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El crimen omnipresente desprecia la vida

Raúl Cremoux

Raúl Cremoux

Otros ángulos

 La ideología y la actitud ante el crimen de una sola persona, por poderosa que sea, no justifica la inseguridad y el sufrimiento de una nación.

Los muertos no se distinguen entre aque­llos que son estudiantes, mujeres, campesi­nos, terratenientes o desempleados. Todos asesinados del sinnúmero de formas que emplea el crimen organizado o sin organi­zar. Ante nuestros ojos están los balaceados, ahorcados, acuchillados, quemados, tortura­dos, troceados y desaparecidos o envueltos en cobijas y semienterrados o carbonizados. Ésa es la tóni­ca cotidiana. En nuestros días, existe un consentimiento a la violencia que dan el olor, la acústica y la sórdida atmósfera que envuelve al país.

Los mexicanos secretamos un nuevo sudor, el de la in­certidumbre, el del temor, el del dolor. Decenas de miles de asesinatos, cientos de miles de familias sin el padre, los hijos, las hermanas, los abuelos, las viudas, los huérfanos parpa­dean aquí y allá, arrastrando el o los cadáveres que llevan dentro, el profundo dolor y el resentimiento. Los menos cla­man justicia, los más viven en el desamparo y en la búsqueda de reparar un mundo ido y resquebrajado.

La violencia es coacción física, perjuicio, daño, atentado directo, corporal contra la vida, integridad y libertad. La violencia está en la cumbre de la jerarquía de las amenazas que pueden volcarse sobre un ser humano. Cuando la violencia es omnipresente, hay un profundo desprecio a la vida. Ninguna re­flexión sesuda resiste ante el hecho de pre­senciar cómo se tortura o se aniquila a un hijo, a una esposa o secuestran a una niña.

Detrás de la historia de la violencia, se perfila la historia de un pueblo, y el nues­tro, el mexicano, siempre ha sido violento, exacerbado por sus costumbres, películas, canciones y lo imprescindible: la omisión al respeto de leyes y reglamentos. Eso, la in­justicia como bandera y rumbo para que el criminal sepa que no tendrá castigo, haga lo que quiera y cuando su sangre o intereses pida más sangre.

En un momento dado, todos los pueblos son violentos y todos son educables. ¿Quién educa? La familia y el Estado. Donde ha sido fuerte, orientador, capaz de crear una Policía, una escuela y un aparato eficien­te en la procuración de justicia, el país se ha tranquilizado. Una cultura apaciguadora como la hinduis­ta no logró impedir matanzas y caos generalizado hasta que el Estado respondió con firmeza, fijando límites e imponiendo severas penas a los infractores.

Son las instituciones las que apuran el desarrollo de los pue­blos y lo hacen cuando son res­petadas y respetables; cuando van de la mano con la escuela y la familia. Cuando tienen como prioridad desbrozar caminos en medio de la selva.

Aquí, estamos ante un Estado que ha dejado de desempeñar su papel orientador y pedagógi­co. El gobernar no es necesariamente abuso de poder como tampoco puede ser defensor de los criminales. Al delinquir, éstos abjuran contra sus derechos ciudadanos. Se refugian en la caverna de los instintos y las perversio­nes, porque a eso responden sus emociones e intereses sin límite.

La nación es una asociación voluntaria de hombres iguales. Quien opta por el crimen, renuncia a esta asociación y la República tie­ne los elementos para someter y castigar a quien delinque, porque primero está en for­ma preponderante, la razón de ser del Esta­do: salvaguardar la integridad y los bienes de los ciudadanos.

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