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Burroughs, el clarividente

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

 

Distinguir un rostro conocido de entre una multitud, ubicar enseguida el trébol de cuatro hojas en la nutrida floresta, advertir la aguja en el pajar. Hallar la anomalía en una escena armónica o percibir el matiz que hace la diferencia en un conjunto cromático. Descubrir en un gesto imperceptible una emoción que revela una respuesta encriptada. Encontrar, automáticamente, la contradicción, la discordancia, el disparate; localizar lo mal acomodado, la excepción que quebranta la constante. Todas ellas son las aptitudes de un buen observador, que con buen oído y mejor ojo es capaz de descifrar la singularidad dentro de lo habitual.

El escritor, pensador y naturalista estadunidense John Burroughs (1837-1921) dejó para el mundo un fecundo y amoroso testimonio sobre las virtudes de la observación atenta del mundo. El arte de ver las cosas, publicado en español por el sello madrileño Errata naturae, es su mayor legado. Aquí se congregan 16 fulgurantes ensayos en torno a la observación y sus secretos, escondidos en una mecánica bastante simple —no fácil, que conste— y que no puede transmitirse, según Burroughs, mediante normas y preceptos. Es más bien, explica, “un componente esencial en el ojo y el oído, es decir, de la mente y el alma, de los que éstos son sus órganos”. El arte de observar no puede enseñarse, no está en un manual, no existe un instructivo para adquirirlo.

Tratar de enseñar a una persona cómo ver las cosas es como intentar decirle, paso por paso, cómo enamorarse o cómo disfrutar su vino favorito. “O lo hace o no lo hace, no hay más que hablar”, sentencia Burroughs. La mayor parte de la humanidad no sabe ver: observa bultos, sombras, enfoca mal. Pero siempre habrá, como en una tropa en medio de una refriega contra el enemigo, un tirador de precisión, poseedor de un ojo que discrimina y luego atina.

En el ensayo que da nombre al libro, el autor pone varios ejemplos de una buena observación. El más revelador es el que describe una decimonónica fiesta parisina a la que acudieron la británica reina Victoria y la emperatriz Eugenia de Montijo, española. En medio del aristocrático protocolo, un periodista pescó una perla negra: cuando los integrantes de la realeza iban a sentarse, Eugenia se giraba antes, cerciorándose de reojo de que la silla estaba ahí, pero Victoria tomaba asiento sin más, pues estaba completamente segura de que ahí había una silla lista para ella. La inferencia del periodista se convirtió en una certeza diáfana: ese incidente le mostró con claridad la diferencia entre nacer dentro de la realeza y entre convertirse en miembro después. Sólo un ojo atento, avispado, naturalmente dispuesto al hallazgo pudo darse cuenta de esa imperial dinámica.

Pero Burroughs fue más allá. Amigo de Thoreau (otro observador contumaz), íntimo de Walt Whitman y contemporáneo de figuras culturales como Ralph Waldo Emerson, Oscar Wilde y Thomas Carlyle, e incluso de personalidades políticas y empresariales como Roosevelt y Henry Ford, Burroughs llegó a tener “la extraordinaria capacidad para ver el detalle que a los demás se nos escapa, para interpretar el hecho natural y humano desde una lucidez única, a medio camino entre la razón y el espíritu”.

En otro apartado del libro se ocupa de “los placeres del camino”. En él elabora una apología suprema del caminante y trata de demostrar “cómo todos los ángeles deslumbrantes secundan y acompañan al hombre que va a pie, mientras que todos los espíritus oscuros están constantemente al acecho de una oportunidad para montar”. Para Burroughs, quien usa un verso de Whitman, el andante es el viajero genuino, pues “sólo él prueba el fresco y alegre sentimiento del camino”. No es un mero espectador del panorama de la naturaleza, “sino que participa de ella; experimenta el campo por el que pasa, lo prueba, lo siente, lo absorbe”. En cambio, “el viajero en su elegante carruaje lo ve, nada más”.

El arte de ver las cosas es un libro inobjetable para todo aquel que se considera buen observador, un documento imprescindible para todo aquel que esté dispuesto a descubrir y revelar ese gabinete de maravillas que el entorno, es decir, el mundo, abre constantemente para el ojo aguzado y el asombro en estado puro. John Burroughs era mucho más que un inaudito observador: era un clarividente.

 

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