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La catarsis del fuero

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

Para Héctor Gómez Barraza, en esta mala hora.
 

Pero, ¿qué es el fuero? Para comenzar, no es exacto el uso de tal vocablo, hoy tan manoseado desde por los ruleteros hasta por los gobernantes. En su sentido jurídico, el fuero no significa una protección ni una impunidad, como popularmente se le considera. El fuero es la capacidad para dirimir judicialmente los asuntos. Ésta es una precisión muy antipática, pero muy obligatoria.

En realidad, esos límites que hoy llamamos “fuero” surgieron para preservar el equilibrio de los poderes, evitando que se enchiqueren unos funcionarios a otros sin un filtro previo. Es un freno para quienes tienen la verdadera facultad de acusación penal, el Presidente de la República, los gobernadores locales y, ahora, las fiscalías autónomas, si es que existen “de-a-de veras”.

Ahora, el péndulo de los equilibrios se ha movido y pareciera que lo que se pretende es, precisamente, que esos 33 funcionarios que ejercen la acción penal procedan contra otros “manda-más” y a ver qué pasa con este ameno juego.

Pero nosotros, que sí estamos obligados a la seriedad, debemos comenzar por comentar que existen dos “fueros”. El fuero penal que en nada protege al Presidente de la República. Primero, porque el Ejecutivo federal puede ser juzgado por todos los delitos graves y éstos son casi todos los importantes, desde la pornografía hasta el genocidio. Esto puede acontecer en cualquier momento de su mandato. Pero, por los otros delitos, puede ser juzgado cuando concluya, aclarando que el delito no prescribirá por la espera. Así que el presidente no tiene inmunidad ni siquiera por accidentes de tránsito. Entonces, ¿qué se quiere reformar?

Ahora bien, para proceder contra él, durante su mandato, tiene que autorizarlo el Congreso de la Unión y aquí viene la realidad política. Ello nunca ha sucedido a pesar de que la Constitución Política lo autoriza. Quizá, lo que se requiera sería cambiar a los legisladores y no a las leyes.

En cuanto al fuero político la cosa es muy distinta. El Presidente de la República, actualmente, no puede ser destituido por juicio político. Pero, si ello se reformara, ¿lo enjuiciarían y lo destituirían? Yo no lo creo. Nada más les doy un dato. Durante el tiempo que presidí la comisión congresional respectiva, se presentaron como 500 demandas de juicio político. De ellas, como 150 fueron contra el Presidente de la República que no era ni es enjuiciable. Esto es ignorancia legal de ciudadanos, de gobernadores y de partidos políticos.

Pero las otras 350, contra funcionarios inferiores, pertenecientes a todos los partidos, tampoco prosperaron. Ello fue porque, si prosperaba una sola tendrían que prosperar todas. Y, entonces, ¿quién iba a gobernar? Como decía mi maestro-amigo, Gustavo Petricioli, “si encarcelamos a todos los que se lo merecen, ¿quién va a cerrar la celda?”.

Por eso, la realidad nos dice que la norma no es la solución automática. Estas leyes podrán ser buenas o malas, pero tienen que ser aplicadas, en primera instancia, por los diputados y los senadores. Esto ya le parecerá muy feo a cualquier ciudadano sensato porque entenderá que los legisladores obedecerán a sus partidos o a sus líderes o a sus patrones y no a sus leyes ni a sus consciencias ni a sus electores.

Por eso se ha ocurrido que las acciones de la ley no pasen por los congresos legislativos, sino que se consignen directamente. Desde luego, eso es noble y no se puede contradecir. Pero nos quedaremos sin gobernantes y es posible que sin gobernabilidad. Porque, si se los prometo se los cumplo, aunque sea lo único que les cumpla.

¿Queremos aguantar a un Presidente durante seis largos años o queremos cambiarlo cada dos brevísimos meses? Todo se vale. No es un asunto de lo que deba ser, sino de lo que quieran que sea. Por eso, los dueños de México deberán decidir lo que quieren y, después, dejar que los carpinteros, los albañiles y los artesanos de lo constitucional nos encarguemos de complacer su gusto y su capricho.

Pero no es bueno que ellos mismos hagan nuestro modesto trabajo. Ello sería como si yo construyera mi propio comedor sin llamar a un ebanista. Me quedará tan feo, tan descompuesto y tan disparatado como a ellos les ha quedado su Constitución que, por cierto, es también la mía, la de mis hijos y la de todos los mexicanos. Dice Francisco Labastida que, sí le encargamos un traje a un carpintero nos va a entregar un féretro. Y yo agrego que si le encargamos un país, ¿qué nos irá a entregar?

 

Presidente de la Academia Nacional de México

Twitter: @jeromeroapis

 

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