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Canción de poder y miedo

Yuriria Sierra

Yuriria Sierra

Nudo gordiano

                “No hay nada más poderoso que las historias:

                nada las puede vencer...”.

                Tyrion Lannister.

 

Y la historia fue la de la heroína que al paso del tiempo y conforme avanzó en su pelea comenzó a ser una amenaza, primero, para aquellos que le ofrecieron su apoyo y, al final, un peligro para todos. Entre las cenizas que ella misma generó, a centímetros de aquel, su anhelado trono, encontró la muerte cuando uno de sus aliados reconoció que, más que un cambio, la destrucción de la rueda que, decía, por años aplastó a tantos, lo que ofrecía era sólo una concentración casi unipersonal del mando, una determinación “redentora” cercana a la locura, una encarnación totalitaria del miedo. Lo que buscaba no era justicia, sino tener entre sus manos el poder con todas sus tentaciones, sin críticos, sin contrapesos, sin oposición ninguna, sin la objeción siquiera del sentido común. La utopía libertadora de Daenerys Targaryen, personaje que aquí describimos hace unos días, fue sólo un discurso perfectamente estructurado, al que ningún ejército pudo vencer; fue acaso una utopía que para encontrar el verdadero camino a la justicia, habría tenido que aceptar que antes que ella, el poder sólo tiene sentido cuando construye, no cuando incendia todo lo que hay a su paso. Porque ante los dilemas morales que aparecieron con su victoria, la Madre de los Dragones, primera de su nombre, simplificó las respuestas excluyendo a todos aquellos que presentaran o representaran objeción cualquiera a su dominio. La justicia sólo sería tal si emanaba de ella, de nadie más: “ellos no tienen derecho a decidir...”, fueron algunas de sus últimas palabras, cuando la cuestionaron sobre aquellos que tras darle su apoyo, ya temían por su futuro. La rueda que prometió destruir sólo habría encontrado una nueva dirección (y el miedo que es tan poderoso como las fauces de un dragón y la sed de un ejército de hombres castrados anhelantes de una venganza tan ciega como cegadora).

Y después de ella, la metáfora tomó el rumbo previsible: cambiar para que casi nada cambie termina por ser una opción siempre preferible a la devastación, a la locura, al genocidio. Y el dragón que llora a su madre muerta funde para siempre la fuente de todas las desgracias: el trono. Ese objeto anhelado por casi todos queda en manos de quien jamás pretendió el poder, pero entendía todas las historias que lo habían rodeado. Aunque ese trono ya era sólo un símbolo, una figura retórica de lo que representa estar al mando.

La metáfora impecable. La masa de televidentes quejándose de un episodio final mortalmente aburrido, sin caer en cuenta que ahí reside su belleza más total. Porque el poder, cuando es entendido, bien ejercido y bien administrado es brutalmente aburrido. La excitación y la adrenalina (del poder y de la narrativa) revelan conflicto, ambición, ego, violencia. El aburrimiento representa al poder realmente deseable: la paz es aburrida, el orden es aburrido, la eficiencia es aburrida.

El último gran guiño de Juego de Tronos frente a la propia y turbulenta era en la que la historia comenzó a ser contada: frente a la terrible tentación del poder autocrático (en tantos reinos y tronos del mundo hoy en día), incluso la indeseable restauración del orden previo, resulta por mucho preferible. Aunque resulte odioso y aburrido. Hasta que alguien, se aburra de aburrirse. Y ése es el poder de la Historia y las historias: conocerlas nos hace conscientes de que suelen repetirse.

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