La tragedia de la COVID-19

Javier Aparicio
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La semana pasada, la Organización Mundial de la Salud declaró a la COVID-19 como una pandemia. A decir de la misma OMS, se trata de la primera pandemia causada por un coronavirus. Sin embargo, a pesar de los alarmantes niveles de contagio, su severidad y la inacción de muchos países, la OMS considera que se trata de una pandemia que puede ser controlada.

Al inicio de esta epidemia, una respuesta comúnmente escuchada en muchos países era que la influenza estacional causaba muchas muertes año con año, de modo que los primeros casos observados en un país u otro no eran señal de alarma. Hoy sabemos que ese diagnóstico es terriblemente falso.

Se estima que la COVID-19 es más contagiosa que la influenza: cada persona infectada puede contagiar entre 2 o 2.5 personas más, mientras que esta cifra es de sólo 1.3 para la influenza estacional. En segundo lugar, el periodo de incubación de la COVID-19 es más largo —de uno a catorce días, frente a cuatro de la influenza—, lo cual facilita su transmisión antes de que los pacientes presenten síntomas. En tercer lugar, su tasa de hospitalización es mayor —19% vs. 2%—, lo cual impone presiones y costos importantes en los sistemas de salud. Por último, y he aquí lo más preocupante, estimaciones iniciales sugieren que la tasa de mortalidad de la COVID-19 es mucho mayor: entre 1 y 3.4% frente a 0.1% de la influenza. Al no existir una vacuna aún, la pandemia cobrará muchas vidas este año.

Una carta abierta de científicos italianos advierte que para la población no especialista es muy difícil comprender qué tan rápido puede salirse de control una enfermedad que crece a tasas exponenciales. Al mismo tiempo, para muchos es difícil comprender las trágicas consecuencias de no actuar a tiempo frente a una enfermedad tan contagiosa. Advierten que “mientras la tasa de crecimiento sea exponencial, ninguna solución lineal para contrarrestarla funcionará”. Frente a ello, las restricciones fiscales, en la infraestructura para proveer servicios de salud y en la capacidad de implementar medidas de contención en cada país se harán más que evidentes.

Frente a la incertidumbre de una nueva y poco conocida enfermedad, la reacción de la sociedad y los gobernantes son clave. De la capacidad de organización y reacción de la sociedad dependerá mucho el éxito para reducir el ritmo de contagio: tomar precauciones, informarse, guardarse en casa, distanciarse lo más posible. Pero no bastará con ello. De la capacidad de reacción e implementación de muchos gobiernos dependerá mucho del éxito para reducir la tasa de mortalidad. Dentro de unos pocos meses conoceremos mejor el saldo de esta tragedia: en qué países se perdieron más vidas, en qué países respondieron mejor, qué estrategias de contención funcionaron mejor, así como qué sistemas de salud pública estuvieron a la altura del reto de esta pandemia, o bien, cuáles resultaron insuficientes o injustos.

Las consecuencias económicas también serán duras y significativas. La pandemia ha paralizado amplios sectores de la economía mundial, se reducirá el comercio y el tránsito de personas dentro y fuera de cada país. Recursos valiosos de cada hogar tendrán que ser redirigidos a precauciones o atención médica. El mundo será más pobre al final del año. La distribución relativa de los costos sociales será tan desigual o quizás más que las ganancias del crecimiento en otros tiempos.

Incluso, si este nuevo virus desapareciera de nuestro país en este mismo momento, el impacto económico sería evidente. Así lo sugieren la caída en los precios del petróleo, el alza del tipo de cambio del dólar y los indicadores bursátiles. Una pandemia pone a todo gobierno frente a un dilema trágico: ¿cuántas vidas deben estar en riesgo antes de parar una economía? ¿Qué vidas deben procurar salvarse antes que otras? ¿Qué paliativos deben ofrecerse a quienes sufran más por la recesión que por la enfermedad?

Hay otra víctima de esta crisis: el desplome de la cooperación entre personas y gobiernos. Personas que incurran en compras de pánico dejando sin abasto a otras más pobres, productores que acaparen bienes esperando explotar alzas de precios, gobiernos que opten por cerrar fronteras y aeropuertos para tener un chivo expiatorio ante una enfermedad que ya se transmite de manera local. Si esta columna suena sombría es porque lo es. Debemos actuar ya.

 

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