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La dictadura del miedo

Santiago García Álvarez

Santiago García Álvarez

¿Es más peligrosa esta época que las anteriores? ¿O simplemente vivimos en una narrativa del miedo que agranda los posibles daños a nuestro alrededor?

Esta pregunta fue planteada mucho antes del covid. Desde finales del siglo pasado, Frank Furedi advirtió que habíamos entrado a La cultura del miedo, nombre que dio a uno de sus libros. Hace un par de años, sin pandemia en el horizonte, el mismo autor publicó una obra adicional donde profundiza su trabajo de dos décadas atrás. How Fear Works explica cómo, desde finales de los setenta, existe una cultura pesimista sobre nuestra capacidad para afrontar la adversidad. Al mismo tiempo, la información que versa sobre riesgos es cada vez mayor. La percepción de mayores miedos y la sensación de contar con menos recursos para enfrentarlos genera una sociedad ansiosa. Lo que causa la mayoría de los miedos no es la experiencia real de la gente, sino la información que nos bombardea. Irónicamente, existen estrategias para dar al público una impresión de seguridad, aunque no se mejore la seguridad real, como lo explica Bruce Schneier a través del concepto teatro de seguridad. En un artículo reciente, Ignacio Aréchaga retoma algunos argumentos relacionados con la cultura del miedo. Según el periodista español, el discurso público ha puesto el acento cada vez más en el miedo y esto ha tenido consecuencias imprevistas. Se considera peligroso tomar refrescos o comer hamburguesas, así como llevar a los hijos al parque, pues la opinión pública ha descansado sus acentos sobre los peligros de la obesidad o los accidentes infantiles.

Sin duda, hay un problema de obesidad a tratar —particularmente en México— y existen riesgos en los juegos de los niños, sin embargo, es tal la retórica del miedo que nos pasamos al otro extremo. Escuchamos que existen cosas tóxicas, espacios inseguros y riesgos. Con tal de alejarnos de los nuevos miedos estamos dispuestos a limitar las mismas libertades que no disminuiríamos por ningún otro principio.

El optimismo en el progreso, tan presente en décadas no muy lejanas, parece haberse transformado en una preocupación continua sobre el futuro y en un pesimismo ante la incertidumbre. El cambio de percepción sobre el presente y el futuro se debe, en cierta medida, a la cultura del miedo.

¿A qué tenemos miedo ahora? Al coronavirus, a la influenza, a la crisis, al gobierno, a reprobar, a una humillación, al fracaso, al presente, al futuro, al rechazo, a la soledad, al compromiso, al amor y a un largo etcétera. Según Furedi, relatando una paradoja adicional, las personas con mayor seguridad económica son quienes tienden a preocuparse más.

El miedo es una pasión valiosa en el ser humano que nos lleva a huir de un peligro posible que aún no está presente. Muy útil, por ejemplo, en casos donde podemos evitar situaciones dañinas, incómodas o amenazantes. Sin embargo, ese sentimiento se ha sobrealimentado y parece haber colonizado personas y comunidades al punto de afectar en grado mayor que los mismos sufrimientos que pretende evitar.

Ahora, los males poco probables, por el hecho de ser posibles, resultan ya preocupantes. Como nos advierte la siquiatra Marian Rojas, la mayor parte de nuestras preocupaciones se relacionan con cosas que nunca suceden y, sin embargo, las experimentamos física y sicológicamente como si realmente hubieran acontecido. La cultura del miedo huye de las inseguridades, pero a cambio genera unas nuevas, muchas de ellas ni siquiera reales. Antes existía un consenso moral sobre lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo no conveniente. En las últimas décadas este consenso se ha debilitado. A cambio ha surgido una nueva moralización, referida a conductas de riesgo, que restringe de otro modo nuestra libertad y que muestra intolerancia cuando es cuestionada.

Uno de los mayores peligros de la cultura del miedo es que otorga un poder abrumador a los poseedores de los mayores medios en la sociedad: los políticos, los comunicadores y los millonarios cuentan con una plataforma de manipulación muy eficaz capaz de orientar el voto, la conducta o la manera de pensar. Mucho miedo, magnificación de los peligros, aversión a lo inseguro y poca resistencia al dolor son una combinación peligrosa para el ciudadano medio, pero muy eficaz para quien manipula. Podemos caer en una especie de dictadura del miedo, a pesar de vivir en supuestas democracias.

Habría que revalorar el sentido del miedo y darle un adecuado lugar, regresándole su enorme poder cuando sucede en el contexto y proporción adecuados. Como sociedad, necesitamos sensatez para valorar el costo beneficio de tantas restricciones ante acontecimientos que sucederán con muy baja probabilidad. En espacios educativos, hay que evitar a jóvenes y niños peligros innecesarios, pero también hay que ayudarlos a enfrentar lo doloroso y lo difícil, dándoles una mayor confianza en que ellos mismos pueden superar la gran mayoría de los obstáculos y aceptar las pocas cosas dramáticas que no podrán cambiar.

La formación de la resistencia y la aceptación, sin excesos innecesarios, podrán dar magníficos dividendos. Si nos hubieran planteado la existencia de una pandemia hace algunos años quizá nos habría paralizado el miedo y nos habríamos sentido incapaces de enfrentarla. Paradójicamente, al haberse presentado sin darnos tiempo a la especulación, nos ha demostrado que resistir y aceptar son un camino alternativo a la dictadura del miedo.

 

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