si pintas algo más y no funciona, ¿qué vas a ha-
cer? ¿Qué vas a hacer si de repente alarga su mano para
agarrarte? Tenía razón, pensé. Si de allí resultaba algo malo,
malvado incluso, y alargaba su mano hacia mí, ¿qué
podría hacer yo?
Bajé el cuadro del caballete y lo dejé en el mismo
sitio de cara a la pared. Solo con quitarlo de en medio
me dio la impresión de que la tensión en el estudio dis-
minuía. Tal vez debería haberlo envuelto bien y haberlo
guardado en el desván como había hecho Tomohiko
Amada con La muerte del comendador.
—Entonces, ¿ese cuadro de ahí qué te parece? —le pre-
gunté señalando el lienzo de Tomohiko Amada
colgado en la pared.
—Me gusta —dijo sin titubear—. ¿Quién lo ha pin-
tado?
—Tomohiko Amada, el dueño de esta casa.
—Ese cuadro quiere decir algo. Es como un pájaro
que quiere escapar de la estrecha jaula donde lo han
encerrado. De nuevo me miró a los ojos.
—¿Pájaro? ¿Qué clase de pájaro?
—No llego a ver al pájaro ni la jaula. Es solo una
sensación. Tal vez se trata de algo demasiado compli-
cado para mí.
—No solo para ti. A mí también me resulta muy
22
difícil, pero tienes razón. En el cuadro hay un grito,
una súplica que el autor quiere desesperadamente que
oiga la gente. Yo también lo noto, pero soy incapaz de
comprender qué quiere transmitir en realidad.
—Alguien mata a alguien. Con un sentimiento muy
fuerte.
—Eso es. El hombre joven le clava la espada al otro,
que parece muy sorprendido por el hecho de estar a
punto de morir asesinado. La gente de alrededor con-
tiene el aliento al ver cómo se desarrollan las cosas.
—¿Hay asesinatos que se puedan considerar buenos?
Reflexioné sobre su pregunta.
—No lo sé. Juzgar si algo es correcto o no depende
solo de criterios morales. Hay mucha gente, por ejem-
plo, que considera la pena de muerte una especie de
asesinato socialmente correcto.
Ese mismo razonamiento, pensé, se podía aplicar
a ciertos homicidios.
—Pero a pesar de que se asesine a una persona y
salga mucha sangre —dijo Marie después de un silen-
cio—, no transmite opresión. Es como si el cuadro
intentara transportarme a un lugar distinto, un lugar
donde no existe un criterio sobre lo que es correcto
y lo que no lo es.
Aquel día no usé el pincel ni una sola vez. Estuve ha-
blando con Marie en el estudio inundado de luz. Mien-
tras hablábamos memoricé cada uno de sus gestos, sus
cambios de expresión. Tenerlos almacenados en la me-
moria me serviría para transformarlos después en la
sangre y en la carne del retrato que le iba a pintar.
23
—Hoy no has pintado nada —dijo Marie.
—Hay días así —traté de explicarme—. Algunas
cosas te roban el tiempo y otras te lo dan. Es impor-
tante que el tiempo se convierta en tu aliado.
No dijo nada más. Tan solo me miraba a los ojos
como si observara el interior de una casa con la cara
pegada a la ventana. A buen seguro, pensaba en el sen-
tido del tiempo.
Cuando sonaron las señales horarias de las doce del
mediodía salimos del estudio y fuimos al salón. Shoko,
sentada en el sofá con sus gafas de pasta negras, estaba
concentrada en la lectura del libro. Tan concentrada, de
hecho, que apenas parecía respirar.
—¿Qué libro está leyendo? —le pregunté, incapaz
de resistir por más tiempo.
—Si le digo la verdad, tengo una superstición —dijo
con una sonrisa mientras colocaba el marcapáginas—.
Si le revelo el título del libro que estoy leyendo, por
alguna razón seré incapaz de leerlo hasta el final. Siem-
pre que lo hago sucede algo inesperado y ya no puedo
continuar. A lo mejor le suena extraño, pero le asegu-
ro que es así. Por eso nunca le digo a nadie el título del
libro que estoy leyendo, pero en cuanto lo termine lo
haré encantada.
—Como quiera, por supuesto. La he visto tan en-
tusiasmada que he sentido curiosidad.
—Es un libro muy interesante. Cuando empiezo
no puedo parar, y por eso he decidido leerlo solo
cuando vengo aquí. Así se me pasan las dos horas vo-
lando.
24
—Mi tía lee mucho —dijo Marie. —
No tengo otra cosa que hacer y la lectura ha ter-
minado por convertirse en el centro de mi vida.
—¿No trabaja usted?
Se quitó las gafas y se acarició entre las cejas para
hacer desaparecer una arruga.
—Una vez por semana como voluntaria en la bi-
blioteca. Antes trabajaba en un hospital universitario
privado en Tokio. Era la secretaria del director, pero lo
dejé cuando me mudé aquí.
—Se vino cuando murió la madre de Marie, ¿verdad?
—Solo tenía intención de pasar una temporada con
ellos, pero después de vivir con Marie ya no me resul-
tó fácil marcharme, y aquí sigo. Si mi hermano volvie-
ra a casarse, regresaría a Tokio enseguida.
—Pues yo me iría contigo —dijo Marie.
Shoko sonrió ligeramente, pero no dijo nada.
—Si no les va mal, las invito a comer. Puedo prepa-
rar algo rápido, pasta y una ensalada.
Shoko mostró ciertos reparos, pero Marie parecía
entusiasmada.
—¿Y por qué no? Aunque volvamos a casa, papá
no está.
—No se preocupe. Haré algo sencillo. Ya ten-
go preparada la salsa y me da igual cocinar para mí solo o para
tres.
—¿De verdad no le importa? —preguntó Shoko,
cautelosa.
—Por supuesto que no, no se preocupe. Como, de-
sayuno y ceno solo todos los días, y de vez en cuando
me gusta disfrutar de un poco de compañía.
Marie miró a su tía directamente a los ojos.
25
—En ese caso —dijo Shoko—, aceptamos su invi-
tación con mucho gusto. ¿De verdad no es molestia?
—En absoluto. Siéntase como en casa.
Fuimos al comedor. Marie y Shoko se sentaron a la
mesa y yo me dirigí a la cocina para hervir agua y ca-
lentar la salsa de espárragos y beicon. Preparé también
una ensalada de lechuga, tomate, cebolla y pimiento.
Cuando el agua hirvió, eché la pasta, y mientras se cocía
piqué un poco de perejil. Saqué té frío de la nevera y lo
serví en vasos. Marie y Shoko miraban extrañadas cómo
me manejaba en la cocina. Shoko me preguntó si me
podía ayudar en algo. Le dije que no, que se quedase
tranquilamente sentada. No había tanto que hacer, des-
pués de todo.
—Se le ve a usted muy acostumbrado —dijo admirada.
—Lo hago todos los días.
Cocinar no representaba para mí ninguna molestia.
Siempre me habían gustado los trabajos manuales, ya
fuera cocinar, la carpintería, arreglar una bici o cuidar
del jardín. Lo que no se me daba bien en absoluto era
el pensamiento abstracto o matemático. Para una men-
te simple como la mía, los juegos mentales como el
shogi, el ajedrez o incluso los puzles eran agotadores.
Cuando lo tuve todo listo, me senté con ellas y em-
pezamos a comer. Se trataba solo de una comida infor-
mal un domingo despejado de otoño. Shoko me pare-
cía la compañía ideal para compartir mesa en un día
así. Tenía una conversación animada, sentido del humor,
era inteligente y sociable. En la mesa mostraba unos mo-
dales exquisitos, pero sin darse aires. Se notaba que se
había criado en una familia educada y había estudiado
26
en colegios buenos. Marie, por su parte, apenas habló.
Delegó la conversación en manos de su tía y se con-
centró en la comida. Shoko me pidió la receta de la
salsa.
Cuando estábamos a punto de terminar, sonó el
timbre de la puerta. No me resultó muy difícil imaginar
quién era. De hecho, me parecía haber oído un poco
antes el potente rugido del Jaguar. El ruido había alcan-
zado esa capa intermedia entre la conciencia y la in-
consciencia. El ruido de ese motor estaba en las antípo-
das del silencioso Toyota Prius. Quizá por eso el sonido
del timbre no me sorprendió.
—Disculpen —dije.
Dejé la servilleta encima de la mesa y fui hasta la
entrada. Era incapaz de imaginar qué ocurriría a partir
de ese momento.
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El pez muere por un tuit; el peligro en las redes
La muerte acecha atrás de un clic
'Que dios los perdone'; cuando el pueblo se equivoca
Zumpango, de pueblo olvidado a manjar de delincuentes
A continuación un video sobre la salud mental:
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