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Agentes y agencias extranjeras: deseos y realidades

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

                Para mis queridos amigos Melissa, Erika, Sergio y Carlos,          con un abrazo solidario por la muerte de Jaime Camil.

 

El canciller Marcelo Ebrard explicó los tres objetivos centrales de la nueva ley de seguridad nacional que ya está en el Senado de la República: primero, dijo Ebrard, codificar las obligaciones o limitaciones para agentes extranjeros que ya existen en diversos ordenamientos. Segundo, sostuvo, existe un principio de reciprocidad, porque no se pide nada diferente a lo que se le pide a un agente diplomático mexicano en el exterior. El tercer objetivo es lograr un ordenamiento legal, al que estén sujetos los funcionarios de los tres órdenes de gobierno. Y puso el acento en que “no puede haber convenios de estados o municipios que no sean de conocimiento del gobierno de la República”.

Con la nueva ley, además, la relación y la normatividad sobre esas relaciones no las establecerá la Secretaría de Gobernación, como era hasta ahora, sino la Secretaría de Relaciones Exteriores (que sigue adquiriendo así una dimensión completamente diferente a la que tuvo tradicionalmente), en coordinación con la Secretaría de Seguridad, y me imagino que con Defensa y Marina. Entre las normas que se establecen es que cualquier agente de una agencia extranjera (hablemos de la DEA, el FBI, la CIA, el Mossad o cualquiera de las muchas que operan, de una u otra forma, en México) no sólo deberá estar registrado y presentar un informe mensual de actividades, sino también compartir con las autoridades mexicanas los hallazgos que pudieran realizar.

Hay muchos otros puntos estrictos en la norma, aunque todo lo relacionado con la obligación de compartir información por supuesto que entra en el terreno de los deseos. Se compartirá lo que se desee compartir, nada más, pero eso le otorga al gobierno, y a la cancillería, un músculo, un poder que ni remotamente puede ser subestimado.

Esta iniciativa quizá no estaría en estos términos en el Senado de la República si no se hubiera producido, primero, la detención en Houston de Genaro García Luna y, hace unos meses, con muchísima mayor repercusión, la del general Salvador Cienfuegos. Hemos dicho que ambas son distintas, con un peso político muy diferente, pero tienen similitudes: son detenciones que se realizan en territorio estadunidense, con base en investigaciones e intercepciones que, supuestamente, se realizan en territorio nacional, en donde no se comparte en absoluto información con el gobierno mexicano y se basan en acusaciones que son realmente inverosímiles en los dos casos y mucho más aún en la del exsecretario de la Defensa. El grado de malestar que provocó la detención del general Cienfuegos fue tan profundo que explica también la rigurosidad de esta ley.

Más allá de esto, habrá que analizar todo el futuro de la cooperación en seguridad con Estados Unidos. La misma es muy profunda, operan en el país unas 32 instancias de seguridad estadunidense con distintos convenios y, como lo especifica también la ley, con acuerdos que, en ocasiones, no son del ámbito federal, sino estatal y hasta municipal. Esa diversificación no siempre es mala, pero también se ha convertido en un abuso operativo y una forma de fraccionar la información, incluso de dividir actores (federales, estatales, municipales) y lograr así muchos mayores márgenes de autonomía y operación de agentes y agencias extranjeras.

El convenio que establecieron en 1992 los presidentes Salinas de Gortari y George Bush está absolutamente superado, como también los convenios que fijaron, vía la Iniciativa Mérida, el presidente Calderón y George W. Bush. Durante la administración Calderón hubo un enorme espacio de colaboración, paradójicamente, manejado, sobre todo, por García Luna, pero en la de Peña Nieto se intentaron cerrar esos mecanismos y concentrarlo todo en la Secretaría de Gobernación, salvo unas áreas muy específicas con la Marina.

No funcionó y privó la desconfianza, su momento más bajo fue durante la liberación de Caro Quintero. Fue con la fuga de El Chapo Guzmán del Altiplano que se reanudó la colaboración en términos más amplios y, otra vez paradójicamente, la relación del general Cienfuegos con sus pares militares estadunidenses y los del almirante Soberón con los marinos fueron clave en ese sentido.

La colaboración en seguridad entre México, Estados Unidos y Canadá trasciende, hay que subrayarlo, estos temas. México es parte del Comando Norte, o sea, es considerado parte de la seguridad interior de Estados Unidos. En el ámbito del antiterrorismo, por ejemplo, con todas sus variantes migratorias y de control de movimientos y comunicaciones, la colaboración es ejemplar. Y ello no puede ni debe cambiar.

Pero la otra cara de la seguridad, la relacionada con el narcotráfico, con el crimen cotidiano y con el organizado, con las armas y el lavado de dinero, deberán tener ajustes. No sé hasta dónde podrán estar determinados por esta ley o si se terminará imponiendo, simplemente, la realidad. Esa realidad que cambiará el próximo 20 de enero cuando, por fin, se vaya Donald Trump de la Casa Blanca. Porque el equipo de seguridad que llega con Biden es duro, experto, homogéneo y tiene una agenda bien definida. No será lo mismo que hasta hoy.

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