Logo de Excélsior                                                        

El Gran Ilusionista

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

El prestidigitador sonríe, y continúa hablando —y preparando el siguiente truco— mientras la audiencia le mira, extasiada. Muestra una mano, muestra la otra y las cierra, al tiempo que el público se revuelve en sus asientos, sabedor de que algo sorprendente aparecerá de un momento a otro. Las palabras prosiguen, las sonrisas se suceden y —tras un golpe de efecto— las manos se abren, con una moneda en cada una. Una moneda que, hace unos instantes, no estaba ahí.

Los aplausos no se hacen esperar. El prestidigitador sonríe —de nuevo— y continúa hablando, siguiendo una rutina, tan ensayada por todo su equipo que parece ocurrir con espontaneidad. Nada menos cierto: en el cuidadoso acto de un ilusionista todo ha sido planeado con anterioridad, al más mínimo detalle. Las luces, el vestuario, la escena. Las palabras, y —por supuesto— los distractores.

Las palabras y los distractores. El público que asiste al espectáculo sabe, gustoso, que habrá de ser engañado: saben que, al terminar el entretenimiento, sus problemas seguirán siendo los mismos. La varita mágica del ilusionista sólo funciona arriba del escenario: el dinero que aparece, en cada mano, no es real. La vida es muy distinta a lo que muestra el prestidigitador: aun sabiéndolo, la gente sigue pagando su boleto para cada función. Para cada mañanera.

El prestidigitador sonríe, y continúa hablando mientras la audiencia le mira, en éxtasis, y la rutina —tan ensayada— prepara el desenlace del siguiente truco. Palabras y distractores, anzuelos que el público —dispuesto a olvidarse de sus preocupaciones cotidianas— engulle, gozoso: hoy, el discurso oficial se centra en la corrupción del pasado, antes que en la pandemia del presente. Ésa es la narrativa oficial.

Una narrativa que no tiene mayor objeto que el de crear distracciones. El ilusionista continúa hablando, y aparece unas monedas que, en realidad, no existen, y promete más empleos. Mueve las manos —con gestos grandilocuentes— y, tras una cortina de humo, aparecen nuevos escándalos, personajes extraditados, aviones presidenciales. Empresarios voraces, conservadores y liberales, mandatarios del pasado.

Distractores para cambiar el discurso, y alejarlo de lo verdaderamente urgente: cada día más mexicanos están muriendo, por causas que podrían haber sido evitadas si la administración actual hubiera tomado decisiones distintas, basadas más en la evidencia que en la ideología. Claro que es importante hablar sobre la corrupción: más urgente, sin embargo, es enfocarnos en los problemas que nos están matando. La pandemia no ha terminado, y los esfuerzos de la Federación no han sido suficientes para menguar una cantidad de decesos que está cerca de los 50 mil mexicanos muertos, aun con los subregistros en la contabilidad oficial.

Muertes que no tendrían que haber ocurrido, muertes que son fruto de una política de austeridad que ha puesto de cabeza a un Estado, de por sí, maltrecho. Un Estado que decidió claudicar en la persecución al crimen organizado, y cuya economía marchaba relativamente bien hasta la llegada de este gobierno: un Estado que prometió la esperanza, y que comenzó su declive con la cancelación del aeropuerto, y al que se le dio la puntilla con una pandemia que vino, como anillo al dedo, para un gobernante empeñado en destruir —por completo— una democracia en la que nunca creyó.

Un gobernante que no deja de hablar, y de crear distractores. Un mandatario que muestra las manos, mientras distrae con su palabrería, y pretende aparecer dinero —y empleos— de la nada; un mandatario que olvida las palabras que dirigió a los familiares de las víctimas; un mandatario que sacó un subsecretario de la chistera, y ahora lo protege con las nuevas cortinas de humo. Un Presidente que no es más, pero tampoco menos, que un Gran Ilusionista.

Comparte en Redes Sociales