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Fronteras distantes, retos similares (III)

Gustavo Mohar

Gustavo Mohar

Los flujos migratorios internacionales de millones de seres humanos en todos los ámbitos de la Tierra son una realidad. Siempre han existido, ya que el hombre por naturaleza busca mantener a su familia en un entorno de seguridad y oportunidades, mejorar su calidad de vida y la de sus hijos.

Esta realidad es la expresión física de otra menos visible, pero que existe y determina la difícil decisión de desarraigarse del lugar donde se nació, creció y se radica. Nadie deja su hogar por voluntad, por muy pobre que sea. Lo hacen a diario miles y miles de personas porque no se resignan a vivir en la miseria, a la violencia que los asusta y agrede, y a la falta absoluta de oportunidades de tener un empleo y salario dignos. 

Cada adulto, hombre o mujer, solo o en familia, jóvenes y niños que emigran de Libia, Siria, Eritrea o de Honduras, El Salvador o Guatemala lo hacen por razones similares. Los países a donde se dirigen, ya sea España, Italia, Alemania o Estados Unidos, reaccionan de manera semejante: incrementan los controles disuasivos y de contención, ya sea con la Guardia Costera o con la Patrulla Fronteriza, aquellos que logran llegar a sus territorios son deportados a sus países sin consideración alguna de que huyen del fanatismo islámico o pandilleril.

Tanto en Europa como en Estados Unidos el asunto despierta pasiones. Da origen a que los políticos, medios de comunicación, líderes de opinión, sociedad civil, saquen a relucir sus ideologías, fobias y bondades.

En ambas partes surge el viejo y desgastado debate del “control de sus fronteras”. Grupos xenófobos acusan a sus gobiernos de ineficaces y “blandos” por no impedir que los migrantes se internen sin papeles a sus territorios, los estigmatizan como delincuentes, portadores de enfermedades, amenaza a su orden social, “parias”. Los políticos responden con medidas para hacer más difícil y arriesgado que logren evadir sus controles.

En Estados Unidos los gritos de republicanos extremistas y fanáticos rayan en lo ridículo, condicionan  cualquier medida que permita legalizar a los 10 millones de indocumentados que residen en ese país a que sólo se haga cuando se impida 100  por ciento del cruce ilegal desde
México.

Salvo en Israel, donde las murallas de cinco metros de alto de concreto, con torres de vigilancia donde se apostan soldados con permiso de disparar a quien intente acercase, en ningún otro lado del mundo las barreras artificiales han logrado parar a los migrantes.

En el Mediterráneo y en nuestra frontera norte los controles “disuasivos” han provocado miles de muertes de gente inocente, y han generado reclamos del papa Francisco, la sociedad civil y la opinión pública internacional.

Al pensar en México y la frontera sur hay que reconocer que el asunto es muy complejo, y lo primero que hay que hacer es no simplificarlo con respuestas inviables, cargadas de emoción o ideologías. No existe una respuesta obvia. En la búsqueda de una solución deben considerarse al menos los siguientes aspectos:

Aceptar que es obligación del gobierno vigilar quiénes entran en nuestro territorio, facilitar los cruces legales y contener los que no lo son. Si queremos convivir en un Estado de derecho, éste se aplica también al flujo indocumentado. Si bien es cierto que la inmensa mayoría de las personas que pasan por la frontera, no son una amenaza ni peligro para el país, no se puede ser ingenuo y desconocer que su actual porosidad facilita el contrabando de armas, drogas y el tráfico y trata de personas. Estos delitos conllevan violencia, corrupción e inseguridad. Por ende, el reto es cómo hacerlo.

Respetar los derechos humanos, combatir a las bandas y autoridades corruptas que abusan de los migrantes requiere voluntad política, esfuerzo sostenido y coordinado. Entre otras medidas se debe contar con los recursos presupuestales para mejorar la capacitación de los agentes migratorios, pagarles un sueldo digno y aplicar una política de cero tolerancia a quien viole la ley.

Negociar y coadyuvar con los principales países de origen, la creación o fortalecimiento de sus instituciones de seguridad, inteligencia y migración. No lo debemos ver como un gasto, sino como una inversión para nuestra propia seguridad nacional.

Diseñar y poner en ejecución un plan de desarrollo sustentable con visión de mediano plazo para coadyuvar a mejorar las condiciones socioeconómicas de dichos países. México debe liderar un esfuerzo multinacional que reúna fondos y negocie con los beneficiarios sus compromisos.

En mi opinión,  no hay otra prioridad para la política exterior más apremiante que ésta.

 

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