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La fascinante sospecha

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

Hace unos días (21/10/2019), a través de un trabajo de investigación de mi compañera Arcelia Guadarrama, este diario informó que “luego de mantener una tendencia al alza durante seis años, los casos de linchamiento en México presentaron un freno durante agosto y septiembre de 2019 que, de mantenerse, marcarían el inicio en el descenso de este fenómeno social”. La nota ofrece un dato central. Según los expertos citados, mensualmente se presentaban entre 30 y 33 casos a escala nacional, pero en los meses mencionados de este año no pasaron de 20. Algún alivio social debe representar esta baja en un país en el que la violencia social es un traste de uso cotidiano. No obstante ese peculiar “descenso” estadístico, habrá que decir, qué duda cabe, que los linchamientos han acompañado al desarrollo de eso que llamamos “civilización”. La historia rebosa de esos casos de ejecución tumultuaria de un “sospechoso”. Es, pues, “la ley” de la muchedumbre enardecida.

Pues bien, la amplia nota publicada por Excélsior me remitió a un pequeño libro que el antropólogo y académico Claudio Lomnitz publicó en 2015, en una coedición de El Colegio de México y la Universidad de Columbia.

Se trata de El primer linchamiento de México, que documenta y desmenuza el tristemente célebre “Asunto Arroyo”, que comenzó la mañana del 16 de septiembre de 1897, durante los festejos de Independencia encabezados por el presidente Porfirio Díaz en la Alameda Central de la Ciudad de México.

El caso es conocido: en medio de la celebración oficial, un popular borrachín llamado Arnulfo Arroyo, pasante de leyes y declarado anarquista, burló una valla de cadetes del Colegio Militar y atacó por la espalda al presidente de la República, aunque no portaba ningún tipo de arma; de inmediato fue detenido y llevado a la comisaría por órdenes del propio Díaz y esa misma noche fue apuñalado hasta la muerte por una multitud que lo sacó a la fuerza del encierro carcelario. Ese hecho violento reportado exhaustivamente por una prensa nacional en plena metamorfosis, dice Lomnitz, “fue el primer acontecimiento mediático en provocar un profundo alboroto en la conciencia tranquila de la nueva sociedad progresista de México”. Pero también fue el primer escándalo público “en validar la nueva economía de la prensa amarilla o ‘prensa de información’, como la llamaban sus adeptos”.

Así que en ese momento emergía, a través de los periódicos, una cultura de la sospecha generalizada y, al mismo tiempo, aparecía una nueva prensa “estilo americano” —en contrapunto con el “estilo francés”—, orientada “al consumo masivo, basado en el trabajo de nuevos profesionales, los reporters, que aportaban datos, ilustraciones e incluso fotografías en cada trabajo. Y en esos afanes “triunfó” un diario que gozaba de cierto subsidio público y que se convirtió en la voz oficial del gobierno: El Imparcial, cuyo trabajo de cobertura informativa era tildado peyorativamente por sus rivales como “noticierismo”.

Ese periódico, dirigido por Rafael Reyes Spíndola (1860-1922), publicó la noticia del atentando y posterior linchamiento el 18 de septiembre, no sin suscitar “marejadas de sospechas de criminalidad que acabarían deshonrando a la sociedad política mexicana entera”. Fue de tal magnitud el escándalo, que otra muchedumbre protestó afuera de las instalaciones de El Imparcial, lo que generó incluso que el Congreso mexicano entrara en alarma y llamara a cuentas a Manuel González Cosío, ministro del Interior.

Tres días después, con operativo policiaco de por medio, el diputado Eduardo Velázquez –que simultáneamente fungía como jefe de la policía capitalina– fue detenido, despojado del fuero constitucional y despedido de manera fulminante. Con él, fueron aprehendidos otros doce “prominentes policías” y conducidos a la temible cárcel de Belén. El día 24, preso, Velázquez “se suicidó” con una pistola que portaba “a escondidas”.

El polvorín mediático quedaba instalado. Al escenario social le había llovido fuego. Las llamas de la sospecha se propagaron y contenerlas fue una labor no sólo política, sino, sobre todo, periodística. El recelo por la actuación de la autoridad y un nuevo estilo de hacer noticias debutaban, como una mixtura indisociable, en la conciencia colectiva del buen pueblo mexicano.

 

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