Desierto de los Leones

Opinión del experto nacional
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Por Santiago García Álvarez

El parque nacional Desierto de los Leones se ha convertido en un especial lugar para practicar deporte, cultural, de paseo y convivencia durante los fines de semana de los capitalinos. Corredores, ciclistas (principiantes y experimentados), matrimonios, novios, familias, grupos de amigos y estudiantes de distintos grados escolares convergen en un mismo ambiente. Sábados y domingos son testigos de un entorno colaborativo y solidario que podría ser un pequeño cosmos ejemplar de convivencia social en plena época de polarizaciones.

El Desierto de los Leones fue sede del convento de los Monjes Carmelitas Descalzos en el siglo XVII, quienes cedieron el lugar al gobierno virreinal. Usado más tarde como lugar de acuartelamiento del cuerpo nacional de artillería, fue declarado zona de reserva forestal por el presidente Lerdo de Tejada. Luego, Miguel Ángel de Quevedo convencería a Venustiano Carranza de convertirlo en el primer parque nacional de México. Actualmente, se encuentra a cargo, de manera coordinada, de la Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México, la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales y las alcaldías Cuajimalpa y Álvaro Obregón.

La protección de este ecosistema, la conservación de una parte del patrimonio natural de México, la posibilidad de hacer ejercicio y convivir sanamente, la preocupación por el cuidado del agua, el aire y la naturaleza son objetivos suficientes para que se coordinen distintos actores de la sociedad: públicos y privados, federales y locales, así como delegaciones de distintos partidos, quienes son capaces de colaborar por un bien que construyen y disfrutan en la misma proporción.

Al subir la montaña no tiene ninguna importancia con qué partido simpatizas o en qué colegio estudias. Puedes ver coches último modelo y también antiguos. Numerosos taxis y Ubers dejan y recogen gente, sin conflictuarse unos con otros. Las comidas y festejos representan todas las edades, gustos y sabores. Los ciclistas se cuidan entre ellos y los automovilistas suelen ser prudentes para que se les permita el tránsito. La carretera se transforma en una especie de ciclovía, asumiendo la buena voluntad de maximizar el espacio público disponible.

Claro que, como toda organización que involucra relaciones humanas, no está exenta de imperfecciones. No han faltado lamentables accidentes por imprudencias de ciclistas o de automovilistas y tampoco han estado exentos los asaltos en distintos puntos, incidentes por excesos en la bebida o riñas entre particulares. Sin embargo, en lo general, la disposición de la gente es buena, la convivencia es sana y la seguridad aceptable. Para ello, las reglamentaciones ayudan a generar marcos de comportamiento, pero, sobre todo, existen muchos valores entendidos —no escritos— de convivencia social que se viven dada la conciencia general de la bondad y belleza del lugar.

Es verdad que se echan en falta detalles que ennoblecerían la convivencia. Al subir la montaña, en caminos bastante reducidos es recurrente que grupos de ciclistas se detengan ocupando el 90% del sitio, asumiendo que el ciclista que va en camino contrario pude circular por el reducido espacio restante, cuando sería un gesto más humano y educado otorgar un mayor campo de maniobra. No hay reglas claras sobre si los que suben deben ir por la derecha y los que bajan por la izquierda, siguiendo una lógica de carreteras, confusión que a veces favorece ligeramente la ley del más fuerte. No obstante, se trata de detalles verdaderamente menores, considerando el beneficio global del lugar y la calificación alta de comportamiento cívico de la gran mayoría de los involucrados.

Además del gozo que produce visitar este lugar, el agradecimiento del cuerpo y alma por revitalizarlos, de la conservación de un patrimonio cultural y la preservación de la ecología, quizá podemos extrapolar algunos aprendizajes a más esferas sociales. El ciudadano medio puede constatar que es más divertido pasear en familia que refugiarse en redes sociales. Que se disfruta más un gesto amable de otro ciudadano que un like en Instagram. O que la furia de Twitter no es el estado anímico ordinario de la sociedad, sino que en general los ciudadanos procuramos convivir amablemente unos con otros.

Mi objetivo en esta columna no es tanto rendir un homenaje al Desierto de los Leones. Podría haber citado otros ejemplos, como el Parque Nacional del Tepeyac, el Bosque de Tlalpan, Los Dinamos o La Marquesa, entre otros muchos. Más bien pretendo reflejar la existencia de pequeñas sociedades de convivencia que considero factible trasladar a espacios públicos y comunidades más amplias. Es posible encontrar una sana convivencia social entre personas que piensan distinto. Respetar las reglas escritas y no escritas redunda en beneficio para todos. El ser humano se alegra de que otros la pasen bien y disfruten de lugares comunes. Cuando existe un bien común evidente y atractivo, la suma de voluntades no es tan difícil. Somos seres sociables, relacionales, que disfrutamos de la convivencia y nos alegramos cuando todos estamos bien.

Un pequeño ejemplo capitalino, constatable en numerosos lugares adicionales de esta compleja ciudad y de todos los estados de la República, bien nos sirve de ejemplo esperanzador y pone de manifiesto que la convivencia social es perfectamente factible y que tenemos que darnos a la tarea de extender los radios de los pequeños ecosistemas a espacios más amplios.

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