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La informalidad laboral en México

Raúl Contreras Bustamante

Raúl Contreras Bustamante

Corolario

Hace poco más 130 años, el 1 de mayo de 1886, un grupo de trabajadores de la ciudad de Chicago, decidió ir a la huelga y marchar por las calles para lograr la reducción de la jornada laboral a ocho horas, lo que ocasionó la represión de la policía, cuya acción dejó varios muertos y gran cantidad de heridos.

Éste fue el origen de lo que hoy en día llamamos —y conmemoramos— como el Día del Trabajo. Con motivo de esta fecha, vale la pena hacer un balance general y analizar en qué sitio nos encontramos en México, en materia laboral.  Las cifras publicadas del Inegi y por la Subsecretaría de Empleo y Productividad Laboral de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social señalan que en México alrededor de 58% de la Población Económicamente Activa, es decir poco más de 31 millones de personas, labora en la informalidad.

Este índice es preocupante, porque demuestra que no existe un nivel de bienestar ni de distribución de la riqueza que permita una cobertura a aquellos que se enfrentan a la falta de un empleo formal. Ello ocasiona escasa posibilidad de ahorro a las familias mexicanas, derivado de los limitados recursos económicos que sus integrantes perciben por los bajos salarios que los condena a vivir al día.

Este fenómeno que no ofrece seguridad y estabilidad laboral ni tampoco una adecuada y suficiente retribución; es llamado como “precarización del empleo” y es uno de los principales problemas que tiene que enfrentar el Estado mexicano. La legislación laboral carece de los instrumentos normativos para frenar el gran crecimiento del sector informal, ya que por el contrario, permite figuras que estimulan la flexibilidad laboral, como la subcontratación —llamada outsourcing— y los contratos a tiempo parciales —el trabajo a prueba— figuras jurídicas que se introdujeron, lamentablemente, en la última reforma a la Ley Federal del Trabajo. Desde el punto de vista fiscal, se estimula —y hace más sencilla y barata— la contratación de personal eventual, en lugar del empleo formal, que constituya obligaciones laborales de estabilidad, antigüedad y seguridad social, lo que impacta —de manera negativa— en la calidad de vida de los trabajadores.

Está comprobado que la falta de empleos formales es un factor que margina a ese segmento mayoritario de la población de la cobertura de un estado de bienestar, que incluye los servicios de salud, seguro de desempleo, acceso al crédito, ausencia de sistema de pensiones o ahorro para el retiro, entre otros elementos. Es, sin duda, un problema grave: no sólo desde un punto de vista económico y productivo, sino también desde una perspectiva de desarrollo social de esa población, que a diario lucha por la dignidad de su trabajo para sacar adelante a los suyos, además de alcanzar una mejor calidad de vida y lograr el desahogo mínimo de su economía familiar. Recordar a los mártires de Chicago debe servir para exigir una Reforma Fiscal y laboral que ataque de manera seria este lastre social. Es impostergable un cambio de estrategia que revierta la situación actual, que obliga a que la carga fiscal la soporte una minoría que paga impuestos, pero que al mismo tiempo, mantiene a casi 70% de la población en la marginalidad social.

Como Corolario, el célebre Gabriel García Márquez escribió: “He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”.

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