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Diálogo constructivo, progreso cultural

Santiago García Álvarez

Santiago García Álvarez

Quien no comprende una mirada,

tampoco comprenderá una larga explicación.

Proverbio árabe

 

El circo mediático, la explosión de las redes sociales y los debates acusadores son tres elementos que caracterizan el discurso público actual. El estruendo por encima del entendimiento. La prevalencia de “mi emocionado punto de vista” sobre la verdad, y su inmediata espiral sicológica crean continuos entornos de animadversión, enojo y antipatía. El diálogo constructivo es uno de los grandes ausentes en la retórica actual, y quizá una de las carencias que impiden, a una civilización que ha progresado en lo tecnológico y científico, transitar hacia un verdadero desarrollo cultural.

Este desgaste social, donde el diálogo y la verdad pasan a un segundo plano, tiene distintas manifestaciones: el uso continuo de estrategias de polarización –tan socorridas en la política–, la cultura de la cancelación, la condena a todo aquello que difiera de la manera de pensar de un grupo, la confusión entre tolerancia y relativismo, el anonimato en redes, la difusión de fake news y las descalificaciones superficiales a los adversarios, por citar algunas. Como consecuencia lógica, se genera un contexto social agresivo, en el cual los ganadores no suelen ser los más pobres, los más discriminados o los que más injusticias han padecido, sino aquellos grupos particulares que poseen más recursos, poder o influencia. Eso no es nuevo. Lo que sorprende es que se convierte en un atropello “políticamente correcto”.

En contraparte, y con un trasfondo esperanzador, en la literatura actual, encontramos nuevas voces que nos pueden ayudar a reorientar el debate público. Adam Grant, reconocido profesor de Wharton, publicó recientemente su libro Piensa otra vez. Grant afirma que, sin duda, tenemos el derecho a expresar nuestras opiniones, pero si decidimos hacerlo en voz alta, debemos responsabilizarnos de basarlas en la lógica y en los hechos, compartir nuestros razonamientos con los demás y cambiar de opinión cuando aparezcan nuevas pruebas. El intelectual estadunidense otorga voz a lo que muchas personas viven con sentido común en su día a día, y que representa una perspectiva distinta a lo que prevalece en la arena mediática.

Como dice el mismo Grant, nuestros sesgos son capaces de retorcer nuestra inteligencia hasta convertirla, incluso, en un arma contra la verdad. Es lo que conocemos como “racionalizar”. Lo que realmente necesitamos, como personas y como sociedad, es el “modo científico”, dispuesto a corregirse y rectificar, pero siempre abierto a la verdad. En esa misma línea, el conocido autor Daniel Kahneman señaló en una ocasión que si descubriera en un momento estar equivocado, significaría en ese preciso momento estar menos equivocado que antes. La actitud científica es precisamente aquella que se entrega a la verdad y no tanto a los prejuicios personales.

Si queremos que nuestra sociedad avance no sólo en materia tecnológica, sino también en lo humano y lo cultural, es necesaria esa “actitud científica”, vinculada a una reflexión profunda sobre lo que realmente es el ser humano: un ser falible y limitado, pero capaz de conocer la verdad; un ser sociable y relacional, capaz de la guerra, pero también de la armonía social.

Yago de la Cierva, profesor del prestigiado IESE, reflexiona sobre la naturaleza de los diálogos abiertos y recomienda algunas premisas fundamentales: no enojarse, ser capaces de reformular, echar luz en vez de leña al fuego, mostrar compasión, no mentir con estadísticas, no personalizar. Extrañamos, en el mundo actual, aquella actitud socrática, revelada en el Gorgias: “Si me refutas, no me irritaré contigo, como tú conmigo, sino que te inscribiré como mi mayor bienhechor”. Lo sugerido por Sócrates no es posible sin las condiciones del diálogo señaladas por De la Cierva; es, en cambio, un principio de crecimiento personal, social y cultural cuando el respeto, la humildad y un sincero afán de verdad respaldan la interacción entre las personas.

En ese sentido, las universidades no tendrían que ser herramientas políticas para determinadas causas, generalmente externas. Su misión principal tampoco es la transformación social, aunque, sin duda, es importante que ayuden a contribuir a la mejora de la sociedad. La misión universitaria es prioritariamente la generación de diálogo constructivo donde se busca la verdad, así como la formación de personas. Para que el diálogo sea verdaderamente fecundo debe estar antecedido por el estudio y la investigación cuidadosa. Como decía Carlos Llano: “Nos gusta hablar de nuestra propia opinión, porque nos encontramos muy bien con ella. La verdad, en cambio, nos arranca de nosotros, nos desgaja de nuestro sitio, nos levanta del suelo y nos pone a la intemperie”. Somos libres cuando expresamos una opinión, pero dejamos de serlo si nos empecinamos en una posición particular o ideológica.

Hoy es más preciso que nunca impulsar diálogos constructivos, con actitud científica, que nos lleven hacia un verdadero progreso cultural. Para ello, es necesario un afán sincero por encontrar la verdad y un genuino deseo de bien común, mirando con respeto al interlocutor, donde se elige la razón en vez de la fuerza; aquel en el que las correcciones del otro no significan necesariamente renunciar a las propias convicciones. Como diría el propio Llano, “porque la verdad, al ser de todos, nos abre hacia los demás; mientras que la opinión, por ser nuestra, nos clausura en nosotros mismos”.

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