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La autodestrucción de Occidente

Santiago García Álvarez

Santiago García Álvarez

Con la conciencia de tratarse de una cuestión más compleja —y para fines explicativos de estas líneas—, considero que desde una perspectiva geopolítica, en el mundo actual se distinguen con mayor nitidez algunos bloques culturales. Por una parte, tenemos el grupo asiático, donde países como China, Japón y Singapur se siguen consolidando en el ámbito económico, mientras se mantienen de alguna forma anclados a su idiosincrasia y valores. El mundo musulmán, cohesionado por su religión y cultura, ha ganado en espacio geográfico, con un continuo flujo migratorio a diversas regiones del orbe, al tiempo que consolida su cosmovisión dentro de sus propios territorios. El pueblo judío, sin comparación en volumen, pero sí con alta influencia, se ha arraigado en comunidades sólidamente establecidas en distintos países; generalmente solidarias entre sí y unidas por sus tradiciones.

Por nuestra parte, en América y Europa, el llamado mundo Occidental, atravesamos caminos de polarización política, cada vez más alejados de esa armónica convivencia prometida por la vida democrática. Es palpable la constante confrontación con nuestras raíces y el intento frecuente de erradicar nuestra identidad. La desunión se acentúa y no promete buen término.

Recordemos algunos de nuestros fundamentos culturales. Los griegos nos dieron las bases de un sólido pensamiento filosófico, así como los cimientos de la democracia. La cultura judía nos legó los mandamientos, límites de convivencia humana orientados a proteger bienes mayores. Los romanos nos heredaron un sistema legal que privilegiaba la justicia sobre el legalismo, respetaba las autonomías culturales conquistadas e intentaba anclarse en la realidad de los acontecimientos. A los cristianos les debemos el surgimiento de las universidades, la proliferación de los hospitales, la institucionalización de la caridad, numerosas obras de arte, la plenitud del perdón, así como las bases para el desarrollo científico de varios siglos. Todos ellos, con costumbres mejorables y defectos innegables, pero cuya suma ha dado lugar a la grandeza de muchos años de cultura y libertad.

Uno de los parteaguas de la cultura occidental en sus aspectos sociales y políticos es la figura de Maquiavelo. En El príncipe establece que los seres humanos no se rigen por la razón, sino por las pasiones, a lo que suma herramientas para conservar el poder por el poder, muy distinto a lo propuesto por Aristóteles y la cultura greco-romana, sin duda más orientada al bien común.

La Ilustración representó un cambio en la historia del pensamiento. A pesar de que su vertiente americana rescató los derechos provenientes de Dios y las virtudes sociales, la francesa en cambio buscó liberarse por completo de las “ataduras anteriores” y de numerosos aspectos culturales. Es precisamente en 1789 cuando se agudiza la negación de los principios judeo-cristianos que tanto habían ayudado a florecer a la cultura europea. A pesar de los innegables logros de la Ilustración, su extremo anticultural ha tenido consecuencias también negativas.

Muchos otros pensadores han influido para que esa transformación cultural se aleje de sus raíces romanas, griegas, judías y cristianas: Hume, Marx, Nietzsche y Sartre son solamente algunos ejemplos, cuyo común denominador, además del rechazo religioso y el pesimismo antropológico, es el rompimiento con la tradición.

Así, no es casualidad que en el mundo occidental actual nos encontremos con numerosas manifestaciones alejadas de sus pilares originales: universidades que rehúyen a los clásicos en su formación intelectual; ética por consensos democráticos y no por principios superiores; gobierno de las emociones sin la recta guía de la razón; ideologías separadas del anclaje en la realidad y el sentido común; legalismo jurídico; secularización negadora de nuestra naturaleza religiosa; libertad sin responsabilidad; sociedades carentes de sentido a pesar de su prosperidad económica.

Los países musulmanes parecen afianzarse cada día más en sus creencias y continúan creciendo. Los asiáticos se han consolidado, en buena medida, manteniendo firme su cultura. Los judíos están lejos de ser un pueblo en peligro de extinción, en parte gracias a su cohesión y al respeto por sus tradiciones. Occidente, en cambio, es el que más ha favorecido la libertad e, irónicamente, quien más reniega de sí misma. Numerosas fuerzas insisten en negar las bases de la cultura occidental sin darse cuenta de sus tremendas consecuencias.

Es fundamental encontrar unidad en nuestras raíces y valorar nuestro pasado, a la par de aprender de nuestros errores e incorporar aspectos valiosos de otras culturas. Sin embargo, negar el legado grecorromano y la tradición judeocristiana resulta un venenoso empobrecimiento. En este sentido, como lo proponía la filosofía clásica, la mejor forma de combatir la descomposición del ser humano no es a través del enaltecimiento de sus miserias, sino por la memoria de su grandeza.

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