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Tras los narcolaboratorios de Sinaloa

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Yo no sé, de ninguna forma podría afirmarlo, si existe un pacto, un acuerdo, así sea tácito, entre el gobierno federal y los grupos del narcotráfico. Me explicaba hace años uno de los más importantes especialistas en seguridad de nuestro país que con esos grupos, de una u otra forma, siempre se dialoga, pero no se hace en una mesa, sino con acciones y ante cada acción se responde con una reacción. 

Si nos atenemos a acciones como la liberación de Ovidio, el saludo concertado a la mamá de El Chapo o la indiferencia ante un retén de sicarios en plena gira presidencial, la percepción indicaría que, por lo menos, algo hay. 

 Es distinto cuando uno baja a la realidad. Estuve todo el jueves pasado en las estribaciones de la sierra de Sinaloa para llegar a El Limón, en el municipio de Cosalá, donde se localizaron el miércoles varios laboratorios de metanfetaminas. 

 Allí, como me dijo un alto mando militar, lo que se vive es una tensa calma, quizás no tan perceptible en Culiacán, pero en cuanto se sale de la ciudad y se ingresa a un territorio literalmente desolado, donde no llueve desde hace casi un año, azotado por una sequía terrible, con unos pocos animales muertos o famélicos al borde de la brecha que nos llevaba hacia ese narcolaboratorio, con una tierra polvosa que te embadurna de pies a cabeza, la tensión está en el aire. 

El Limón no está lejos de Culiacán, son unos 60 kilómetros lo que las separa, pero son dos mundos completamente diferentes. 

 Saliendo de la capital, una carretera modesta nos lleva unos kilómetros hacia el centro del estado, y rápidamente hay que tomar una serie de brechas y caminos de tierra en una zona abandonada de la mano de Dios. No se ve literalmente a nadie en casi 30 kilómetros de brechas, salvo algún joven en motocicleta que probablemente sea un halcón. 

El narcolaboratorio que visité no impresiona por su tamaño, aunque es grande y funcional para su objetivo, impresiona por el olor. Quizás porque hasta hace apenas unas horas había estado funcionando, quizás por el calor y lo seco del terreno, lo cierto es que el olor de los productos químicos (mucho mayor que otros que he visitado) se impregnaba en la nariz, la boca, la piel. No se termina de quitar días después. 

Básicamente, estos narcolaboratorios se constituyen en tres zonas: la de los reactores donde se meten en una suerte de ollas a presión todo tipo de químicos, todos altamente contaminantes por sí solos, allí se calientan y se precipitan hacia unos bidones, cuyo líquido es vertido en unas tinas, donde vuelven a recibir otros productos químicos que los llevan, al paso de algunas horas, a convertirse en una suerte de gelatina un poco nauseabunda. De la tina son llevados a unas ollas que a su vez tienen una suerte de cedazos, que sirven para filtrar el producto, previamente se le agregan otros químicos y sustancias como papel de aluminio molido. 

 Se le deja asentar, y desde ese narcolaboratorio es llevado a algún centro más o menos urbano para terminar el proceso, fragmentarlo y sacarlo a la venta. Todo lo que sobra de basura química altamente contaminante, es arrojada a un pozo que contamina a su vez la tierra y los mantos freáticos a kilómetros de distancia. 

La producción es enorme, de cada tina, y había 16 en el que visité, se pueden sacar uno 500 kilos de producto en cada proceso. 

Junto al laboratorio hay una suerte de campamento donde duermen los que allí trabajan. Me preguntaba cómo pueden hacerlo, con olores y acidez que perforan el cuerpo en unas pocas horas. La respuesta es que consumen lo que producen, lo que los lleva a ignorar el ambiente demencial del que están rodeados. Claro, el consumo masivo de esa droga provoca daños irreversibles o la muerte, pero no importa, lo que sobra es mano de obra, en una zona donde entre 75 y 95 por ciento de la escasa población vive, de una u otra forma, de esos laboratorios, sea trabajando en ellos o comprando y aprovisionando sustancia y equipos para que funcionen. 

En toda la región, como dijimos, la sequía es feroz, hay que traer agua de muy lejos por sistemas de mangueras, pero también equipo eléctrico, bombas, maquinaria, materia prima. 

 En lo que va del sexenio se han decomisado poco más de 800 laboratorios de estas características en todo el país: 706 estaban en esta zona de Sinaloa. Apenas la semana pasada se incautaron siete, algunos bastante más grandes (y más inaccesibles) que el que visité. Hay un fuerte apoyo de aire, de helicópteros y drones para tratar de localizarlos, pero están muy bien camuflados y salvo algunos casos muy específicos, la búsqueda se debe realizar a pie, en condiciones muy difíciles, en caminatas que duran días y lo que al final suele delatar la presencia de estos laboratorios es el inconfundible e inocultable olor. 

 Eso lo hacen las tropas del Ejército Mexicano ampliamente desplegadas en la zona, con un trabajo de verdad sacrificado y peligroso. Esa lucha cotidiana puede ser que no esté todos los días en los medios, pero es la real, con costos, sacrificios y víctimas. Me consta. Y ésa es una lucha, un combate ignorado, que se lleva a cabo día a día, mes a mes, año a año, porque de la misma forma que se erradican unos laboratorios se instalan otros. 

Insisto, yo no sé, no puedo saberlo, si en algún ámbito hay algún acuerdo o pacto. Lo que sí sé y volví a confirmar el jueves pasado, es que hay miles de soldados, hombres y mujeres, tropa y mandos que están todos los días arriesgando la vida para desmantelar estas estructuras que son vitales para la producción de drogas ilegales en el país. Ahí no hay pacto alguno, hay sacrificio, tensión y lucha.

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