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Abrir los ojos

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

No hay peor ciego que el que no quiere ver. Y más cuando no es tan difícil: la elección presidencial transcurrió hace más de un año y, en una situación normal, la atención pública debería de centrarse sobre las estrategias y acciones de la administración en funciones, los planes a futuro, las promesas que se cumplen con el ejercicio del anhelado gobierno. El impulso de un líder, la ciudadanía comprometida, la esperanza de una nación que se renueva y deja atrás un pasado que le estorba.

Un pasado que le estorba, sin lugar a dudas: los resultados de los comicios son contundentes. México votó por un futuro mejor, por un sistema distinto. Amor y paz, prometía el candidato que, a la postre, resultó ganador: abrazos, no balazos, que terminarían por pacificar al país en unas cuantas semanas, y terminar con la corrupción por el mero ejemplo de quien, haciendo gala de una ignorancia culposa, pretende cruzar el pantano sin manchar su propio plumaje mientras se rodea de personajes, al menos, cuestionables.

Cuestionables. Como el de las ligas, que ahora se viste de seda y dice luchar contra la corrupción; como al que se le cayó el sistema, que ahora se dedica a la electricidad y desprecia las energías renovables; como el sindicalista que, prófugo de la justicia, regresó en cuanto le fue conveniente al líder que, con una palabra suya, logró sanar su alma. Cuestionables, como la delegada a la que se le caen las obras, o como la regente que, en cada balacera, demuestra su falta de capacidad. Cuestionables, sin más, como cualquiera de los que podrían suceder al caudillo en el poder. Cualquiera, tan cuestionable como el mismo líder.

Cualquiera. No hay peor ciego que el que no quiere ver: quien, en su momento —y desesperado por la situación— decidió brindarle su voto al Presidente en funciones, hoy abre los ojos y vislumbra una realidad muy distinta a la que le fue prometida. Los corruptos no están en la cárcel, las inversiones no llegan volando, los empresarios han perdido la confianza. Los discursos —las diatribas— de nuestra cabecita de algodón no se soportan sino en una diferencia brutal en las tasas de interés que no hace sino pagar el costo de los disparates lanzados en cada mañanera. Hoy, a más de un año de la elección presidencial, y a casi ocho meses de la unción del profeta, es preciso darse cuenta de que las cosas —más allá de la propaganda oficial, por un lado, y del odio sempiterno de los adversarios, por el otro— no van bien. Es momento de abrir los ojos.

Y mantenerlos abiertos. Las cosas no van bien: quien, en su momento, criticó los ataques a la prensa, hoy pretende dar lecciones de periodismo a quienes cubren sus conferencias. Quien ha tomado, como bandera, la lucha contra la pobreza, hoy trata de terminar con las maneras de medirla para que no se le atribuya; quien se identifica con las causas de la revolución, hoy no reconoce el sufragio efectivo, y la no reelección, como fundamentos de nuestra democracia moderna. Quien aseguró que la inseguridad terminaría en cuanto asumiera el poder, hoy tiene que enfrentar —en la demarcación de su propia delfina— el embate de la delincuencia internacional en el territorio de sus principales detractores.

Las cosas no van bien, y es preciso abrir los ojos. La voluntad de la ciudadanía no va en el sentido de cumplir con los deseos de quien supo vender bien la ineptitud —y la corrupción— de sus antecesores, sino de quien aseguró que podría terminar con ella para lograr un mejor gobierno. La voluntad de la ciudadanía no es glorificar a un personaje, a final de cuentas coyuntural —para desgracia de su propio ego—, sino lograr las condiciones para que las instituciones que le brindan solidez al Estado prevalezcan en tiempos de incertidumbre.

Las cosas no van bien, y aún es tiempo de hacer algo: no hay peor ciego, de verdad, que aquél que pretende que no puede ver.

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