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Poder absoluto

Ricardo Alexander Márquez

Ricardo Alexander Márquez

Disonancias

 

En el siglo XIX, Lord Acton escribió que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, y estaba en lo cierto. Si algo nos enseña la historia, es que son pocas las personas que se mantienen incólumes frente al poder.

Y es que como si se tratara de una receta o del manual del dictador, parece que en todas las latitudes del orbe, incluso, desde Rusia, pasando por Venezuela y llegando a Corea del Norte, aquellos que llegan al poder buscan afianzarse en él siguiendo los mismos mecanismos.

Para empezar, pretenden apuntalar la lealtad de las Fuerzas Armadas por si llegan a perder el apoyo popular. Sin ellas, su poder está sujeto a los vaivenes de la —des— fortuna. No bastan las palabras amables. Hay que darles confianza. Y mucho dinero. Concederles nuevas funciones y ponerlos en posiciones donde puedan hacer buenos negocios. Al fin y al cabo, todos saben que al Ejército no se le puede pedir mucha transparencia.

Después, es fundamental golpear a los medios de comunicación incómodos. Acallar, poco a poco, esas molestas voces que se atreven a retar al régimen que vino a salvar al pueblo —bueno y sabio—. Pretextos hay muchos, pero se pueden argumentar intereses mezquinos o que sólo atacan porque dejaron de recibir su chayote —como se le dice en el folclore mexicano—.

Pero eso no basta. Hay que controlar la narrativa y la agenda mediática. Dominar los temas sobre los que se discute y aquellos que no se tocan. Para eso funcionan los discursos diarios e interminables, llenos de lugares comunes. La idea es crear distractores para que la gente no centre su atención en lo que realmente importa. Mover sentimientos y, con ello, el interés de las personas.

Es básico hacerse de las instituciones públicas que significan una oposición o contrapeso. Pueden ser de muchos tipos, como el poder judicial o los organismos nacionales del ombudsman —también conocidos como “defensorías del pueblo”—, pero también cualquier regulador que no dependa directamente del Ejecutivo. La joya de la corona es apropiarse de los institutos electorales.

También ayuda el tener del mismo lado a algunos de los poderes fácticos, esos que controlan los grandes capitales. Hay que hacerse de amigos empresarios que aporten a la causa y la defiendan, y eso se logra —fácilmente— con jugosos contratos. Finalmente, es importante poner en marcha programas “sociales” donde se regale dinero a una base amplia que esté dispuesta a apoyar el proyecto y ceder su voto a cambio de dádivas. Conviene que exista opacidad en la entrega de los recursos. El tema no es enseñar a pescar, sino regalar pescados a cambio de voluntades. Para lograr todo esto, es importante que no existan trabas legales —ayuda mucho el control del Poder Legislativo— y el mantener a raya a la oposición, que, si no se puede cooptar, se debe convencer usando técnicas más sofisticadas, incluyendo el famoso chantaje.

Como escribió Thomas Jefferson, “no hay un rey que, teniendo fuerza suficiente, no esté siempre dispuesto a convertirse en absoluto”. Por eso, al final no importan los resultados del régimen —que, usualmente, son muy malos—, ni acabar con la pobreza, ni siquiera distribuir mejor los recursos. Lo fundamental es mantener el poder absoluto, cueste lo que cueste. Y lo peor, es que parece que está funcionando.

*Maestro en Administración Pública por la Universidad de Harvard y profesor en la Universidad Panamericana.

Twitter: @ralexandermp

 

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