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El mexicano feliz

Gustavo Mohar

Gustavo Mohar

Dentro de ellas ha llamado la atención la cantidad de expresiones sarcásticas, irónicas o humorísticas a través de las redes sociales, correos electrónicos y otros medios de comunicación. Esto ha sucedido sobre todo en México, pues en el extranjero es raro encontrar revistas, periódicos, tuits o blogs que sigan ese enfoque. La mayoría hace análisis más o menos informados de lo que pasó, cuestionan al gobierno mexicano y describen la imaginación y astucia del ahora aún más célebre prófugo.

En estas semanas el tema ha sido motivo de conversación en la mayoría de las reuniones, cenas, cafés, aulas, entrevistas y conferencias. En casi todas, no ha faltado quién cuente un chiste o muestre el último video o animación donde se burlan del suceso.

¿Por qué esas reacciones en México? ¿Qué pasa que un acto tan grave y preocupante que se recibe con sarcasmo y hasta morbo por el gusto de evidenciar una falla más en el sistema de justicia? ¿Es parte del tradicional humor mexicano que hace burla hasta de la muerte por medio de las Catrinas o las calaveras de azúcar en el día de muertos? ¿Es la reacción de negar un problema o minimizar sus causas y efectos?

Parece que prevalece un ánimo nacional de desencanto, miedo, enojo y frustración, no es difícil adivinar por qué: las muertes en Ayotzinapa, Tlatlaya, Ostula, la estrepitosa caída del precio del petróleo, la baja respuesta en la histórica licitación a inversionistas privados en el mercado del petróleo, la devaluación del peso, las enormes desigualdades en la estructura social que arroja más de 50 millones de mexicanos en pobreza, la fuga del delincuente más peligroso y el despido de El Piojo Herrera. Cabe preguntarnos: ¿por qué habríamos de reírnos?

Me surgió este cuestionamiento a raíz de leer el World Happiness Report 2015 de la Organización de las Naciones Unidas, ejercicio iniciado en 2012 (http://worldhappiness.report/).

Varios países han incorporado el concepto de la felicidad en sus agendas nacionales; destaca los Emiratos Árabes Unidos cuyo lema es ser “el país más feliz del mundo”. En México, en el estado de Jalisco se creó en 2010 el Observatorio Ciudadano que busca medir el bienestar y felicidad de los habitantes de la zona conurbada de Guadalajara (jaliscocomovamos.org).

El reporte de Naciones Unidas es un estudio novedoso y serio, con una metodología rigurosa que en esencia pretende enfocar el bienestar del mundo, no en términos económicos o agregados, sino en la calidad de vida que tiene la humanidad; plantea que el progreso social debe expresarse en alcanzar la “felicidad” de los beneficiarios que buscan atender las políticas públicas. Para llegar a los resultados que presenta, toma en cuenta diversos factores: la capacidad de adquisición de las personas, contar con alguien que les apoye en tiempos difíciles, la salud y expectativa de vida, la posibilidad de tomar decisiones, la generosidad (que se mide en relación con los donativos que se realizan) y la corrupción.

A diferencia de muchos otros indicadores y encuestas en las cuales nuestro país ocupa poco honrosos medianos o últimos lugares en productividad, corrupción, educación, transparencia o impunidad, en materia de felicidad nos ubicamos por arriba de 134 países, sólo por debajo de los países nórdicos, Canadá, Holanda, Costa Rica o Australia, pero mejor que Brasil, España, Italia, Alemania, Argentina, Venezuela o Panamá. Nada mala noticia.

En mi experiencia con la comunidad migrante en tránsito o establecida sin papeles en Estados Unidos, me sorprendió siempre su entereza, valor, pragmatismo y buen humor aun en los momentos más críticos, ya estuvieran detenidos por la Patrulla Fronteriza, en espera de ser deportados, aguardando la noche para internarse en el terrible desierto de Arizona, al hacer fila en las temperaturas gélidas de Chicago para obtener su pasaporte o registrar a su bebé o al tomar unas cervezas y tocar la guitarra en el hacinado cuarto de un motel de mala muerte.

Su imaginación y sentido de aventura los lleva a tomar decisiones como ésta: en 2010 comenzó la implementación del programa de repatriación en el interior de México, concebido para ayudar a las personas rescatadas en el desierto de Arizona y darles la oportunidad de regresar en avión a Guadalajara o al Distrito Federal en lugar de ser devueltas a la frontera del lado mexicano en condiciones de extrema vulnerabilidad. En una ocasión platiqué con una señora y sus dos hijas menores de edad en las oficinas de la Patrulla Fronteriza en Tucson, donde esperaban para ser deportadas a México. En secreto, la mamá me confesó que se habían internado en el desierto buscando ser detenidas para pedir su repatriación al Distrito Federal, ya que nunca iba a poder pagar un vuelo a sus hijas, quienes no conocían nuestra capital.

Sin embargo, aun con el gran sentido de humor y entereza de nuestra población, en tiempos de amplio desasosiego social y búsqueda de expectativas optimistas, no estaría mal que nuestros líderes y gobernantes piensen que en su función deben incluir el objetivo de que los ciudadanos seamos más felices después de realizar un trámite, solicitar su orientación o apoyo, viajar por las carreteras, abrir un nuevo negocio o dejar a nuestros hijos jugar en la calle.

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