Logo de Excélsior                                                        

La orquesta de la política

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

Para Ricardo Sodi, en esta mala hora.

 

La migración ha sido un tema muy confuso de nuestra política. No se ha definido con claridad y ni siquiera con sinceridad si es un asunto de política exterior, de economía doméstica, de seguridad nacional, de acción humanitaria, de corrupción pública, de criminalidad organizada o de vaya usted a saber. En los recientes días fue un tema de vialidad y de tránsito. Durante 100 años mexicanos, la orquesta gubernamental mexicana ha desafinado en la sinfonía migratoria.

Me queda en claro que los inmigrantes no son asunto ni culpa de nuestra cancillería ni de la bonanza estadunidense ni de nuestro humanitarismo, sino de nuestra corrupción y de nuestra impunidad. Allí han fallado todos nuestros sexenios y todos nuestros partidos.

Casi toda la vida he podido dialogar con directores de orquesta clásica. Hace años platicaba con Miguel Bernal. Más tarde lo hacía con Enrique Bátiz. En estos tiempos lo hago con Lizzi Ceniceros. Ellos y ella me han confirmado que su batuta no señala las notas que se están ejecutando, sino las que se van a ejecutar en lo inmediato.

Ello es de la mayor importancia para la coordinación del conjunto. De lo contrario, cada uno de los músicos aportaría su personal interpretación de la misma obra y la convertiría en un aquelarre incongruente y espantoso. Así es, también, la dirección de la obra política, muy especialmente la presidencial. El jefe de un gobierno es el único que puede anticiparse a lo que vendrá y prevenir para que acierten.

El gobernante-líder está obligado a dirigir, a prever y a decidir. A recibir la ayuda de los suyos, pero a no dejarse mangonear por ellos. A liderar a su equipo, con la precisión con que los directores lo hacen con su orquesta. Comparto una historia que me ayudará a explicarme.

Corrían los primeros meses del sexenio presidido por Adolfo López Mateos. Llevaban tiempo haciendo crisis algunos problemas sociales en forma de huelga. Una de ellas, la ferrocarrilera, había tomado visos de gravedad. En aquel entonces la vía férrea era el principal instrumento de transporte y el desabasto ya amenazaba a la capital.

Cierta tarde, como en ocasiones anteriores, el Presidente de la República se reunió con sus colaboradores relacionados con el asunto para revisar los avances. Había talento de sobra en aquella mesa. Pero la probada inteligencia de Gustavo Díaz Ordaz, de Antonio Ortiz Mena, de Walter Buchanan y de Salomón González Blanco resultaba insuficiente para un asunto que rebasaba su nivel ministerial y que se alojaba en las exclusivas manos presidenciales.

Por eso, el Presidente comprendió que sus eficientes ministros ya habían llegado al límite de sus posibilidades. Se habían agotado las vías del diálogo, del pago y del arreglo. Les dio las más sinceras gracias por su muy inteligente y muy leal esfuerzo, les deseó un buen descanso nocturno y les explicó su posición.

Les dijo que sólo habría dos soluciones. “Que los matemos o que los metamos. Y como no tengo la menor intención de que los matemos, sólo me queda que los metamos”. Ambas decisiones eran y siguen siendo del exclusivo nivel presidencial.

Ya dicho esto, se levantó para despedirlos. Después, alzó la mano derecha, se dirigió a su secretario particular, chasqueó tres veces los dedos para confirmar su decidida premura y, con su voz amable, pero sonora que no caía en pausas inseguras ni en tartamudeos medrosos, le dijo con urgencia terminante: “Que venga de inmediato el procurador general de la República”.

El resto es historia ya bien conocida. El vallejazo, la conjuración de la huelga ferrocarrilera y la solución de un problema a través de resoluciones y de instrucciones que sólo podía emitir el Señor-Presidente-de-la-República… y nadie más.

Eso es el mayor distingo entre los reyes y sus mariscales. Ésa es la gran diferencia entre los pares y los pajes. No la corona ni el trono ni la banda, sino aquello que, tanto en los caballos finos como en los humanos alfa, desde siempre tan sólo la hemos llamado “clase”.

Comparte en Redes Sociales

Más de José Elías Romero Apis