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Definiciones

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

En Transa poética, Efraín Huerta tiene los arrestos para definir lo indefinible, para atrapar, aunque sea momentáneamente, al más taimado de los términos, al fugitivo más connotado de la semántica: el amor. El vate guanajuatense afirma que el amor “es muerte resignada y sombría, es misterio, es una luna parda, larga noche sin crímenes, río de suicidas fríos y pensativos…”.

Blanca Varela, por su parte, define el tiempo como “un árbol que no cesa de crecer”, como “la gran puerta entreabierta, el astro que ciega”. Y Álvaro Mutis encabalga varias definiciones de la palabra poema: “es un pájaro que huye del sitio señalado por la plaga, es un traje de la muerte por las calles y las plazas inundadas en la cera letal de los vencidos, es un paso hacia la muerte, una falsa moneda de rescate, un tiro al blanco en medio de la noche horadando los puentes sobre el río…”.

Darío Jaramillo Agudelo toma al toro por los cuernos y propone un significado para los amores imposibles, y afirma que son aquellos “amores sin astucia y sin heridas, amores curativos que no existen”.

En Caleidoscopio, Piedad Bonnett dispara con ballesta un significado de “corazón”: “es un agujero negro, un cuarto inhabitado, un iceberg, una llave que no sabe su puerta…”.

Fernando Pessoa asesta, en Autopsicografía, una definición punzocortante de su propio oficio: asegura que el poeta “es un fingidor” y que “finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente”.

Al contrario de la porfiada certeza de sus colegas, Wislawa Symborska no intenta siquiera definir lo indefinible y acepta su limitación. En A algunos les gusta la poesía hace lo contrario de definir, pero se afianza a ese velado significado, aunque no lo comprenda del todo: “La poesía, pero qué es la poesía. Más de una insegura respuesta se ha dado a esta pregunta. Y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos”.

Algo similar le sucede a Eugenio Montejo, que no sabe, y lo admite, qué es la poesía; pero sí sabe que ella “cruza la tierra sola, apoya su voz en el dolor del mundo y nada pide, ni siquiera palabras. / Llega de lejos y sin hora, nunca avisa; tiene la llave de la puerta”.

José Emilio Pacheco, en Escrito con tinta roja, también ofrece respuestas que dan cuenta de la fugacidad de la palabra. La poesía, asegura, “es la sombra de la memoria, pero será materia del olvido. / No la estela erigida en la honda selva / para durar entre sus corrupciones, / sino la hierba que estremece el prado por un instante / y luego es brizna, polvo, menos que nada ante el eterno viento”.

El viejo quebrantahuesos Nicanor Parra es un gran aportador de definiciones, pero, antes de lanzar alguna, aconseja a sus congéneres: “todo poeta que se estime a sí mismo debe tener su propio diccionario”. Y, ya en la ruta de los significados, define “el error”, calificándolo simple y llanamente como “una fuerza motriz”; pero, eso sí, se afana en brindar ejemplos de ese poderío dinámico del error: “¡ay del ser humano que no yerra nunca! Si Colón no se hubiera equivocado, no existiría América del Sur. / Si no se hubiera equivocado Hitler, no existiría América del Norte. / Si no se hubiera equivocado Mahoma, todos ahora seríamos musulmanes”.

En Decires, Roque Dalton propone una definición para el marxismo-leninismo, al que llama “la espada para cortar las manos del imperialismo”, pero de inmediato corrige, pues sabe que la solemnidad poética (y política) no es lo suyo, y ahora lo tilda, con su humor sombrío, que el marxismo-leninismo “es la teoría de hacerle la manicure al imperialismo mientras se busca la oportunidad de amarrarle las manos”.

Ambrose Bierce, que nunca ejerció la poesía, o quizá nunca supo que la ejercía, propone una definición certera en su célebre y satánico Diccionario: “Escritorzuelo, s: Escritor profesional con opiniones opuestas a las nuestras”.

Como se ve hasta aquí, la poesía no brinda respuestas tajantes, científicas, consistentes. Quizá ese no sea su trabajo, pero quizá, también, nos convendría hacerle caso a sus definiciones, aunque sea de vez en cuando, pues tuercen, modifican, enriquecen el sentido de las cosas mundanas. O quizá, más bien, sólo deberíamos atenernos a la consideración de Rafael Cadenas cuando nos asegura, y yo le creo, que “la palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos, nadie sabe por qué”.

 

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