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La falacia de Ixcateopan

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Ginés Sánchez*
 

En noviembre de 1946 se redescubren, después de algunos siglos y de innumerables peripecias, los restos del conquistador Hernán Cortés, en la iglesia del Hospital de Jesús, en la Ciudad de México. Este hallazgo, dado el aún por esos años vivo y arraigado sentimiento antiespañol en nuestro país, sencillamente representaba una afrenta a la historia oficialista de bronce; una bofetada al discurso nacional no tan lejano, en ocasiones, al adoctrinamiento, máxime por nunca haberse podido localizar los restos de Cuauh-
témoc, el último Tlatoani y primer defensor de “nuestra soberanía”.

Por lo anterior, ya en el sexenio de Miguel Alemán Valdés (1946-1952), se le instruye (por medio de incontestable orden presidencial) a la prestigiada arqueóloga Eulalia Guzmán a encontrar, sí o sí, los restos del último emperador tenochca, a fin de salvar nuestra dignidad patriótica por medio de emparejar hallazgos óseos, esto, ante la coyuntura del descubrimiento, en Ixcateopan, Guerrero, de una tumba con elementos que hacían presumir que se trataba de gente que en su momento de vida tuvo un alto rango.

   De cuándo, cómo y dónde murió Cuauhtémoc se tiene la certeza que fue unos cuatro años después de consumada la conquista (1521), durante el famoso viaje que Cortés y sus huestes emprendieron a las Hibueras (hoy Honduras) con el fin de arrestar a otro ambicioso aventurero español, Cristóbal de Olid, ya que corría la especie de que había encontrado la mítica Ciudad de EL Dorado, pretendiendo no compartir su logro.

Cuauhtémoc viaja a caballo, ya que para ese tiempo tenía por piernas y manos sólo muñones, cercenadas sus extremidades por el tormento del fuego, con el fin de confesar el sitio de escondite del supuesto tesoro de Tenochtitlan, y Cortés lo lleva consigo, sin matarlo, a manera de un seguro de vida, junto con el último Señor de Tlacopan (Tacuba), Tetlepanquetzaltzin, con el permanente y ya esquizofrénico miedo de una posible rebelión de indios; el rumor de una prácticamente ya imposible conjura y ante su ya casi nula utilidad para los invasores, hace que los asesine en el camino, dónde exactamente, nunca se sabrá, probablemente colgados de alguna ceiba, y después sepultados o devorados por las aves carroñeras.

   Es ante este contexto, como en 1951, el presidente Miguel Alemán se erige como el primer arqueólogo de la nación, y decreto presidencial mediante, identifica oficialmente los restos hallados como los del emperador Cuauhtémoc; lo de las “verdades históricas”, vemos que no es cosa tan novedosa.

Así pues, los restos del último Tlatoani, muerto a sus escasos 28 años, se hallan exhibidos en una iglesia del mencionado pueblo guerrerense de Ixcateopan, aunque hoy se tiene la certeza de que, entre los huesos expuestos, en realidad están los de no sólo una persona sino varias, mujeres e incluso niños.

En los hechos, no se tiene ubicada ninguna tumba de un Rey mexica, a diferencia de algunos Señores en Ciudades Estado mayas, región donde la tradición mortuoria era por completo distinta a la del Anáhuac, llegándose incluso a construir imponentes edificios para tal propósito, a la manera del antiguo Egipto; la tradición en el centro de México era la de cremar al Rey y depositar sus cenizas en una sencilla urna con forma de olla de barro, colocándola como simple parte de una ofrenda, después, eso sí, de distintas y muy relevantes ceremonias, nos dice la ciencia de la arqueología actual.


*Escritor

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