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El invierno ha llegado

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

El invierno ha llegado. México llega a diciembre como quien, huyendo tras un peligro inminente, tiene frente a sí el abismo. La incertidumbre absoluta.

La pandemia, en tanto evento mundial, fue inevitable, como también lo han sido las repercusiones económicas que trajo aparejadas, o el natural cansancio de una población que añora volver a lo que recuerda como vida normal. Lo que no fue inevitable es la decisión que —en su momento— tomó el subsecretario de Salud, de abandonar la ciencia por la política, y sujetar su criterio a los intereses de quien ha sabido pagar al soberbio —y resentido— con una fama y fortuna que jamás hubiera imaginado, y por la que el pueblo ha tenido que pagar un precio demasiado alto. El precio de la incertidumbre.

No bastaba sino una indicación sobre el uso del cubrebocas, al principio de la pandemia, para evitar miles de muertes: el Presidente, sin embargo, se resistió a usarlo y el subsecretario ha preferido jugarse su prestigio, ante la comunidad científica internacional, antes que contradecir a su jefe. No bastaba sino una advertencia sobre la seriedad del problema para dejar de crear falsas expectativas sobre pandemias domadas y picos de la curva, o un poco de honestidad sobre el estado del sistema de salud —y los insumos de los que se carecía— para exigir recursos cuando más se necesitaban. Hoy, prefiere seguir discutiendo antes que enfocarse en salvar vidas.

La estrategia para controlar la pandemia no ha funcionado y, 110 mil muertos después, enfrentamos el peor de los escenarios posibles. Las cifras de los contagios y decesos no ceden; el sistema de salud se encuentra rebasado, el sistema productivo desmantelado, y las autoridades sanitarias se limitan a contar muertos y buscar culpables, sin asumir sus responsabilidades.

Un escenario devastador, al que se suma el cansancio de una sociedad que, al llegar diciembre, tratará de encontrar consuelo en cualquier cosa que la reconforte, sea la peregrinación del 12 de diciembre, la celebración de las posadas, el festejo de la Navidad o los encuentros de Año Nuevo: los eventos a los que nos aproximamos como un barco a la deriva, mientras que el capitán, y su timonel, se dedican a repetir, frente al espejo, que todo va muy bien. Sin un cambio de estrategia, sin insumos en los hospitales, sin vacunas contra la influenza y, con un invierno que se anticipa más crudo de lo habitual, ¿cuál será el saldo entre la población, antes de que la vacuna tenga un efecto real para controlar la pandemia? ¿Cuánto dolor, cuántas vidas humanas, cuántos empleos? ¿Cuánta hambre? ¿Es posible asumir ese costo?

La estrategia para controlar la pandemia no ha funcionado y, ante el escenario de contagios acelerados que se avecina, es claro que debería de sujetarse a una revisión exhaustiva antes de que sea demasiado tarde. Una revisión que prime a la ciencia sobre el dogma, y en la que la autoridad se ejerza cuando sea necesario: los esfuerzos por contener las peregrinaciones del 12 de diciembre —y por evitar los contagios entre los contingentes que traten de llegar al santuario— tendrían que ser, tan sólo, el primero de una serie de pasos que marquen un enfoque distinto sobre una enfermedad que no puede seguir siendo entendida, nada más, bajo una óptica político-electoral.

El invierno ha llegado, y la incertidumbre se cierne sobre un país que cree en su líder, pero no en su gobierno, y sigue confiando en sus promesas aunque no haya visto resultados. Un país que se ha enfrentado al mayor reto de la historia moderna, y para el que apenas vienen los momentos más difíciles; un país con esperanza, y que apostó por una transformación que, tristemente, resultó ser —tan sólo— la metamorfosis del régimen ignorante de hace cincuenta años. Un régimen que no sabe corregir, aunque se encuentre frente al abismo.

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