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Volver a los clásicos de la república

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Jaime Rivera Velázquez

Decían Italo Calvino y Harold Bloom que el invencible valor de un clásico reside en su vigencia, más allá de su época; en su comprensión de la condición humana o las lecciones de la historia. De ahí que siempre pueden enseñarnos algo nuevo, inclusive en cada relectura de sus obras.

Tratándose de teoría del gobierno, así sucede con Maquiavelo y Montesquieu y también con los autores de los textos que, con el tiempo, conformarían The Federalist Papers, conocido en español como El Federalista.

Esta obra colectiva es una colección de más de ochenta artículos publicados con el seudónimo Publius por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, con el propósito de inspirar y defender la Constitución estadunidense.

Estos tres autores, junto con Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, George Washington y John Adams, son considerados los siete padres fundadores de los Estados Unidos de América, la primera república moderna y la inventora del sistema político presidencial.

El culto laico de los estadunidenses por sus padres fundadores y, particularmente, por los textos de El Federalista, se sustenta en la sorprendente vigencia de sus ideas más de 230 años después de su aparición.

A partir de lecciones de la historia –particularmente del estudio de la República romana– los fundadores diseñaron una Constitución previsora y a la vez arraigada en la práctica social de su joven nación. Les preocupaban, sobre todo, las causas del ascenso y caída de las repúblicas en la historia, y en las ideas de la Ilustración hallaron algunas claves para proteger la forma de gobierno republicana.

La independencia estadunidense, anterior incluso a la Revolución Francesa, se produjo en un escenario internacional dominado por monarquías conservadoras.

Sus líderes intelectuales y políticos advirtieron la amenaza permanente de la tradición monárquica para la república, pero también anticiparon los peligros que la democracia y los deseos volubles de la mayoría entrañaban si no se les oponían los frenos de la Constitución y de los jueces.

Conscientes de que la destrucción de la República romana había empezado por un cesarismo amparado en la adoración de las masas, advirtieron a sus ciudadanos de los peligros de caer bajo la seducción del autócrata.

“Entre aquellos hombres que han derribado las libertades de las repúblicas, el mayor número ha empezado su carrera pagando un obsequioso cortejo al pueblo, comenzando como demagogos y terminando como tiranos”.

La prevención contra la tiranía residía en la división de poderes, ya practicada en Inglaterra y convertida en doctrina por Montesquieu.

En palabras de El Federalista, “La acumulación de todos los poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, en las mismas manos, ya sean las de uno, unos pocos o varios, y sea por vía hereditaria, autodesignado o electivo, puede considerarse justamente como la definición misma de tiranía”.

Empero, para el republicanismo americano la división de poderes centrales no es suficiente para evitar la concentración del poder. Había que fijar un dique adicional en la vitalidad de la política local.

“Las operaciones del gobierno federal deberán ser más extensas e importantes en tiempo de guerra y de peligro; aquéllas de los gobiernos estatales, en tiempo de paz y seguridad”.

Así, la república de los Estados Unidos de América fue concebida y diseñada en la Constitución como un delicado equilibrio de poderes que mutuamente se limitan y vigilan.

Del voto libre del pueblo emanan la Presidencia y los representantes en el Congreso; entre éstos, el poder se distribuye en un entramado de pesos y contrapesos; ambos quedan sometidos a la mirada del Poder Judicial, que vela celosamente por el respeto a la Constitución; y en la base de toda la república, como expresión más directa de las necesidades y el sentir de la sociedad, actúan los Estados de la Unión.

La preponderancia del presidente sin contrapesos, la voluntad de la mayoría legislativa sin el freno de los otros poderes y el dique de los poderes locales, se convierten llanamente en tiranía, sea de uno, de algunos o de muchos.

Pero es tiranía al fin. Vale la pena leer a los clásicos.

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