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La DEA y el narcoestado

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

 

La relación de los gobiernos mexicanos con la DEA, desde el caso Camarena, en 1985, casi siempre ha sido mala. Los vínculos con esa agencia sólo mejoraron durante la administración Calderón, precisamente por la cooperación de García Luna con la agencia y luego, en la de Peña Nieto, por la relación de la DEA con la Secretaría de Marina, que había iniciado con Calderón.

Pero, tras la detención del general Salvador Cienfuegos, la relación quedó prácticamente rota. La ley de seguridad que inmediatamente después de la detención y posterior liberación del general se aprobó limitaba las relaciones con la DEA y la misma se estancó tanto que no hubo ni siquiera renovación de visas para agentes de la agencia antidrogas. La llegada de Biden y de una nueva administración en la DEA encauzaron un poco las cosas, pero no demasiado. Dicen que en su primera visita a México, Anne Milgram, la nueva directora de la agencia, se disculpó con el general Luis Cresencio Sandoval por la detención de su antecesor, pero, ante la petición del secretario de la Defensa de que hiciera pública esa disculpa, Milgram dijo que eso no era posible. Y ahí quedaron las cosas.

Tampoco ayudó que durante muchos meses no hubiera director regional de la DEA en México. Nicholas Palmeri había sido destituido desde marzo del año pasado por sus vínculos con varios abogados que defienden a narcotraficantes, según una investigación del Washington Post y AP, pero su caída se dio a conocer hasta enero de este año, luego de que lo publicaran esos medios. El Departamento de Justicia dijo que había sido cesado por el “uso de fondos de la lucha contra las drogas para propósitos inapropiados”, pero la información había sido ocultada hasta que la divulgó la prensa estadunidense.

El miércoles, la administradora de la DEA, Milgram, en una audiencia con el Comité de Asuntos Exteriores del Senado de Estados Unidos, interrogada sobre la epidemia de fentanilo en su país, reiteró el argumento sobre el que ya hemos insistido y que nuestras autoridades no parecen ver: México, para ellos, es una suerte de narcoestado. Eso lo dijo con todas las letras el demócrata y presidente del comité senatorial, Bob Menéndez, un muy influyente legislador en el ámbito latino y fue, de una u otra forma, retomada por los republicanos Ted Cruz y Tim Scott, que, además, lo relacionaron con la crisis migratoria.

Milgram no defendió la cooperación con México, sino todo lo contrario. Dijo que era necesario que México “compartiera información, no tenemos información de incautaciones de fentanilo ni de incautación de químicos precursores y ese tipo de información es vital para ambos países”. Agregó que “estamos muy preocupados por los laboratorios clandestinos en México y hemos ofrecido trabajar conjuntamente con las autoridades mexicanas para desmantelar y erradicar esos laboratorios clandestinos”. Y terminó con el caso García Luna “que es, dijo, una investigación de la DEA, el juicio se lleva a cabo en Nueva York; una de las cosas que buscamos de México es que arreste y extradite más individuos a Estados Unidos”. Aceptó que México había concedido la extradición de 24 personas acusadas de narcotráfico, pero que “existen otras 232 peticiones que están pendientes”.

Sin duda, la crisis de opiáceos y la muerte por sobredosis de fentanilo es uno de los problemas más acuciantes de la Unión Americana, pero los dichos de Milgram no reconocen esfuerzo alguno de México. En los hechos, en el último año han aumentado notablemente los decomisos de fentanilo por parte, sobre todo, del Ejército. El mismo miércoles fue tomado el mayor laboratorio de fentanilo y metanfetaminas decomisado en la actual administración.

Están pendientes extradiciones, pero también es verdad que muchas de ésas terminan con condenas cortas para criminales terribles, que han matado a miles en México, que negocian información, verídica o no, para convertirse en testigos protegidos, sin contar, en la mayoría de los casos, con pruebas materiales, como lo estamos viendo en el juicio contra García Luna o, antes, con la detención del general Cienfuegos, basada en los dichos de un testigo protegido, Édgar Veytia, y una historia inconcebible comprada por una oficina de la DEA y la misma Fiscalía de Nueva York.

Esa actitud de la DEA es la que hace tan difícil la relación bilateral: suele jugar con cartas marcadas y su volatilidad en los temas es muy alta. Y a eso se suma que sus compromisos con las instituciones y personajes que colaboran con ellos suelen ser escasos, como lo estamos viendo, precisamente, en el juicio de García Luna en Nueva York. Vale más la palabra de delincuentes confesos y terribles, convertidos en testigos protegidos, que la de un funcionario que fue formado y avalado en Estados Unidos, y que trabajó con ellos 12 años. De la Corte de Nueva York puede salir cualquier tipo de sentencia, en un sentido o en el otro, contra García Luna, pero en la investigación de la DEA existe demasiada ligereza en la forma y en el fondo.

Insistimos en un punto: desde hace mucho tiempo el objetivo de ciertos sectores en Estados Unidos, sobre todo de la DEA, pero también del Partido Republicano y de algunos demócratas, es convencer a su opinión pública de que México es un narcoestado, un país que está infiltrado desde muy arriba hasta muy abajo en el crimen organizado. Parte de esa narrativa es verídica, otra no. Es un grave error tomarla como buena cuando conviene políticamente y desecharla cuando es coyunturalmente adversa. México no es un narcoestado y tampoco todos sus funcionarios están coludidos con el crimen organizado. Lamentablemente, a veces esa idea se promociona, consciente o inconscientemente, desde el propio Palacio Nacional.

 

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