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Fragilidad de los contrapesos

Javier Aparicio

Javier Aparicio

Ayer, miércoles 20 de enero, Joe Biden asumió la presidencia de los Estados Unidos. A la ceremonia acudieron todos los expresidentes vivos, desde Bill Clinton hasta Barack Obama, con la excepción de Donald Trump, el derrotado presidente saliente. Ninguno de ellos estaba obligado a acudir a la cita, pero esa pequeña parte del ritual en la transición de un mandato presidencial a otro tiene gran trascendencia: el que expresidentes de cualquier partido político reconozcan y aplaudan la toma de protesta de un nuevo presidente, así sea quien les derrotó en las urnas unas semanas o años atrás, refleja un entendimiento común y una aceptación de las reglas del juego democrático: el pueblo pone y el pueblo quita, dirían por aquí.

Para muchos, la mayoría expresada en las urnas en noviembre pasado, el discurso reconciliador de un político experimentado y moderado como Biden sonó refrescante y esperanzador. Para muchos otros, una minoría numerosa convencida de que Trump merecía permanecer en el poder —o que éste le fue robado fraudulentamente—, tomará tiempo que ese discurso logre convencerles. Así es la alternancia.

En enero de 2017, en este mismo espacio escribí que: “las democracias del mundo son relativamente jóvenes y frágiles”. Tras la llegada al poder de Trump, me preguntaba: “¿Podrá el entramado institucional —los llevados y traídos pesos y contrapesos— estadunidense contener los impulsos autoritarios del empresario embaucador convertido en presidente?” Planteé dos posibles respuestas: “La visión más optimista requerirá esperar al menos dos años para que, con suerte, en las elecciones intermedias Trump pierda el apoyo que hoy tiene en el Congreso. La visión más pesimista requerirá entre cuatro y ocho años hasta que alguna candidatura rival vuelva a encararlo en las urnas. Pero mientras el electorado puede manifestarse de nuevo, las líneas de resistencia incluyen: congresistas o gobiernos locales disímbolos, jueces independientes, grupos de interés, prensa y medios masivos, algunos de sus propios simpatizantes quizá. Pero ninguno de estos contrapesos puede darse por sentado: por ello, la sociedad civil —su capacidad de informarse, vigilar, protestar y/o movilizarse— estará a prueba”.

Evaluar el peso relativo de cada una de esas líneas requiere un análisis cuidadoso, pero, en general, puede decirse que las instituciones estadunidenses resistieron el embate —aunque a un costo elevado—. Hoy sabemos que, en efecto, Trump perdió la mayoría republicana a la mitad de su mandato y hace unas semanas perdió no sólo la reelección, sino la mayoría en ambas cámaras del Congreso. La mayoría del Senado se definió apenas el cinco de enero pasado, justo un día antes de la “toma del Capitolio” que, plausiblemente, sepultó cualquier legado del presidente saliente.

Joe Biden iniciará su administración con un gobierno unificado. A partir de ahora, puede decirse que el Partido Demócrata cargará con la mayor parte de la responsabilidad para enfrentar la crisis pandémica y enmendar muchos de los desatinos de los últimos cuatro años, sobra decir que en muchas democracias no se estila recurrir al expediente fácil de culpar al cochinero heredado.

Sin embargo, en las últimas décadas este tipo de configuración política se ha vuelto relativamente rara en el sistema presidencial norteamericano. Carter fue el último presidente que gozó de mayorías en ambas cámaras durante cuatro años. Bill Clinton lo tuvo sólo durante los primeros dos años de su gobierno, en 1992. George Bush, quien inició su presidencia con un gobierno dividido, logró conseguirlo en las elecciones intermedias de 2002 y lo perdió en 2006. Barack Obama lo tuvo durante sus primeros dos años de gobierno, perdió el Congreso en 2010 y el Senado en 2014. Donald Trump también tuvo mayoría en ambas cámaras sólo durante la primera mitad de su gobierno.

La mayoría legislativa de Biden puede resultar relativamente frágil. El nuevo Senado está dividido 50-50, lo que permite a la vicepresidenta Kamala Harris, emitir un desempate. Sin embargo, bastaría con que un senador demócrata migrara al bando republicano para cambiar el balance de poder. Es difícil llevar a la práctica un discurso conciliador o de unidad nacional: los consensos son difíciles de lograr cuando una política pública implica conflicto distributivo. El reto del nuevo presidente no es menor. Nunca lo es.

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