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La ola terca

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

 

Una grieta se ha construido desde la luz atrincherada de la infancia. Es la poeta quien la erige como guarida, abrigo. Una cueva inexpugnable, protectora. A veces incómoda y sombría, pero siempre sosegada y sigilosa. La poeta añora ese resquicio, sabe que es su única posesión, su cómplice, su enigma fiel. Y ahí retorna una y otra vez, como ola empecinada que asedia la memoria. Y ese regreso viene necesariamente desde un borde vital que le ha cortado el paso, desde un límite crucial que la obliga a mirar hacia atrás y, mientras observa sus pasos, reconoce cada vía, cada brecha, cada marca en el camino.

Retrocede hasta sus cinco años, guiada por el recuerdo más lejano en el que aparece “un triciclo desconcertado” y una cochinilla sobre su pequeña palma luce “desesperada por enderezar su cuerpo, llanto mudo de antenas y tentáculos”.

A partir de ahí, la poeta se persigue a sí misma, dividida entre el silencio del abuelo y el canto de la abuela. ¿Qué busca en esa mixtura primigenia?

El periplo que emprendió la lleva hacia sus once años, la edad de saber cosas, de dimensionar hallazgos, de ponderar los secretos familiares, de aprender a mostrarlos o esconderlos. La edad en que se aprende que el silencio es una opción, pero también un guijarro ardiente atenazado por un puño delicado. Y de vuelta a la grieta tutelar, perenne en su itinerario crepuscular.

El peregrinaje de la poeta hace una estación en la adolescencia. Un caracol, símbolo de evolución y resguardo, le sirve de brújula. Ya se sabe poseedora del don de la creatividad. Ya ha derramado lágrimas suficientes, materia prima, para saberlo. Lágrimas que se confunden con mercurio o con “gotas de manantial cautivo”. Saberse creadora no es intuición, sino certeza. ¿Pero cómo hacerla germinar, o bien, para qué hacerla germinar? Por ello se repliega y crea una respuesta para sí misma, una respuesta tan nítida como un espejo carcomido: “Yo invento historias, porque nadie creería que la luna lloró sobre el tejado”.

A los 19 la persigue aún el piano que la reconfortó desde hace tanto. Sus acordes imbatibles llegan a Calais y ahí parecen cuestionarla: ¿qué hace poniendo todo en la cuerda floja? No la acorrala el amor, sino el deseo. ¿Cómo evitarlo si su determinación es férrea? La conciencia del deseo frena el reloj. Lo único que continúa es la música, que irrumpe en su transfiguración litúrgica: Kyrie Eleison cruje sobre el silencio “de piedra y luz dorada”. Señor, ten piedad de nosotros.

Ahora tiene 26 y un dique se formó en su entorno. Unos ojos argelinos la desafían, en medio de la fiera realidad de una vieja y luminosa ciudad europea bajo el yugo de unos atentados movidos por la fe. Remembranza poderosa. ¿De dónde asirse si no es en la memoria, esa criba de placeres y dolores; esa herramienta que los pule, los ordena y transfigura?

La poeta casi llega al borde del que partió. Ha construido una bitácora ígnea que resguarda ya muchas capas de sedimento que le arrojan una primera conclusión: “Mi vida sólo será mía a través de las palabras”. La vida ha girado y la coloca en una órbita en la que prefiere dejar presa “a la otra”, ésa que es ella misma, y no la loca de la casa tratando de regresar a la grieta, plena ya de ríos subterráneos que desembocan en instantes de silencio e inmovilidad.

Ella, la poeta, es Gabriela Riveros (Monterrey, 1973), que publica En la orilla de las cosas (Vaso Roto, 2019) y lo lanza “como una piedra bola” que el río ha de devorar.

 

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