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Pifia de la Suprema Corte

Raymundo Canales de la Fuente

Raymundo Canales de la Fuente

 

Aparecen múltiples comentarios en la prensa relativos a una menor de edad, hija de personas que profesan la religión de los Testigos de Jehová.

El caso llegó al máximo tribunal de México, en virtud de que la menor padece una seria enfermedad tumoral llamada leucemia que, por fortuna, tiene tratamiento con buenas posibilidades de éxito, pero para desgracia de los progenitores, incluye el uso sistemático de transfusiones de sangre.

La leucemia puede ser entendida, de manera simplista, como un tumor de la sangre, en virtud de que se origina en células que la conforman, y los fármacos de quimioterapia que se utilizan para tratarla dejan momentáneamente a los niños sin capacidad para regenerar su propia sangre.

Por fortuna, esa capacidad se recupera en su totalidad pero, mientras esto sucede, los médicos especialistas se ven obligados a transfundir a la menor; por lo que los padres del caso de marras se opusieron vehementemente, esgrimiendo argumentos de la religión que profesan.

Frente a esta actitud, el personal médico y de trabajo social acudió a las instancias de administración de justicia de su localidad para continuar el tratamiento sin la autorización de los padres.

Parece por completo lógica la actitud del personal médico, en vista de que aplicar los principios morales de esa religión pondría en peligro de muerte inminente a la menor.

Los hijos no son propiedad de sus padres; están a su cuidado y, si fallan, el Estado debe asumir la responsabilidad.

El caso entonces llegó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y los ministros se pronunciaron por la postura en defensa de la salud de la niña, autorizando al personal médico para continuar con el tratamiento, incluyendo, por supuesto, las transfusiones sanguíneas.

 Hasta este punto todo parece lógico, pero el tribunal constitucional olvidó que también se debe ponderar la opinión de la niña.

Por supuesto, el derecho de una menor para opinar respecto a su tratamiento se debe considerar de forma gradual, un recién nacido carece de lenguaje y de los elementos mínimos para ponderar, pero conforme crecen los niños y niñas van adquiriendo, paulatinamente, capacidades sorprendentes para manifestar con inteligencia sus conclusiones y su voluntad.

En el ejercicio de mi paternidad, me consta que los menores, desde muy corta edad, son capaces de comprender, entender y arribar a conclusiones, muchas veces mejores que muchos adultos.

Hoy existen múltiples legislaciones en Europa que permiten a los menores de edad manifestar sus preferencias en cuanto a tratamientos médicos.

Se requiere articular una estrategia específica con sicólogos expertos para que la niña pueda manifestar su voluntad; como lo expresó hace unos días, en entrevista en este mismo medio, una de las mejores bioeticistas que tenemos en México, la doctora María de Jesús Medina Arellano, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Uno de los aportes fundamentales de quien se considera creador del enfoque constructivista, Jean Piaget, es precisamente considerar a los niños como personas inteligentes, sujetos actuantes de su propia historia.

Se les olvidó a los señores ministros ese pequeño detalle. Por supuesto, pienso que la niña hubiera decidido algo muy parecido a la conclusión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero lo importante aquí es el deber de considerarla.

 

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