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La instrumentalización de la violencia

Santiago García Álvarez

Santiago García Álvarez

Las primeras planas vuelven a llenarse de noticias tris­tes. Si bien la estadística confirma que el fenómeno es constante, hay periodos en que las detonaciones de la violencia resultan sonoras y lacerantes. Jesús Hernández mató a Yrma Lydya Gamboa en la colonia Del Valle. Un alum­no de la UNAM se arrojó desde uno de los edificios de Ciudad Universitaria. Paola Itaí fue localizada desmembrada en Río Blanco, Veracruz. Dos sacerdotes jesuitas fueron asesinados en la sierra Tarahumara. Un joven murió al transgredir la zona de seguridad del Popocatépetl.

Impactan las ocho columnas de la realidad. Las noticias relacionadas con guerras, fallecimientos por hambre, asesi­natos, feminicidios, suicidios o incluso accidentes naturales nos duelen. Es más, precisamente por eso, siguen siendo no­ticia. Y en ese sombrío escenario, con un estruendoso silen­cio de fondo, llama la atención la triste “normalización de la violencia” que, desde hace años, es un activo de muchos medios de comunicación.

Los días posteriores a la noticia, la discu­sión suele orientarse a reclamar una justicia que, como lo ratifica la cifra negra de delitos en México, la mayoría de las veces no se con­sigue. Otros debates derivan en tecnicismos, ideologías o posiciones políticas en torno a los hechos. Sin embargo, llama la atención que pocas veces nos detengamos en las per­sonas, en las víctimas –más allá de su atención instrumentalizada– o en las causas detrás de los acontecimientos. Ésa es otra violencia: la agresión de la invisibilidad.

La desesperación, el vacío, la inquietud de una mujer que ha sufrido una violación o de un joven que quiere privarse de la vida, no suelen ser el foco principal de atención. Tampoco nos detenemos a profundizar en la naturaleza de la envidia, lujuria, venganza, maldad, codicia, mentira o engaño, pues parecería una conversación “moralizante”. Los límites éticos deberían iluminar todo este escenario, ya que evidentemente tienen conexión con la violencia. Al respecto, sigo pensando que la ética no puede circunscribirse a acuerdos democráti­cos, sino que tiene que existir un soporte más sólido detrás.

Las noticias de las últimas horas nos dan otro ejemplo. La Suprema Corte de Estados Unidos revocó el fallo Roe vs. Wade, el cual sentaba las bases jurídicas que legalizaban el aborto. De inmediato, las reacciones de los demócratas la­mentando que “fue un día triste para el país” o los republi­canos hablando de una “victoria política”. Una vez más, la instrumentalización de los acontecimientos.

En este caso, ¿los temas de fondo no tendrían que ser las vidas humanas indefensas, el sufrimiento de tantas mu­jeres que se plantean abortar y la habilitación de mecanis­mos sociales que apoyen con sensibilidad la dignidad tanto de la mujer sufriente como del no nacido? Quizá valdría la pena preguntarse si el dogma de “sexualidad libre” realmente nos ha dejado los dividendos que prometía o más bien está generando más ansiedad, tristeza, enfermedades y proble­mas –entre ellos, algunos embarazos no deseados. Y como eje prioritario, y ahí sí creo que lo mediático empata con el asunto toral, la erradicación de la violencia contra la mujer.

Llama la atención otro titular de esta semana. Anita Álvarez, nadadora artística, se desmayó en el Mundial de Budapest y fue rescatada en el fondo de la piscina. Según su dramática narración, todo “se volvió negro de repente”, ilustrando una vez más que la tendencia natu­ral del ser humano es aferrarse a la vida. Esto es verdad incluso en los casos de suicidio, donde el drama reside precisamente en la intensidad de un sufrimiento que es capaz de ir en contra de la propia vida, o en el caso de los ancianos o los enfermos que no desean vivir, donde de nuevo la tragedia es una sociedad que no ofrece mecanismos familiares y sociales que los res­palden correcta y cariñosamente. La libertad, tan importante para todos, no es un bien ma­yor que la vida y que en esta confusión axiológica descansan algunos de los dramas actuales.

Las numerosas muertes que escuchamos todos los días no tendrían que limitarse a conversaciones de lamentación. Tampoco, exclusivamente, a la tan indispensable como au­sente justicia. Es necesaria la sensibilidad con las personas que sufren y la valoración de la vida en todas sus etapas y circunstancias; la generación, por tanto, de un entorno en el que la vida sea acogida con amor y nadie desee morir. Hace mucha falta insistir en los valores universales, otorgar sentido a la vida de los ancianos, promover la unión familiar, revalo­rar un concepto de amor que reemplace el refugio en drogas o sexo, combatir decididamente la instrumentalización de la persona y construir una política pública que sostenga una lógica de máximos y no de mínimos.

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