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Me obligaron a leer; el inicio de mi enojo

Imagen de la Mujer

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Por Laura Flores

 

¡A nadie le gusta leer y menos a los seis años! Por lo menos a mí no, de hecho mi mala memoria me niega un recuerdo claro de cómo fui en la infancia o de los gustos que tenía a esa edad, pero lo que sí tengo muy presente es mi disgusto, hastío, flojera y hasta odio por tomar un libro.

Sí, sí querido lector o persona curiosa que cayó en este pedazo de texto hecho para quejarse. Sí, para quejarse de la obligación tan nefasta de leer, porque sólo obligada me aventé la enciclopedia infantil que incluía las historias de Mark Twain, Louisa May Alcott, Herman Melville, Johanna Spyri y muchos otros escritores que siguen en el librero de mi mamá, aquella mamá que, a punta de miradas autoritarias y de una supervisión de jueza a mi pequeña persona, me llevaron a leer.

Digamos, entonces, que a los seis años inició mi enojo con la literatura, porque yo no era ávida de tener por colección una serie de libros, menos por abrir sus páginas, porque lo que quería, o más bien hacía, era ver telenovelas (que a estas alturas me avergüenza decir, pero qué se le hace, así fue), bailar, subirme al árbol del patio y esconderme de mi mamá, quien, con ese gentil, amoroso y sutil gesto de gritar “¡Lauraaa, la tarea! ¡Vienes o voy por ti! ¡No voy a hablarte dos veces!”, se acababan los pretextos y tenía que entrar a terminar las responsabilidades que ni si quiera había empezado.

Una vez dentro de casa, no había salida (ojalá pudiera sonar una melodía macabra). Mi mamá me retenía por horas bajo su vigilancia, y yo que, naturalmente me distraía con todo, ya estaba hablando sola o rayando las libretas.

Pobre de mí si no le metía prisa a las tareas de la escuela, seguro la hora de leer sería entrada la noche y era peor que una historia de terror (las lecturas de mi enciclopedia infantil se abrían los fines de semana, pero para todos los días, el libro de lecturas de primer grado de primaria y ahí empezaban los problemas).

Como habrán de suponer, sí, la Luna estaba bien asomada por la ventana, ostentosa e indiscreta, anunciándole a mi mamá que iba tarde, que nomás perdía el tiempo y que le estaba viendo la cara en sus narices:

—¡A ver a qué hora te vas a apurar! –me decía mi mamá.

Y yo, sentada titubeando: “Di-cen-que-los-chan-gos-no-u-san-som-bre-ros, por-que-los-chan-gui-tos-ha-cen-a-gu-je-ros…”, (tomado de mi antiguo libro de lecturas).

De pronto, alzaba la mirada y quería desaparecer, porque era evidente que leía con la lentitud que a mamá no le gustaba, porque para ella, las horas debían aprovecharse y aún faltaba revisar las tareas de mi hermano; así que, como madre con jornada laboral y luego de ama de casa, el tiempo tenía un valor, pero siempre supo parar y decir “¡Mañana le seguimos!”.

Sin embargo, como lo dije al inicio y lo diré sustentada en palabras del escritor Jorge Ibargüengoitia: “La memoria de la experiencia es ambigua”, frase en alguno de sus cuentos del libro Instrucciones para Vivir en México, quizá tenga peso, y capaz que les estoy contando un disparate y en realidad sí amaba leer, pero eso se los diré después, cuando profundice en el camino que me llevó a abrir los libros.

La vida misma me fue colocando en circunstancias para aferrarme a ellos y sus hojas me rescataron. Por ahora, quédense con la niña mal peinada y de calcetas percudidas que era yo, la que aprendía las letras de las canciones, como no lo hacía con sus obligaciones, esas, las de leer.

 

                              lau.floresgomez@gmail.com

 

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