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Economía, salud y bienestar

Javier Aparicio

Javier Aparicio

La cancelación del Seguro Popular para dar lugar al Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) ha desencadenado una discusión de la mayor importancia. En esta semana me referiré a ciertos aspectos básicos de los servicios de salud que pueden ayudar a entender los dilemas de las políticas públicas en general y la viabilidad de algunos programas del nuevo gobierno en particular.

Según la economía de la salud, una de las ramas más especializadas de la disciplina, los servicios de salud difieren de los mercados de compra-venta de muchos otros bienes y servicios de maneras importantes. Al igual que con muchos otros servicios, los proveedores atienden la demanda de ciertos pacientes, sin embargo, estos proveedores pueden ser pagados, en mayor o menor medida, por el paciente directamente, por una compañía aseguradora, o bien por el gobierno. La presencia de un intermediario —ya sea público o privado— cambia la naturaleza de las transacciones y pone en relieve una serie de reglas o arreglos institucionales para determinar quiénes serán los pacientes que tendrán acceso a los servicios de salud, quiénes o cómo se financiará el sistema de salud y bajo qué reglas o criterios se pagará a los proveedores de servicios médicos o medicinas.

Un factor adicional es la llamada información asimétrica. A diferencia de otros bienes y servicios, los pacientes tienen información imperfecta sobre sus condiciones de salud, los riesgos que enfrentan o la calidad de tratamientos que reciben. Por otro lado, como suele suceder en los mercados de seguros, los pacientes pueden tener incentivos para no revelar información completa o fidedigna sobre sus hábitos de vida a las aseguradoras o, incluso, a los propios médicos. Por último, las carencias en salud suelen afectar a terceros por la presencia de externalidades negativas: si una persona no se vacuna o no atiende una enfermedad contagiosa, puede acabar afectando a muchas otras personas más —como sucede con las epidemias—.

Cuando pacientes y proveedores interactúan con intermediarios diversos y con información asimétrica, las reglas o arreglos institucionales del sector salud pueden distorsionar fácilmente los precios de los servicios médicos y dificultan una asignación eficiente de recursos en general. Por ejemplo, muchas personas suelen gastar poco en prevención, y sin embargo estar dispuestas a gastar mucho ante una enfermedad grave. Pero de no contar con recursos suficientes o un esquema de aseguramiento adecuado, las consecuencias pueden ser doblemente trágicas: perder la vida o vivir en una trampa de pobreza tras sobrevivir una emergencia.

En resumen, un mercado de servicios de salud meramente privado difícilmente producirá resultados socialmente eficientes. Por otro lado, un sistema de salud pública que no cuente con esquemas viables de financiamiento y una provisión de servicios eficiente y adecuada a diferentes niveles acabará teniendo costos sociales crecientes, ya sea en términos presupuestales o de bienestar. No basta el mercado, pero tampoco cualquier intervención pública.

En teoría, el esquema contributivo del IMSS es una buena idea: mientras más personas estén afiliadas y contribuyan, habrá más recursos disponibles para prestar servicios y será más fácil diversificar costos y riesgos. Sin embargo, el vincular sus servicios al estatus laboral —formal o informal— de las y los trabajadores ha creado brechas y desigualdades crecientes entre derechohabientes y no derechohabientes. Y al contar cada año con menos recursos, afecta la calidad de los servicios a sus beneficiarios.

¿Qué es preferible, un esquema financiero viable que garantice ciertos servicios a grupos sociales vulnerables, sujeto a la disponibilidad de recursos públicos u otras contribuciones, o bien, la promesa de una cobertura universal e ilimitada de servicios que, en la práctica, sea implementada de manera parcial, ineficiente o sesgada?

Un mal esquema de financiamiento podría fomentar aún más la informalidad, debilitar las finanzas públicas y afectar el bienestar de los beneficiarios existentes y futuros. Si se pretende garantizar el derecho a la salud a todos los mexicanos, a todos los niveles, alguien deberá pagar más impuestos generales, o más contribuciones al sistema de salud.

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