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Niñas, niños y adolescentes, les estamos fallando

Jesús Sesma Suárez

Jesús Sesma Suárez

En días recientes, la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim) presentó su balance anual 2019 sobre la infancia y la adolescencia en este país. Las cifras son de tristeza: estamos dejando que los niños y jóvenes pierdan la esperanza de acceder a un mejor futuro.

Entre diversas temáticas, el reporte señala que en México la mitad de la población infantil y adolescente vive en pobreza y, si son indígenas, ocho de cada 10 viven en pobreza extrema. Por si eso fuera poco, actualmente trabajan 3.2 millones de niñas, niños y adolescentes en nuestro país.

La pobreza es una de las principales razones por las cuales los menores se ven obligados a abandonar sus estudios y buscar un trabajo (generalmente muy mal pagado y en el que se les explota) que les permita apoyar económicamente a sus familias y cubrir necesidades básicas.

A decir verdad, la pobreza afecta el desarrollo y desenvolvimiento de los niños y adolescentes en todos los ámbitos, se interpone a sus derechos de educación, salud, alimentación y abrigo y, al ser causante de un precario desarrollo social y un entorno en desigualdad y exclusión, los pone en modo “supervivencia”.

Los niños y adolescentes emplearán los mecanismos necesarios para sobrevivir y atender sus necesidades más urgentes. Sobra decir que los efectos de la pobreza pueden ser alarmantes y, por lo general, a largo plazo. Lo que vive una persona durante su niñez marca su vida para siempre.

Sé que esfuerzos se han hecho muchos, pues el gobierno, instancias privadas y organizaciones no gubernamentales han colaborado, desde sus respectivas áreas de experiencia, para coadyuvar al bienestar de la niñez y la juventud en México.

El Partido Verde, por ejemplo, ha presentado iniciativas para erradicar el trabajo infantil en nuestro país, ha solicitado ante el Congreso aumentar la edad mínima para trabajar y evitar que los niños y niñas sean explotados desde temprana edad, entre otras acciones, para que los menores dejen de ser objeto de explotación laboral y de actividades que, de alguna u otra manera, puedan atentar contra su salud, seguridad, desarrollo y bienestar.

Pero quizá sea tiempo de replantearnos la manera en la que estamos haciendo las cosas y ya no baste sólo con un programa social o un proyecto de ley en el que se establezcan bases y normas. Ahora, además de ello, es necesario trabajar con énfasis en el fomento a la participación y la conciencia social, pues es en el entorno social donde los menores sufren la mayor cantidad de abusos y actos de discriminación y exclusión.

De inmediato me viene a la mente el caso de José Cruz, menor que fue expulsado de su escuela, un colegio de bachilleres en Tuxtepec, Oaxaca, por vender tortas y dulces para ayudarse económicamente. Casos como esos hay muchos y es lamentable.

Si bien es cierto que el Estado es el principal responsable de asegurar que los programas y servicios que reciben los menores sean suficientes y de calidad, también es cierto que todos podemos contribuir a vencer el desafío de garantizar un ambiente de inclusión y cero discriminación y abonar al bienestar y sano desarrollo de todos esos niños y adolescentes en un contexto socio
económico tan complicado. Sólo hace falta un poco de empatía, solidaridad y esfuerzo porque, hasta ahora, la verdad es que les estamos fallando.

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